(Conferencia)
Hay unos cuantos negocios en los que no rige ese viejo principio de que “el cliente siempre tiene razón”. Se trata de negocios encarnados en profesiones; negocios en los que la cosa funciona al revés: lo que el cliente espera es que seas tú quien tiene razón. Y si no la tienes, pierdes el negocio. Eso pasa en las finanzas, en la abogacía, en la medicina… También en el periodismo. Es verdad que hay una diferencia de matiz: en las finanzas, la abogacía o la medicina el cliente suele importar un bledo, mientras que en el periodismo se le concede una gran importancia. Al fin y al cabo, aquí no vivimos de reglas que sólo entienden unos cuantos iniciados, jergas científicas o técnicas, herméticas para el común de los mortales; aquí, en el periodismo, vivimos de una materia que casi todo el mundo conoce y sobre la que casi todo el mundo sabe –o cree que sabe- formarse una opinión: la actualidad, la vida pública. Y justamente porque es pública, la gente considera –y bien considerado está- que tiene derecho a saber. Y que tiene derecho –y lo tiene- a exigirle al mediador, esto es, al periodista, que tenga razón.
Esto que acabo de decir puede parecer un poco cínico, pero a mí me parece lo contrario: me parece un ejercicio de humildad absolutamente imprescindible si uno quiere situarse correctamente en el ejercicio de esta profesión. Cuando uno adorna con su firma las páginas de un periódico, no lo hace para la posteridad, para derribar gobiernos, para influir en la marcha del mundo ni para todas esas cosas que uno sueña cuando estudia periodismo –uno las sueña, por lo general, en noches previas a los exámenes, cuando el café dispara sus efectos. No, no: uno no escribe en un periódico para nada de eso. Por muy buenos que seamos, nuestra obra del día terminará al día siguiente envolviendo una merluza (o un jurel), convertida en gorrito de papel para algún niño o, como en aquella vieja serie, Lou Grant, sirviendo de alfombra higiénica para la jaula de un canario (las versiones digitales, ni eso). Cuando uno escribe en un periódico, lo hace para contarle algo a un señor o a una señora con nombre y apellidos, gente generalmente más esforzada y más lista que uno, gente que vive como todos, con hipotecas, con hijos, con un trabajo grato o ingrato, y que, además de todo eso, todavía tiene estómago para interesarse por lo que pasa en el mundo, para tratar de entender lo que ocurre a su alrededor; gente, en definitiva, que quiere ser algo más que un simple individuo anónimo y que quiere ser un ciudadano. Para lo cual necesita que el periodista, que es su mediador, tenga razón: necesita que, ya hablemos de televisión, de fútbol, de política o de crónica rosa, lo que digamos sea verdad. Y que con esa verdad, él, el lector, el ciudadano, pueda afirmar su lugar en la ciudad, en la convivencia colectiva. Créanme: el verdadero héroe del periodismo no es ni el intrépido reportero ni la estrella de fama galáctica, sino el lector. Nosotros escribimos, entre otras cosas, porque nos pagan. Ellos pagan para leernos. Debería ser suficiente para arrodillarse ante ellos y pedir su bendición.
Todo esto que les estoy contando tiene más importancia práctica de lo que parece. Porque uno de los vicios permanentes del periodista, y sobre todo del columnista, es escribir para destinatarios distintos al público que compra el periódico. En la información sobre televisión, por ejemplo, y sobre todo en la crítica, es común encontrar textos que han sido visiblemente escritos para que los lea una persona determinada: una estrella de la tele, un programador, un productor de programas, quizás un grupo financiero de esos que tiran millones de euros por la ventana de la caja de luz. Esto no es reprobable en sí mismo; todos lo hemos hecho alguna vez, generalmente presionados por las circunstancias; por otro lado, el “mensaje cifrado” es uno de los condimentos más sutiles de esta profesión. El problema es cuando eso se convierte en una práctica cotidiana, cuando llega a haber columnistas que siempre, invariablemente, escriben para ser leídos en tal o cual grupo de poder o de influencia. Y no sólo eso, sino que hay periódicos que los acogen bajo la certeza de que Fulanito es muy leído en tales o cuales círculos concretos, y por esa exclusiva razón. Cuando eso ocurre, la naturaleza del mensaje se desvirtúa.
