La clase intelectual suele despachar con desdén los fenómenos asociados a la cultura de masas. Es una actitud explicable, porque tales fenómenos, al cabo, son efímeros y rara vez permean en profundidad el alma colectiva. Marilyn Monroe no hay más que una, y sólo una permanece largos años sobre la fugaz pléyade de desdichadas reinas de corazones que pueblan la prensa popular. Ello no obstante, estos fenómenos de la cultura de masas admiten con frecuencia una interpretación más honda; no tanto por sí mismos como por lo que nos dicen sobre nuestros conciudadanos, sobre sus valores o sus prejuicios y, en definitiva, sobre lo más cotidiano y doméstico de la cultura común. El fenómeno más llamativo de este género que ha aparecido en los últimos años es, sin duda, el del futbolista David Beckham, a cuyo alrededor se mueven millones de personas y de dólares con una intensidad estupefaciente. Y si Beckham es, personalmente, poco interesante, el fenómeno que ha suscitado sí presenta rasgos de gran interés.
Millones de personas se conmueven en todo el mundo al contacto con la palabra “Beckham”. Beckham no es ya una persona, un mortal. Beckham es un icono. El icono del Campeón. Desde luego, hay otros muchos iconos de este género. El deporte de masas es particularmente fecundo a la hora de crearlos. Pero si Beckham llama tanto la atención es porque en él confluyen muchas fuerzas de origen diverso. En efecto, lo nuevo del fenómeno Beckham respecto a otros casos precedentes es que el icono Beckham sintetiza el mito total: a la fuerza asimilada al triunfo deportivo añade la belleza, la riqueza, también el favor de las Musas (su esposa “Spice”); asimismo suma la redención social por el mérito, esa leyenda eterna del joven pobre que conquista la fortuna y que puebla con sobreabundancia la literatura popular de todos los tiempos. Beckham, su icono, tiene algo de Ulises, algo de Lanzarote, algo de Aladino, algo de todos y cada uno de los leit-motiv de la imaginación popular. Es eso lo que le hace interesante.
Para entender cabalmente la fuerza de atracción que una figura así puede llegar a ejercer sobre la imaginación colectiva podemos recurrir al concepto de “mito”. Según la muy medida definición de Gilbert Durand, el mito es un edificio semántico que expresa el imaginario simbólico de una cultura. En términos más pedestres: un mito es un relato en cuyo planteamiento, en cuyos personajes, en cuyas situaciones y en cuyo desenlace se expresan las fuerzas más hondas que actúan en una cultura, esto es, sus valores, sus juicios y prejuicios, sus convicciones más profundas, también sus tabúes. El mito es un condensador afectivo; sintetiza razones y pasiones en un argumento que uno reconoce como algo propio, algo que uno es. Esto no quiere decir que el hombre se busque a sí mismo en el mito; no, al menos de manera directa. Uno ya se encuentra a sí mismo todos los días en el espejo y lo que ve suele ser poco satisfactorio. Lo que el hombre busca en el mito es aquello que sueña ser y que no es –aunque secretamente no renuncie a serlo. Y lo que el hombre reproduce en el mito no es tanto lo que es como lo que debe ser.
¿Qué tiene que ver todo esto con Beckham y con nosotros, con los millones de dólares de los fichajes y con los millones de espectadores de la televisión, elementos todos ellos tan vinculados al mundo técnico que parecen incompatibles con esa terminología antropológica, más propia de estudios sobre tribus primitivas? Desde nuestro punto de vista, sí tiene mucho que ver. En el plano más profundo de la conciencia, el hombre hipertecnificado no se diferencia gran cosa de nuestro congénere de la tribu primitiva. Todas las sociedades tienen mitos: eso va con la hominización. También los tiene la sociedad tecnoeconómica, que es la que nosotros habitamos. Y la lógica del mito en la sociedad tecnoeconómica no es muy diferente a la de las sociedades antiguas: en él se reconoce igualmente la belleza, la fuerza, la riqueza, el poder… Lo que cambia en la sociedad económica no es el mito, sino el soporte: el mito deja de posarse sobre un ser imaginario, legendario o fabuloso, y pasa a encarnarse en iconos dotados de vida real. Por ejemplo, Beckham. Así el fenómeno Beckham trae implícito un relato, propiamente mítico, en el que no es difícil reconocer rasgos que siempre han circulado en la cultura social. Y lo que constituye la singularidad del fenómeno Beckham es la multiplicidad de relatos que confluyen en torno a su imagen, multiplicidad muy superior a la de otros iconos de la sociedad de masas.