Esto, ciertamente, no es una novedad en el periodismo: la nuestra es una profesión históricamente reciente, joven (hace sólo un siglo todavía estábamos en la fase salvaje de la evolución humana), pero, pese a su juventud, avezada en el logro de acumular en poco tiempo todos los vicios posibles. También este vicio de camuflar como público lo privado. Lo que sí es nuevo es que tal práctica sea incluso aceptada por las empresas como algo rutinario, normal, hasta benéfico. Aquí hay alguien que siempre sale perdiendo: el lector de a pie, ese ciudadano que compra el periódico para enterarse de lo que pasa y que puede encontrarse con visiones deliberadamente deformadas de las cosas. En un periódico de Madrid, yo tuve que escribir una vez un editorial sobre una célebre empresa cementera con el único fin de agradar a un entonces pujante banquero. Es verdad que el editorialismo es un oficio que tiene esas servidumbres. Pero no puedo decir que esté particularmente orgulloso de esa hazaña.
Naturalmente, me dirán que todo esto es, técnicamente hablando, legítimo. Lo es, sin duda. Al fin y al cabo, cuando hablamos de “receptores” del periodismo estamos hablando de todos, y en ese “todos” caben tanto los lectores de a pie como los encuadrados en grupos concretos. Así el editorial puede cumplir una función de influencia sobre la vida concreta de la economía o la política. Pero aquí podemos poner en peligro el primer axioma: que el lector espera que uno tenga razón. Y es difícil tener razón cuando se escribe bajo la presión de un grupo de influencia, sea político, económico o de otro género.
Bien es cierto que, en otro plano, esa versatilidad de pluma que caracteriza al editorialismo no deja de tener sus rasgos notables, incluso de puro virtuosismo. En la profesión se dice con frecuencia que el editorialismo es uno de los “géneros nobles” del periodismo. Seguramente es verdad, en la medida en que un editorial es la voz del periódico, de la empresa, de la casa, y en ese sentido tiene algo de doctrinal, de principios que están más allá de los vaivenes de la noticia. Pero a mí me gustaría subrayar que el editorialismo me parece noble, sobre todo, en lo que concierne a la primera persona del singular, es decir, a lo que nunca aparece en el editorial, que es el editorialista, el señor que lo escribe. Y digo que me parece singularmente noble por lo que tiene de renuncia a la propia identidad, a la propia firma, incluso a la propia opinión –y a la propia razón- para adaptarse a lo que el periódico decida.
Me perdonarán que ponga ejemplos personales, pero es que son los que me quedan más a mano. Yo me inicié en el editorialismo en ABC, en 1989. Fue un año movidito: se cayó el Muro de Berlín, en Pekín ocurrió la matanza de Tienanmen, en Rumanía derrocaron y cazaron a Ceaucescu… Tuve dos maestros, dos viejos periodistas que afrontaban ya su jubilación. Uno era Diego Jalón, que empezó a hacer periodismo en la República y que luego se reconvirtió en la prensa monárquica. El otro fue Salvador Latorre, ex combatiente de la División Azul que hizo carrera en la prensa del Movimiento y pasó al monarquismo después. Los dos eran muy viejos; ambos han muerto ya. Recuerdo muy vivamente las discusiones entre Diego y Salvador, que eran casi diarias y, además, muy vehementes, como ocurría con los españoles de esa generación. Esas discusiones eran prodigios de argumentación lógica (y también de mala leche). Pero lo más prodigioso era que ambos abandonaban por completo su vehemencia, su personalidad, sus propias opiniones, incluso su mala leche, cuando se trataba de hacer un editorial: entonces dejaban su identidad personal en el armario y quien escribía era ABC. El primer ejercicio que me pusieron, el día que me incorporé a la sección de Opinión, fue un editorial sobre un asunto que entonces no era menor: RTVE, dirigida en aquel momento por Luis Solana, había decidido suprimir el boxeo de la programación del canal público. Tuve que hacer un editorial defendiendo la supresión del boxeo. Cuando lo terminé, me dijeron: “Ahora, defiende lo contrario”. Y lo hice, claro. Uno de los dos se publicó. Ya no recuerdo cuál, pero lo mismo da: los dos editoriales tenían razón.