Beckham es el deportista completo, inteligente a la vez que valiente. Es el hombre perfecto, bello y ágil. Es el hombre bueno, entregado a actividades caritativas o solidarias. Es el amante deseable, enamorado de su hermosa mujer. Es el joven sensible a las artes, casado con una cantante popular de fama universal. Es el hombre que se ha hecho a sí mismo, desde la modestia de su cuna familiar hasta su actual riqueza. Es el buen padre que ha sufrido el dolor del secuestro de su hijo. Beckham es, en fin, el ídolo de las masas, siempre rodeado por muchedumbres que se disputan una mirada, una firma suya. Evidentemente, se trata de una construcción artificial, un producto de mercadotecnia elaborado a partir de elementos ficticios o reales, pero eso es lo menos importante; lo importante es que funciona. Ocurre lo mismo que con esas series de televisión, de necedad aplastante, que sin embargo triunfan gracias a la habilidad con que sus guionistas han recogido los temas eternos de la narrativa folclórica: el amor que triunfa sobre las dificultades, la justicia que eleva al pobre sobre el rico, etc. Estos relatos no gozan de aceptación porque se aproximen a ideas canónicas sobre lo bello, lo bueno o lo justo; eso exigiría una operación racional que resulta incompatible con el género. Si esos relatos triunfan es porque despiertan un inmediato sentimiento de afinidad afectiva en las muchedumbres. Así la figura de Beckham ha sido construida como una síntesis de estimulantes afectivos, como un compuesto de sustancias capaces de atraer a la mayoría. Como una construcción mítica.
Hay que inscribir este fenómeno Beckham en su escenario vital: ya no el “star-system”, que no deja de ser una elite cerrada, un mundo aparte, sino eso que Guy Débord llamó “sociedad del espectáculo”, esto es, el tipo de sociedad que nace cuando la puesta en escena se convierte en principio rector; ese tipo de sociedad donde el grado de poder o de influencia (o simplemente, de existencia) de personas, grupos o acontecimientos viene determinado por su capacidad para convertirse en espectáculo. En este tipo de sociedad, estrechamente ligado a la aparición de los grandes medios de comunicación audiovisuales, una persona o un hecho sólo cobran auténtica existencia (existencia social) si logran presentarse como espectáculo, como puesta en escena, como acontecimiento. Por eso los actores y los showmen televisivos han ocupado el lugar de los intelectuales en la plaza pública –algo que Débord no previó-, mientras los políticos prestan una atención ya no instrumental, sino prioritaria, a la escenificación del poder. Íntimamente ligada a la dinámica del Mercado, que viene a ser su motor colectivo, la sociedad del espectáculo va haciendo pasar ante los ojos de los ciudadanos-espectadores nuevas atracciones que desfilan a golpe de talonario. Nadie que hoy aspire verdaderamente al poder puede dejar de poner su óbolo en los platos del dinero y de la comunicación de masas, que se han convertido en fuerzas no sólo autónomas, sino también ajenas al control colectivo. En ese escenario surgen los fenómenos del tipo Beckham.
El hecho de que el poder haya pasado a residir en la conjunción del dinero y de la comunicación de masas no significa que los fenómenos de la sociedad-espectáculo respondan a criterios enteramente artificiales, inventados ex nihilo en algún laboratorio. La comunicación de masas es, cada vez más, una disciplina esencialmente comercial, de manera que tiene que conceder atención prioritaria a la demanda del público. Se puede crear la demanda artificialmente, pero es imposible hacerlo si la oferta no toca ninguna fibra sensible del consumidor, del espectador. Por eso los productos de la comunicación de masas tienden cada vez más a satisfacer necesidades sociológicas o psicológicas previamente identificadas; por ejemplo, ofreciendo relatos invariablemente centrados en torno a pulsiones elementales y eternas, como el sexo y la muerte, Eros y Thanatos, o construyendo historias deliberadamente dirigidas a despertar tal o cual continente del mundo afectivo del espectador. Pues bien, en el plano de la comunicación de masas el experimento Beckham abre un camino nuevo: la búsqueda de soportes totales, capaces de sintetizar diferentes proyecciones míticas, diferentes dimensiones afectivas.
Con todas estas consideraciones queremos subrayar que en la irracionalidad del fenómeno Beckham no deja de haber elementos sobre los que es interesante reflexionar y aventurar hipótesis. Quizá las masas actúen sin racionalidad, pero eso no significa que actúen sin razones. Tales razones, desde nuestro punto de vista, arraigan en estratos antropológicos y psicológicos mucho más que en estratos deportivos o comerciales. Y el caso del icono Beckham, por su multiplicidad, es un buen campo de ensayo para verificarlo. Lo haremos paseando por tales estratos.