Antes decía que eso de tener razón debía predicarse de todas las facetas del periodismo: haga uno opinión o haga información, y haga el tipo de información que sea. Ahora me gustaría aplicar este precepto al género que yo transito con más asiduidad –en realidad, exclusivamente- en los últimos años: el columnismo. Y aquí la cuestión es tanto más interesante desde el momento en que el columnismo es, por definición, el género más libre de la prensa: cada cual expresa su opinión y tales opiniones, por lo general, tienden a no coincidir sino consigo mismas. ¿Cómo podemos, en esas condiciones, pedir a todos los columnistas que tengan razón? Los habrá que sí y los habrá que no. Y si Fulano dice A y Mengano dice B, entonces hay alguien que no tiene razón. Bien, eso es cierto. Lo que pasa es que en periodismo hemos de ser más modestos todavía. A lo que hemos de tender es a intentar tener razón, lo cual exige una cierta honestidad intelectual. Y al mismo tiempo, hemos de hacerlo de tal modo que el lector quede convencido de que tenemos razón, lo cual, por su parte, exige una cierta destreza argumentativa y lógica, además de alguna capacidad de empatía emocional. Como este es un seminario esencialmente práctico, me gustaría ceñirme a esta última cuestión: cómo hacer las cosas para que lector –el lector que aquí hemos llamado “de a pie”, esto es, el receptor del discurso escrito- piense que tenemos razón.
De entrada, hemos de tener presente que escribir en un periódico determinado ya nos destina a un público determinado. Cada cabecera marca un cauce de opinión, un cauce de razón. Los periódicos tienen líneas editoriales más o menos definidas, y los lectores, en general, suelen elegir tal o cual periódico, entre otros motivos, por su línea editorial, porque se hallan cómodos en ella. No sé si hay estudios sobre los movimientos de público de un periódico a otro en función de los cambios de la línea editorial. Pero todos hemos conocido cambios de ese género.
Yo viví uno en primera persona: el del diario Ya, que pasó del catolicismo confesional de Edica (la Editorial Católica) al neoliberalismo con gotas cristianas de “Capitol” (o viceversa, según el día y la sección que uno leyera) y, después, al humanismo moderado del Grupo Correo, hoy Vocento. Otros periódicos de la vieja Edica conocieron ese cambio. En las cabeceras provinciales, el cambio accionarial apenas supuso nada: eran diarios de posición consolidada, casi siempre líderes en su ciudad, con un público fijo y firme y, además, con una significación ideológica bastante clara, en torno al centro-derecha cristiano. En el Ya, por el contrario, los cambios fueron letales: hubo una fuerte confusión en la línea ideológica, ABC se apresuró a recoger la bandera confesional, el Ya perdió pulso y público al mismo tiempo, y cuando el Grupo Correo lo adquirió, en 1990, ya había entrado en barrena. Aún se pudo invertir la corriente durante unos meses, remontar la tirada, y no sobre la base de la vieja línea editorial confesional, sino mediante estrategias comerciales basadas en las ediciones locales y comarcales. Pero la acumulación de problemas laborales y financieros era ya insuperable. El Ya, como ustedes saben, fue vendido a otro grupo y después a otro, hasta terminar en un lodazal. Una lástima. ¿Y sus lectores? Cuando vieron que el periódico había dejado de ser fiable, esto es, que había dejado de tener razón, empezaron a pasarse a otros: sobre todo a ABC, también a El Mundo.
Otro proceso semejante fue el que protagonizó La Razón –precisamente- respecto a ABC. En un determinado momento, el viejo diario monárquico apostó por romper amarras con la derecha de toda la vida, mientras su anterior director, fuera de la empresa, fundaba un diario nuevo. El trasvase de lectores de ABC a La Razón fue lento, pero constante. Sencillamente, la mayoría de esos antiguos lectores de ABC encontraban en La Razón lo que habían dejado de encontrar en su periódico. Y cambiaron de periódico.