Ante todo, Beckham es un futbolista. Y no es un azar que el “fenómeno Beckham” haya surgido precisamente en el contexto del fútbol, disciplina reina en el deporte de masas. El deporte es una ritualización de la guerra, que a su vez, como decía Clausewitz, es una continuación de la política por otros medios. Y por cierto que es justamente en ese parentesco donde reside la eventual vinculación entre deporte y política. Vale la pena reflexionar algo más sobre esta vinculación primaria, y particularmente sobre el deporte como ritualización incruenta de la guerra tribal, porque, a nuestro juicio, ahí está la clave para entender el fenómeno sociológico del fútbol.
La frase de Clausewitz, en términos antropológicos, debe ser leída al revés: la política es una continuación de la guerra por otros medios. En efecto, no resulta difícil imaginar que en el proceso humano de civilización la guerra fue una realidad primaria, directa, probablemente el método elemental para resolver un conflicto; sólo el refinamiento de la civilización fue capaz de alumbrar cosas como el Derecho, una herramienta reglamentaria que fija normas para evitar la mutua aniquilación. Roma fue más grande por su Derecho que por sus legiones –o mejor dicho: sus legiones, sin el Derecho que transportaban sobre los estandartes, no habrían dejado en la Historia más huella que las hordas de Atila. Sin embargo, la guerra retorna cuando el Derecho se agota, vale decir, cuando la política ya no es capaz de resolver el conflicto. A eso se refería Clausewitz, y es una realidad que constatamos todos los días a pesar del creciente refinamiento de los métodos jurídicos y políticos. Hay que concluir, por tanto, que el impulso hacia la guerra siempre está ahí, y más específicamente, que tal impulso forma parte de la más íntima condición humana.
A lo largo de la Historia, todas las sociedades han establecido cauces para domar la pulsión guerrera, para canalizar –y hacer inocua- esa tendencia a la guerra que duerme en nuestra más profunda conciencia tribal. El Derecho, ciertamente, es el cauce más duradero. Pero también fue un buen cauce la limitación social de la posibilidad de guerrear a castas exclusivamente orientadas a ello (eso ha pervivido en Europa hasta 1789), o la ritualización de la guerra a través del torneo, donde el Campeón guerrea por toda la comunidad. Aquí es donde hay que incluir la dimensión antropológica del deporte: no sólo permite encauzar las energías físicas sobrantes de la gente hacia una actividad inocua, como acertadamente veía Arnold Gehlen –por eso es tan importante el deporte en grupos sociales excedentarios en energía física, como los jóvenes-, sino que, además, reproduce de forma incruenta la agresividad de la comunidad y la canaliza a través de la competición con el prójimo, como ha señalado Michel Maffesoli.
Es esta última característica la que confiere al deporte de masas su fuerza irresistible: los colores del equipo preferido son la bandera de la tribu, y el equipo, al jugar con otro, ritualiza sin sangre el combate tribal. Las banderolas, los cantos rítmicos o las pinturas de guerra sobre los rostros de los aficionados forman parte de la necesaria liturgia. Eso explica también por qué esos grupos de descerebrados neo-primitivos que se ha dado en llamar “neonazis” han escogido como escenario de sus efusiones precisamente los estadios de fútbol, y no otro marco. En el griterío del estadio resuena la voz de la horda primitiva con nitidez mucho mayor que en las campas de los partidos radicales.
Hay que insistir en que se trata de una horda neutralizada, y que su primitivismo es ritual e incruento. En cierto modo, y contra la opinión común, podríamos decir que el estadio de fútbol no sólo no es caldo de cultivo de la violencia frenética de las masas, sino al contrario, que el estadio ha neutralizado en gran medida esa violencia. Si hoy es prácticamente imposible imaginar escenas de masas callejeras como las que conoció Europa en los años veinte y treinta del siglo pasado, ello se debe en buena medida, a nuestro juicio, a que el deporte de masas ha aportado un escenario de neutralización donde la violencia se canaliza de manera incruenta y limitada. Los episódicos actos de violencia vandálica vinculados al fútbol no contradicen este análisis, sino que lo refuerzan, incluso cuando llegan al asesinato: son las brasas que saltan al apagar el fuego. Ciertamente, el hecho de que tales actos sean estadísticamente escasos no aminora su gravedad ni exime de responsabilidad a clubes y directivos: son desbordamientos que hay que combatir por pura responsabilidad social. Pero el carácter minoritario de la violencia material en el fútbol sí demuestra que el estadio es, ante todo, un escenario de neutralización ritualizada de la violencia. Y tal es el escenario donde irrumpe, con un atavío que en otro marco sería ridículo, el calzón corto del Campeón. Beckham se ha convertido en el Campeón por antonomasia.