Lo que quiero dejar patente con todo esto es que un periódico, una cabecera, representa también una forma determinada de ver el mundo. Y que el lector elige un periódico determinado precisamente porque está de acuerdo con esa forma de ver el mundo. Por las mismas razones, un columnista sabe de antemano cuándo será más o menos apreciado por el público en función de esa, digamos, ideología previa. Y del mismo modo, un periódico sabe –o debería saber- que hay un cierto tipo de columnistas que serán mayoritariamente apreciados por el público, porque comparte eso que hemos llamado ideología, y que hay otro tipo de columnistas que difícilmente van a encajar en el conjunto, porque están en una forma distinta de ver el mundo. En aras de la pluralidad ideológica, hay periódicos que tienen una ideología A e incorporan a sus páginas a columnistas de ideología claramente B. Lo hacen por razones de prestigio o por coartada intelectual. El caso más notorio que yo conozco es cuando el viejo líder sindical comunista, Marcelino Camacho, escribía para el ABC de Anson. La argucia tenía truco, y es que Camacho, además de comunista, era muy antigubernamental, esto es, antifelipista, de manera que la extravagante firma permitía matar dos pájaros de un tiro. Pero, incluso en esas condiciones, Camacho se esforzaba por adaptar su discurso al público al que se estaba dirigiendo; se esforzaba por hacer valer su razón ante gente que, en principio, estaba en sus antípodas.
Paréntesis: me dirán ustedes que no faltan periódicos que se caracterizan precisamente por su ausencia de línea ideológica, o por la fluctuación exagerada de esa línea. Es el ejemplo del diario El Mundo, donde uno encuentra columnistas de increíble diversidad e incluso, aún más, editoriales contradictorios de un año a otro. Bien, es cierto. Pero quiero llamar la atención sobre el hecho de que eso, esa volubilidad, también es una forma de ver el mundo –y, por cierto, particularmente extendida en unos tiempos tan indecisos como los que hoy vivimos. Ello al margen de que, vistas las cosas desde un marco más amplio, el carácter contradictorio de El Mundo no deja de guardar cierta homogeneidad: es verdad que un día puede defender una cosa y al día siguiente su contraria, pero nunca dejará de hacerlo en nombre del progreso. Eso ya es un talante.
Bien: quedamos en que cada cabecera tiene una ideología más o menos concreta, que esa ideología determina –o casi- la elección del medio por parte del lector, y que el columnista tiene que sacar las oportunas consecuencias de ese hecho, es decir, debe saber a qué público se dirige. ¿Significa eso que el columnista tiene que decir lo que estima que su público piensa? No. Significa que el columnista tiene que ser consciente de dónde y para quién escribe, porque según dónde y para quién escriba, tendrá que modular el discurso de una u otra manera, para que el lector vea que uno tiene razón. También por esta vía el receptor influye en el discurso escrito: lo encauza, por así decir.
Antes de seguir adelante me gustaría despejar un elemento que, estoy seguro, no se les habrá escapado, y que ya hemos mencionado antes, a saber: cómo aspirar a tener razón en un marco de pluralidad absoluta. Ya hemos señalado que aquí de lo que se trata es de intentar tener razón y de construir los argumentos de tal manera que, honestamente, uno los considere correctos. Pero también hemos visto que la cabecera marca el discurso, y que la razón no es la misma en un periódico que en otro. Permítanme un nuevo comentario sobre este asunto. En principio, en la vida todo es opinable menos las cuestiones de fe y las certidumbres aritméticas. E incluso éstas pueden serlo según en qué contexto. Aquí podemos aplicar lo que dice el filósofo Gadamer sobre los “espacios de verdad”: en determinados contextos, unas cosas son verdad y otras no; y en contextos distintos, lo que antes era verdad puede dejar de serlo.