Por cierto que la entrada en liza del Campeón genera también un efecto de rebote en los otros bandos. El hecho de que Beckham sea el Campeón con más excelsa armadura no significa que las tribus vecinas abandonen a sus paladines, sino al revés, significa que van a exigir de éstos cualidades más excelentes. Es ilustrativo que una de esas cualidades sea precisamente la del arraigo, es decir, aquello que el Campeón cosmpolita del tipo Beckham no posee. Así, en la publicidad con que el Málaga ha empapelado este verano las calles y los carteles de toda la provincia, vemos los rostros de los campeones locales y leemos, por ejemplo: “Yo no soy de Manchester. Soy de Torremolinos”. La alusión directa a la co-pertenencia tribal surte aquí el efecto de un recordatorio y también de una advertencia al aficionado: “No te equivoques: tu Campeón soy yo”. Este discurso se modula en el mismo tono que aquél que durante años compensó a los aficionados españoles por la sequía de títulos de nuestra selección: la fórmula “furia española” convertía la co-pertenencia tribal en una argamasa más sólida que la brillantez o la eficacia en el juego, e impelía al aficionado a seguir a los colores nacionales por razones que, evidentemente, iban mucho más allá de lo deportivo. Es la misma letra de una vieja canción: “Right or wrong, my country”.
Si el fútbol es una ritualización de la guerra primitiva, el arquetipo sobre el que cabalga el fenómeno Beckham es el del Campeón. El Campeón es un motivo habitual de las sociedades “agonales”, aquellas en cuyo imaginario juega un papel preponderante la acción y la competición: Europa o Japón, por ejemplo. Todas las culturas encuentran en el ritual de la competición una vía de afirmación colectiva; en las culturas agonales, esa afirmación se encarna en el Campeón de la ciudad, de la comarca, del país. Cuando proclamamos las glorias de nuestros grandes ciclistas o cantamos los laureles de nuestros grandes futbolistas no hacemos sino repetir esa pauta antropológica. También, por cierto, cuando celebramos los éxitos de nuestros grandes científicos con un discurso que tiene más que ver con la competición deportiva que con el camino del conocimiento, y en ese sentido encontramos en la prensa diaria ciertas perlas que, dejando de lado su aspecto cómico, presentan gran interés.
El Campeón es una figura en la que una comunidad reconoce lo mejor que hay en sí misma. Más aún: sólo el Campeón puede representar tal cosa, del mismo modo que sólo Ulises podía tensar adecuadamente su arco. Pero en el gesto individual de tensar un arco individual se restablece el orden colectivo. Esa figura se prolonga a través de los siglos y de las civilizaciones. Hay un antecedente legendario que es transparente: el de la batalla de los Horacios romanos contra los Curiacios albanos. Los Horacios son los campeones del pueblo romano, y el vínculo que une a Campeón y pueblo llega al extremo de que éste perdona al horacio superviviente el asesinato de su hermana Camila. El Campeón medieval es otro ejemplo transparente –lo es tanto más cuanto que nos consta el carácter ficticio o imaginario de muchos de esos campeones, al estilo de los caballeros andantes. Don Quijote quiere ser Campeón –le falta el pueblo al que encarnar en el combate. Si decimos que se trata de un Arquetipo en sentido junguiano, y no de una mera singularidad histórica de épocas pasadas, es porque la figura del Campeón reaparece constantemente en el comportamiento colectivo. A veces de forma poco conveniente, como suele ocurrir en los caudillismos; el caudillo es una materialización política del arquetipo del Campeón. Pero no es difícil rastrear el mismo sentimiento en el abierto personalismo con que los publicitarios abordan las actuales campañas electorales. También en este sentido el deporte es una prolongación de la política por otros medios. Un deportista como, en su día, Perico Delgado, puede llegar a expresar con un simple golpe de pedal toda la densidad afectiva que une a Campeón y comunidad, toda la profundidad del arquetipo.
Con todo, hay una diferencia esencial entre el Campeón así definido y el “fenómeno” Beckham: mientras que el primero está vinculado por definición a una comunidad determinada, el segundo es desarraigado, esto es, intercambiable. En Beckham sigue vigente el arquetipo del Campeón, pero ha cambiado su escenario afectivo: ya no es imprescindible el vínculo raigal a una comunidad. Así un chico de Manchester puede ser recibido con efusión propiamente erótica en Madrid. Más que a un Campeón de tipo medieval o nacional, como los que conocemos a través de la literatura clásica o como los que hemos conocido aún recientemente, el “fenómeno Beckham” se asemeja al tipo del campeón en la Roma imperial, al tipo de los aurigas o luchadores que competían en el circo. Estos campeones no luchaban menos arropados por el fervor incondicional de las masas. Por los viejos libros de García y Bellido sabemos que entre ellos hubo no pocos hispanos. Su destreza les permitía acumular sumas gigantescas –si lograban sobrevivir, condición ésta que no era común. En los campeones de la cuádriga o del gladio encontramos ese mismo aliento de Campeón desvinculado de los estratos más profundos de la identidad colectiva, un héroe desarraigado que despierta afectos extremos, pero limitados en el tiempo. Su memoria no perdura entre las gentes más allá del lapso durante el cual brilla la estrella fugaz.
¿Será ese el destino de Beckham? ¿Se eclipsará su fama por el hecho de que el arquetipo no comparta raíces con sus seguidores? Es difícil vaticinarlo. Por un lado, el arquetipo del Campeón que conocemos por la Historia siempre ha cumplido ese requisito de la comunidad de raíz con su pueblo. Cuando no ha sido así, el caballero con frecuencia ha degenerado en simple salteador de caminos, como los berserkires de la tradición escandinava. Pero, por otro lado, el fenómeno de la mundialización es algo tan estrictamente reciente que invalida el recurso al antecedente histórico: nunca antes se había dado tal permeabilidad entre identidades bajo el impulso de una sola civilización, como hoy ha logrado la civilización de la técnica. El Estado Mundial que vaticinaba Jünger se ha hecho realidad antes en la sociedad y en el mercado que en el propio Estado, y hoy millones de personas en todo el planeta orientan sus vidas a partir de ideas o de prejuicios que no tienen nada que ver su tradición cultural propia. En cuanto al concepto de arquetipo, hay que recordar que es universal por definición y que se despliega por igual en cualesquiera latitudes humanas. De modo que, sobre el papel, nada impide a priori que el “fenómeno Beckham” eche raíces, que se convierta en el Campeón que todo miembro de la tribu recuerde dentro de medio siglo con esa nostalgia que siempre inspira el recuerdo del héroe propio. Si así fuera, eso sería un síntoma de que el planeta ha llegado a la globalización de las conciencias.
Hasta aquí, lo que concierne al Campeón del fútbol. Pero en Beckham, como hemos visto, hay otras muchas dimensiones, y eso es lo que le confiere su carácter singular. Si Beckham sólo fuera un futbolista, su proyección no pasaría de la de otros grandes campeones: Di Stéfano, Kempes, Maradona, Ronaldo, Zidane… Pero Beckham es mucho más que un futbolista, y su icono no circula sólo en los lugares de culto del aficionado, sino que actúa como soporte para otras muchas cosas. También en esto Beckham merece ser concebido bajo el signo del Campeón arquetípico. Porque éste no era sólo un luchador diestro, sino que además llevaba sobre sí el universo de valores de su comunidad. El campeón reproduce un cierto esquema de valores, el esquema de valores de la sociedad en la que afirma su liderazgo. Por ejemplo, el citado campeón horacio de la tradición romana que vence a los Curiacios simboliza no sólo el valor guerrero, sino también la fidelidad a la ciudad por encima de todo (por eso mata a su hermana Camila, y por eso el pueblo le perdona) y, además, el carácter inequívocamente patriarcal de la estructura social (aunque la ciudad le perdona, el padre del horacio y de Camila venga la muerte de ésta haciendo pasar a su hijo debajo del yugo), es decir, dos ideas fundamentales en el universo de valores romano. Pues bien: ¿Cuál es el universo de valores del campeón Beckham?
Del mismo modo que el horacio encarna algo más que la destreza guerrera, Beckham encarna mucho más que la destreza deportiva. Esas destrezas son sólo el trampolín que eleva al Campeón y lo hace visible; lo verdaderamente importante es lo que viene después.
Para empezar, Beckham simboliza el valor del éxito. Precisamos: el valor del éxito en sí mismo, del éxito como valor. Lo que convierte a Beckham en un excelente icono multiusos es el hecho de que la gente se acerca a él no porque sea deportista, sino porque es famoso. Sus comparecencias públicas ofrecen el aspecto de multitudinarias concentraciones sin objeto, sin más objeto que el mismo Beckham. En ellas Beckham no hace nada especial: se limita a estar, y es exactamente eso lo que la gente busca. Nadie le pide que haga nada, no ya una exhibición de balón, ni siquiera unas palabras o una sonrisa; sencillamente, él aparece y eso es todo. El éxito no es un valor contemporáneo: es tan viejo como la competencia. Lo que ha variado es su manera de medirlo, su plasmación social. El valor del éxito, hasta hace pocos años, se medía en acción social: uno triunfaba cuando había construido algo grande y admirable; en ese sentido el éxito era un valor derivado, secundario, pues era consecuencia de una acción. Hoy el valor del éxito ya no se mide en acción, sino en presencia social: triunfa quien está ahí, en la palestra permanente de la fama, lo cual es una consecuencia directa de la sociedad-espectáculo; la mera presencia ya es signo de éxito. Fenómenos tan característicos como el del “famoseo”, que no es empero un caso tan sólo español, dan cuenta de este proceso: uno no consigue el éxito haciendo algo, sino estando presente en la escena. Beckham, que inicialmente se hizo famoso por la combinación de fútbol y belleza (una forma de acción), desde hace años basa su éxito en presentarse precisamente como el hombre del éxito, la encarnación del éxito, el símbolo del éxito como valor en sí.