Un ejemplo concreto, traído a nuestro campo: imaginemos una cuestión de gran actualidad, como es la globalización, e imaginemos tres espacios de verdad, tres contextos diferentes, como son, por ejemplo, ABC, El País y El diario de Navarra. Pues bien: en el contexto de ABC, la globalización es un hecho positivo porque supone la libertad creciente del Mercado, que es buena en sí misma; en el contexto de El país, la globalización es un fenómeno inevitable que debe ser corregido con las adecuadas políticas sociales; y por último, en el contexto de El diario de Navarra, la globalización es un hecho que puede ser positivo, porque estimula al mercado, pero sólo si se salvaguardan las bases de la solidaridad social. ¿Cuál de los tres tiene razón? Quizá ninguno, quizá los tres. Pero ahora no es eso lo importante. Ahora lo que importa es que, si ustedes se fijan, en cada uno de esos casos encontramos un eje, un elemento central, una columna vertebral que es la que determina el desarrollo del discurso. En el caso de ABC, ese eje es el mercado. En el caso de El país, son las políticas de gasto público. En el caso de El diario de Navarra, es la solidaridad social de talante cristiano. Así, y volviendo a nuestro ejemplo, el mismo fenómeno –la globalización- ofrece uno u otro color según el cristal con que se mira, y ese cristal está constituido por unos principios, por unos valores, que adquieren la función de premisa mayor. Luego cabría la discusión sobre cuál de esos principios –el mercado, la política de gasto público o la solidaridad social- debe predominar sobre los otros; es el tipo de debate intelectual que debería alimentar las páginas de los periódicos y las discusiones de los políticos; por desgracia, vivimos en tiempos de pensamiento cero.
Pero no pidamos peras al olmo y vayamos a lo nuestro. ¿Cómo puedo aplicar yo eso de los gadamerianos “espacios de verdad” a mi trabajo de columnista? Haciendo girar mi discurso en torno al principio o valor predominante en cada espacio, en cada medio. Imaginemos que mi postura personal es que la solidaridad social debe prevalecer. Entonces, si escribo en ABC, intentaré modular mi discurso del siguiente modo: “El mercado, para ser verdaderamente percibido como bueno en sí mismo, tiene que satisfacer requisitos elementales de solidaridad social”. Si escribo en El país, lo diré así: “La política de gasto público, para corregir eficazmente el fenómeno de la globalización, tiene que atender sobre todo a las necesidades de la solidaridad social”. Si escribo en El diario de Navarra no necesitaré esas reservas previas; podré explicar directamente que no hay política digna de ese nombre si no atiende sobre todo a la solidaridad social, principio que debe vertebrar tanto la libertad de mercado como el gasto público. En definitiva, se trata de situar las argumentaciones en el campo apropiado en cada caso. Así se escribe en función del receptor. Así me determina el lector mi discurso: no hace que mi opinión sea distinta –eso sería simple demagogia-, sino que me lleva a enfocarla de un modo distinto cada vez.
Ya hemos visto cómo se dibuja el campo de juego: cada medio tiene su propia atmósfera, una atmósfera que comparten periodistas y lectores. Ahora vayamos al juego, al cómo se juega, es decir, a cómo se hace una columna de tal forma que el lector vea que uno tiene razón. En esto, evidentemente, cada maestrillo tiene su librillo –lo tenemos incluso quienes no somos ni siquiera maestrillos. Yo lo que puedo aportar es mi experiencia personal, que en este campo concreto me parece, modestia aparte, estimable. Uno en esta profesión ha hecho de todo –desde editoriales sobre la caída del Muro de Berlín hasta entrevistas a Lola Flores, pasando por reportajes sobre poblados marginales-, pero a mí, verdaderamente, lo que siempre me ha interesado más ha sido el columnismo. Mi maestro en esta artesanía del folio y medio fue el finado Pedro Rodríguez: periodista en Arriba, creador de Tiempo, columnista en ABC…
Pedro Rodríguez fue una de las firmas más leídas de la transición. Se crió con Emilio Romero en Pueblo, como tantos otros (Cebrián, José María García, en fin…), y empezó a volar solo muy temprano. Yo lo conocí siendo estudiante: le hice un par de entrevistas para trabajos de la facultad y él me adoptó; me llevó a comer a su casa varias veces y me toleró preguntas tan estúpidas como esa de “cómo se hace una columna”. Era un gallego enorme y melancólico que escribía como los ángeles y cuya principal aportación, desde mi punto de vista, fue estetizar la columna política sin temor a las figuras literarias o a los giros poéticos. Si alguien puede reivindicar la herencia de González-Ruano en el periodismo político, ese era Pedro Rodríguez. Se murió demasiado joven y demasiado pronto, ya no sé si en 1984 o en 1985. Se murió porque tenía la singular costumbre de comer muy poco, pero acompañando sus frugales colaciones con un par de cubatas bien cargados y una docena de pastillas diversas que tenía expuestas en una estantería sobre la mesa de trabajo. Eso era excesivo para un cuerpo de casi dos metros y más de ciento veinte kilos. Yo no sé si alguien está en condiciones de reclamar su herencia. Lo que yo reivindico es, desde luego, su magisterio. Quizás esto les interese a ustedes poco, pero me parece que hablar de columnismo y no hablar de Pedro Rodríguez es dejarse el traje sin coser.
Les decía que lo mío era el columnismo, entre otras cosas por influjo de Pedro Rodríguez. Yo empecé a transitar ese género antes incluso de licenciarme: fue en el periódico docente El magisterio español, donde firmaba con el seudónimo de “El funcionario Peláez” –bastante chusco, ya lo sé: hoy no lo haría- una columna de crítica severa al gobierno socialista, acogido a la generosidad infinita de Francisco Javier Bernal, director del Magisterio y profesor mío en Periodismo, y que falleció algunos años después. Era 1985 o 1986, creo, y entonces estaban implantándose las reformas del ministro Maravall. Después, en 1987, entré en ABC y allí me dejaron publicar otra columna en un invento de Ansón para captar público juvenil: eran unas páginas en el viejo huecograbado que se llamaban “Gente y aparte”, publicadas bajo la responsabilidad de Ignacio Ruiz Quintano, el cual, por cierto, terminó siendo defenestrado. (Repaso ahora los nombres que han venido salpicando mi exposición y constato, con alivio, que Ruiz Quintano no ha fallecido. No saben ustedes cómo envejece eso de echar la vista atrás y descubrir que tanta gente que ha hecho camino con uno ya no está. En fin…). Esas columnas de ABC eran “Nuestros fluidos corporales”, que tomaba el título de un pasaje de la película de Kubrick (Teléfono rojo: volamos hacia Moscú), y “Estultifera navis”, que hacía referencia a la medieval “nave de los locos”. Cuando pasé de ABC a Ya, en 1990, llevé otra columna: “La corrala”, con el heterónimo “Julio Echevarría”, que era una crónica diaria, muy crítica –y a veces bastante salvaje-, de carácter social y cultural, y luego, al año siguiente, comencé la columna diaria de crítica de televisión, que pasó del Ya a los periódicos del Grupo Correo y ahora, además, a los que la adquieren a través de Colpisa. Hoy publico todos los días en unos veinticinco periódicos, lo cual hace de mí, por puro azar aritmético, el columnista más leído de España. Con la crítica de televisión llevó doce años y medio, todos los días, sin más pausas que las vacaciones de verano. Así que soy el decano de la crítica de televisión en España. No lo tomen como jactancia: lo digo con el ánimo del preso que ya ni cuenta los días. En realidad, es atroz.
Ustedes se preguntarán: “¿Por qué me cuenta este hombre su vida? Nos iba a explicar cómo se hace una columna y se ha puesto a contarnos cuántas columnas ha hecho él”. Bueno. Es que, como ya he dicho antes, una parte importante del trabajo de escribir en periódicos es hacer ver al lector que uno tiene razón. Y con esto que acabo de contarles, ustedes, quizá, no me den la razón, pero al menos no pondrán en duda que este que les habla sabe cómo se hace una columna. Llámenlo estrategia preventiva, si les parece bien.
Una vez que uno se ha colocado delante de la pantalla del ordenador, sabiendo ya dónde escribe, para quién y qué quiere contar, el trabajo restante puede definirse así: “Cómo razonar con éxito durante tres minutos”.