Además de exitoso, Beckham encarna el valor de la juventud. Su icono se ha convertido en soporte comercial de innumerables productos “jóvenes”. Esto no se debe al hecho de que Beckham sea todavía físicamente joven: la juventud es un valor relativo –un adolescente de quince años no juzgará joven a un caballero de treinta. Por otro lado, la comercialización ha estirado los umbrales de lo que es juventud hasta el último grado de la disponibilidad de consumo, de modo que hoy se es “joven” con una edad –catorce, quince años- que hasta hace poco se sumergía todavía en la niñez, y se sigue siéndolo hasta pasados los cuarenta. Beckham no encarna el valor de la juventud por su edad, sino porque su icono se presenta deliberadamente como imagen de lo joven.
Sabemos que la juventud como valor es un fenómeno reciente: data del primer tercio del siglo XX. Hasta finales del siglo XIX no hubo propiamente “juventud”: se pasaba directamente de la niñez a la edad adulta. En la cultura anterior encontramos frecuentes invocaciones a la juventud (por ejemplo, cuando el relato llora la muerte de un héroe joven), pero esa invocación tiene por objeto hacer patente la tragedia de una vida truncada en la plenitud de su fuerza física, en modo alguno otorgar a la juventud un valor específico en sí. Quienes otorgan un valor suplementario a la juventud en sí misma son las vanguardias de finales del siglo XIX y, sobre todo, los partidos políticos radicales del primer tercio del siglo XX, que enarbolan lo joven como metáfora de nuevos amaneceres. Después, la complejidad creciente de las sociedades modernas se encontrará con que los periodos de formación son cada vez más dilatados, y así va creciendo un grupo social que ya ha dejado atrás físicamente la niñez pero que aún no se ha incorporado a la vida laboral, que es el signo de la edad adulta. El valor “moral” que se atribuye a la juventud en las sociedades modernas se ha unido a la cantidad creciente de jóvenes –dotados además de poder adquisitivo autónomo, como fruto del desarrollo económico- y así ha terminado configurando un grupo social al que todos se disputan, así en la política como en el comercio. Todos pugnan por aparecer como jóvenes. A veces eso conduce a casos abiertamente patológicos, como el del cantante Michael Jackson. El caso de Beckham no es patológico, pero resulta obvio que “lo joven” forma parte esencial del soporte del icono: los peinados, la indumentaria, el ambiente del que se rodea, incluso cuando esos peinados o esa indumentaria rozan lo grotesco.
Beckham, joven y famoso, encarna además el valor del dinero –no el coste, sino el valor, y no el valor económico, sino el valor moral. La ostentación cumple aquí una función ritual imprescindible: los coches de lujo y las limusinas, la mansión, los modelos inasequibles para el resto de los mortales… Es sabido que el lujo no forma parte de las virtudes modernas originales. Los primeros grandes burgueses huían de él, considerado como vicio de los aristócratas. Los valores burgueses siempre han primado la austeridad, y el lujo nunca dejó de ser sentido como algo moralmente negativo. Las exploraciones de Werner Sombart son a este respecto determinantes. Pero eso cambia con la aparición de lo que Veblen llama “clase ociosa”, a caballo entre los siglos XIX y XX: en ella, la ostentación se convierte en atributo público del afortunado. Es verdad que la cultura occidental de las dos posguerras mundiales –y sobre todo de la segunda- volvió a primar el valor de la austeridad sobre el lujo, pero eso fue hasta que, hacia los años sesenta, un periodo dilatado de paz y un crecimiento económico nunca antes visto volvieron a disparar la ostentación individual como prueba de la prosperidad colectiva. Los últimos treinta años han dejado en nuestra memoria manifestaciones evidentes de esa función social de la ostentación, manifestaciones particularmente ligadas al auge de la economía financiera y a su puesta en escena en la sociedad-espectáculo.
Pues bien: la función del icono Beckham a bordo de sus potentes automóviles de lujo no es muy diferente. Con una precisión: como quiera que la prosperidad de Occidente viene envuelta en una permanente incertidumbre, la ostentación podría llegar a ser mal vista si no fuera acompañada de gestos “sociales” que, por otra parte, satisfacen los requisitos de la “political correctness”. Así nuestro héroe combina la ostentación de su vida individual con frecuentes gestos “solidarios” para entidades benéficas de todo género, gestos que, evidentemente, también requieren una puesta en escena. El Campeón, a bordo de su automóvil de lujo, rodeado por guardaespaldas e iluminado por los flases de los fotógrafos, se acerca a los necesitados y les entrega su óbolo. Lo que aquí seduce a las masas no es el beneficio que la dádiva aporta al necesitado, sino el hecho de que sea el hombre rico quien demuestra buen corazón. El valor que sale reforzado en esa estampa no es el de la solidaridad, sino el del dinero a través de la ostentación generosa.