Tres, cuatro minutos: eso es lo que el lector le va a dedicar a uno. Eso es lo que tarda en leerse el folio, el folio y medio que compone la columna. En esos tres o cuatro minutos, uno tiene que haber sido capaz de atraer al lector, llamar su atención, contarle algo que éste haya juzgado interesante, explicarle algo que no sabía, conquistar su anuencia y su aprobación. A veces ocurre que el lector repite la lectura; no es frecuente que lo haga porque no haya entendido nada –el lector no suele tomarse tantas molestias: si algo no le interesa, lo deja atrás-, sino que entonces puede suceder que al lector le haya gustado tanto que te lee dos, tres veces. Eso, para el columnista, es algo comparable al gol de Macelino: una de esas proezas que te compensan toda una vida. Lo mismo que cuando te enteras de que alguien ha leído algo tuyo al grito de “sí, señor”. Eso tiene tanta importancia como conquistar el Nanga Parbat sin oxígeno y con las manos desnudas. No ocurre todos los días. Ni siquiera todos los años. Pero a veces ocurre, y es una satisfacción infinita.
Tres, cuatro minutos, digo: ese es el tiempo que el lector me va a dedicar, y eso con suerte. No hay tiempo que perder. Ante todo, uno tiene que saber de antemano qué quiere decir. La columna puede redactarse en veinte minutos, en media hora. Pero antes ha habido un trabajo largo, delicado, para dar con las tres o cuatro frases que van a llevar la artillería. ¿Qué le quiero decir yo a ese ciudadano al que no conozco, pero que sé que me lee? Eso es todavía más importante que la elección del tema. Ustedes me dirán que lo más importante es elegir el tema. Pues no: eso es importante, sin duda, pero la mayor parte de las veces la elección nos viene impuesta por las circunstancias. El columnismo, incluso cuando se trata de columnas de autor, desvinculadas de una sección concreta, siempre está sometido a la actualidad, y es ésta la que manda. Unas veces será la noticia del día; otras, alguna averiguación que uno haya podido hacer y contar como exclusiva; otras, en fin, el programa más visto del día o el escándalo de la jornada. El hecho es que el tema sobre el que se escribe, por lo común, viene casi solo. Y entonces llega lo verdaderamente difícil, la clave de este trabajo, que es, ya digo, seleccionar los mensajes que uno va a dirigir al lector y plasmarlos en frases, en ideas, en fórmulas expresivas que son las que luego, si hay suerte, el lector va a recordar como “Esparza ha dicho tal o cual”. Para el informador de noticias, lo importante es el suceso, el hecho, la noticia; para el columnista, lo importante es qué vamos a decir sobre ese hecho, sobre esa noticia.
Recapitulamos, si les parece: estamos en un medio determinado, es decir, ante un público determinado, cuyos valores nos hemos esforzado por conocer; tenemos un asunto del que hablar, que es algo que nunca falta, y sobre todo, hemos estado pensando unas cuantas horas (bueno, tampoco exageremos: hemos estado pensando, tout court) en los mensajes que vamos a enviar, en qué vamos a decirle al lector. Técnicamente hablando, yo lo que hago es escribir esas ideas en la página antes de empezar a redactar la columna, y las pulo hasta encontrar una forma expresiva adecuada. Después podré incorporarlas tal cual al texto, o no; eso lo da el propio decurso de la columna. Pero, en todo caso, me ayudan a no perder el norte del texto.
Hecho todo esto, llega la hora del guiso: escribir el folio, el folio y medio, de tal manera que al lector le quede patente que yo tengo razón. Aquí hay más de técnica que de arte. Pero no crean ustedes que el reto puede solventarse mediante fórmulas del tipo “venda usted un coche en tres minutos”: las cosas son un poco más complicadas.