Es muy importante subrayar esa atención del icono Beckham por satisfacer al pueblo en cada uno de sus gestos. En la sociedad-espectáculo, la cantidad de público que uno pueda convocar es un factor determinante, como lo es la cantidad de consumidores en la sociedad de mercado. Por eso el icono no se nos presenta sólo como rico, joven y famoso, sino también como vulgar, es decir, como igual que todos, como “un hombre cualquiera”. No cabe aquí el gesto arrogante u orgulloso del vencedor. Así Beckham se hace una tortilla en su casa con el delantal, o saca a pasear al perro, o se manifiesta abrumado cuando las masas acuden a su reclamo. “Es increíble, es increíble”, musita Beckham al reportero mientras el manager comercial del icono hace balance de los ingresos. Es decisivo que, en el trance del baño de masas, Beckham se comporte como “un hombre cualquiera”. Este qualunquismo (hubo en Italia una corriente literaria que se llamó así) es un requisito fundamental en la presentación pública de la gente relevante. El observador atento lo habrá verificado en los discursos de los medios de comunicación: los príncipes acuden a sus clases “como un estudiante más” y los grandes líderes se van a la playa “como cualquier ciudadano”. Ese pronombre indeterminado, “cualquiera”, precisamente por indeterminado, cumple una función básica dentro del discurso social; es la melodía de fondo de las sociedades democráticas, donde el gran hombre debe imperativamente manifestarse como “igual que otro cualquiera”. Así Beckham.
Una palabra más sobre este carácter “democrático” del icono. Hemos dicho que la vulgaridad del icono es un requisito elemental en las sociedades democráticas. Para disipar malentendidos, hay que apresurarse a precisar que, a despecho del lenguaje habitual de políticos y periodistas, “sociedades democráticas” no es lo mismo que “sistemas democráticos”. Los sistemas democráticos son aquellos sistemas políticos basados en la participación del ciudadano en los asuntos del poder, generalmente por la vía del sufragio representativo. Las sociedades democráticas son otra cosa: son sociedades en las que el principio de igualdad tiende a extenderse indiscriminadamente en esferas diferentes a la de la política, como la ética, la estética, la ciencia, la religión, etc. El término sociedad democrática –y sobre esto ha escrito con mucho tino Ignacio Sánchez Cámara- no define una realidad política, sino una realidad sociológica. Se trata de sociedades donde la cantidad de asentimiento es un factor determinante a la hora de imponer, por ejemplo, el gusto de las modas o la validez de las opiniones. Y la sociedad-espectáculo, en la medida en que reclama el asentimiento del mayor número de espectadores, es una sociedad democrática. En ese escenario, el gran hombre, el líder, el Campeón tiene que hacer permanentes gestos de cercanía, más aún, de igualdad para con el público. Y esto es algo que uno percibe constantemente cuando observa las evoluciones de Beckham ante los seguidores del Campeón.
El icono Beckham, pues, reproduce el arquetipo del Campeón tribal en un contexto cosmopolita, desarraigado, y enarbola valores típicos de la sociedad-espectáculo como son el dinero, la juventud, el éxito y la vulgaridad. Pero para que el producto sea adquirido por grandes masas se hace preciso, además, que el relato pueda modularse en diferentes tonalidades, es decir, que haya un Beckham para cada grupo social. El soporte Beckham transmite esa multiplicidad de relatos con una ligereza y una eficacia que nunca habíamos visto antes.
Está, ante todo, el relato del joven pobre que escala las cumbres más altas de la gloria con la sola fuerza de sus manos, o mejor dicho, de sus piernas. La biografía de Beckham insiste en presentar al futbolista como un joven de recursos sociales y económicos limitados, en el seno de una familia sólo difícilmente acomodada; uno más de esos cientos de miles de jóvenes que en la Inglaterra industrial vuelan demasiado cerca del fracaso escolar, el paro y la marginación. Es ese joven el que, a fuerza de golpear y golpear el balón como Aladino frotaba la lámpara, termina adquiriendo una destreza que hace aflorar sus dotes naturales para “el dominio del esférico”. El estrellato llega después como confirmación de que ese joven cualquiera merecía la bendición de la Fortuna, que aquí no es un sustantivo, sino una diosa.
Igualmente comparece en el icono Beckham el relato del amor verdadero que triunfa sobre las veleidades de la juventud y la pasión. Centenares de páginas de revistas y de minutos en televisión se han dedicado a glosar la edificante historia de esa joven estrella del fútbol, quizá demasiado joven para el triunfo, que oscila entre la conciencia profesional del deportista, el rigor del entrenamiento y la dieta, y la tentación de la vida sin freno que disipa dinero y juventud en locales nocturnos y placeres de lujo. Lo edificante de la historia reside en que Beckham no cede a la tentación, se entrega al rigor de la disciplina deportiva, rehuye compromisos sentimentales efímeros y, como recompensa, aparece el verdadero amor: la cantante Victoria Adams, sex-symbol de la sociedad-espectáculo, la más elegante y refinada de las Spice Girls, que desde la cumbre de su éxito baja a besar la frente del Campeón. Comieron perdices.
La incorporación de Victoria Adams permite adherir al icono Beckham dos relatos más. Uno, construido a partir de un suceso ciertamente lamentable, es el relato del padre que ha de atravesar por la dura prueba del dolor: el secuestro del hijo. Se recordará que el hijo de Beckham y Victoria Adams fue secuestrado por un malhechor que pidió un cuantioso rescate. Las vicisitudes del suceso son aquí lo de menos; no estamos hablando de David Beckham como una persona, sino de un icono que lleva su nombre. Pues bien: en el paisaje del icono, el episodio del secuestro del hijo aportó a la imagen del Campeón una pátina de nobleza. En todo relato el dolor ejerce una función catártica. Así el dolor del matrimonio Beckham disolvió los elementos de frivolidad aún adheridos a la imagen de los jóvenes triunfadores y dotó a ésta de un aire distinto, ese aire que permite a cualquier persona compadecerse del sufrimiento del prójimo. En lo que concierne específicamente al icono Beckham, el dolor subraya la condición del Campeón como padre bondadoso y amante, capaz de sufrir por la pérdida –por fortuna, sólo transitoria- del hijo.
El segundo relato aportado al icono Beckham por su matrimonio con Victoria Adams es el del favorito de las Musas: el Campeón se eleva sobre sus hazañas de fuerza y riqueza cuando, además, recibe la bendición del arte, de la belleza y del amor. Evidentemente, esas Musas no podían habitar en continentes restringidos –la música sinfónica, la literatura, etc.-, sino que su hogar por fuerza debía hallarse en terrenos accesibles a todos: la música pop más comercial. Por cierto que el matrimonio con Victoria Adams propició algo así como una conjunción de iconos: Beckham cobró notoriedad con ese enlace como la Adams, ya en la fase descendente de su carrera, alargó su presencia pública; de hecho, es la única Spice que ha conquistado presencia más allá de la farándula comercial. El hecho es que un Campeón favorecido por las Musas adquiere rasgos que le elevan sobre la condición de héroe guerrero y que lo convierten en algo muy superior. Así, Beckham.
Toda esta multiplicidad de relatos convierte a David Beckham en un soporte comunicacional extraordinario: su icono habla a los aficionados al fútbol, habla a las jóvenes, habla a los aficionados a la música, habla también a los padres de familia o a los aficionados a las historias románticas. Tales rasgos han sido fruto directo de la vida real de Beckham o han venido incorporados por la mercadotecnia, pero esa distinción es ya lo de menos en alguien que ha dejado ser persona para convertirse en icono. Y en tanto que tal icono, Beckham despliega su poderío en el marco de fuerzas que son constantes en el género humano: unos ciertos arquetipos, unas ciertas imágenes que el hombre reconoce como parte de lo más íntimo de sí.
Lo que vaya a pasar con el fenómeno Beckham en España es una incógnita. De momento, basta permanecer unos minutos en cualquier asamblea popular (en la panadería, en el bar, en la peluquería –también en las de señoras) para constatar que el Campeón ha sido aceptado. Ahora bien, con frecuencia los españoles, tradicionalmente, han tendido a comportarse con sus ídolos como ciertos pueblos primitivos con sus reyes: nunca cabe descartar el sacrificio cruento del monarca en caso de malas cosechas. Es posible, pues, que el héroe sea inmolado si no satisface las altas expectativas suscitadas. Esto, en todo caso, no afectará a Beckham ni a ese mito que lleva inscrito consigo: como ya hemos visto, uno de los rasgos fundamentales de estos iconos es su transterritorialidad, su ausencia de arraigo cultural y geográfico, su facultad de despertar adhesiones afectivas en cualquier parte de un mundo cada vez más homogéneo; lo mismo ejercen su influjo en Manchester que en Madrid, en Nueva York que en Nairobi, en Moscú que en Tokio, donde, por cierto, siempre hay mucho dinero dispuesto a circular y mucha gente dispuesta a ser movilizada, lo cual convierte al Japón (o a Corea, incluso a China) en un marco idóneo para el desarrollo de estos acontecimientos mediáticos.
El Campeón ya está entre nosotros. Es hora de tomar apuntes para completar el relato.