Hay muchas formas de argumentar. La más socorrida y a veces más práctica, por su elegancia clásica, es la del silogismo: habiendo A, y dado que B, entonces C. Por ejemplo: Antena 3 emite a las siete de la tarde un programa, El diario de Patricia, que es contraproducente desde todos los puntos de vista; esa hora, las siete de la tarde, abunda en público infantil, el cual está expresamente protegido por la directiva comunitaria “Televisión sin fronteras”; en consecuencia, Antena 3 está incumpliendo esa directiva y lo que debe hacer es retirar ese programa o, cuando menos, cambiar su horario. Esta argumentación elemental es, por así decirlo, la columna vertebral del muñeco. Su rostro, su identidad, son las ideas centrales de las que hablaba antes: lo que yo quiero contarle al lector, el mensaje principal. Esto, de todas maneras, puede presentarse al lector bajo formas muy diferentes. Por ejemplo, a veces es más útil comenzar con un caso concreto, un hecho sucedido en ese programa; estos hechos suelen ser tan ruidosos que consiguen atraer la atención del lector de entrada, nada más empezar, y además permiten poner el texto en un determinado contexto desde el primer momento. Después, la argumentación va sola.
Notarán ustedes que estoy hablando de “lector”, y no de “espectador”, pese a tratar de una crítica de televisión. Esto me parece especialmente importante, y obedece a lo que les he dicho al principio: uno está escribiendo para sus lectores, no para el público en general. Y me consta que mis lectores no aprueban el que en El diario de Patricia, por ejemplo, aparezca un muchacho contando que quiere ser actor “porno”, cosa que sucedió hace un par de semanas. Es posible que buena parte de los espectadores sí lo apruebe; también es posible que mucha gente, sin aprobarlo, lo vea no obstante. Pero a mí esa gente, sinceramente, me interesa más bien poco. Yo no estoy escribiendo para el público en general, ni para la audiencia de la televisión, ni para los espectadores de Patricia. Yo estoy escribiendo para mis lectores, para los lectores de mi periódico; lectores que además podrán ser, eventualmente, espectadores, pero que a mí no me leen como espectadores de televisión, sino como lectores de periódico, y que de mí esperan algo diferente a lo que esperan de la pantalla. El receptor determina el sentido y el estilo del discurso.
Volvemos a recapitular: tenemos identificado al público, tenemos las ideas que transmitir, tenemos la argumentación general del texto. Ahora eso hay que convertirlo en texto. Y no en cualquier clase de texto: tiene que ser un texto bien escrito. En el columnismo no basta con redactar; hay que procurar escribir, que es otra cosa. Aquí hay, desde mi punto de vista, dos requisitos que atender: uno en cuanto a la forma; otro, en cuanto al contenido.
En cuanto al contenido, es absolutamente imprescindible demostrar que uno merece firmar esa columna con nombre propio. Eso significa: es imprescindible demostrar que uno sabe de lo que está hablando, y que sabe más que cualquier otro. Esto no siempre será posible, pero hay que intentarlo. Y el mejor modo de intentarlo es trabajando mucho el apartado documental. Hay que conocer datos, conocer nombres, conocer bien el terreno que se está pisando. Un buen artículo con ideas excelentes y una argumentación impecable puede venirse abajo por un dato equivocado o por una referencia incorrecta. Esto vale para todos los géneros del periodismo: hay que saber de qué se habla. Hace pocas semanas, en un curso de verano en El Escorial, asistí al prodigioso espectáculo de un becario de la agencia Efe que fue a entrevistar a un filósofo francés sin saber filosofía ni saber francés. El muchacho logró la hazaña de publicar exactamente lo contrario de lo que el filósofo dijo, hasta el punto de que los asistentes al curso redactaron una nota colectiva de protesta. No sé lo que haría Efe con esa nota. En todo caso, aquí las reclamaciones tienen que dirigirse al maestro armero: al redactor jefe, que fue claramente irresponsable al enviar a un becario sin preparación.
Por cierto: imagino que las cosas se ven de distinta manera según dónde esté cada cual, pero no me quedaría tranquilo si no expresara aquí y ahora mi preocupación, que me consta compartida por un número creciente de profesionales, por la formación cada vez más deficiente de las nuevas promociones de periodistas. Yo he tenido que sufrir esa ignorancia oceánica con mucha frecuencia. Ustedes saben, porque así se me ha presentado, que yo, además de columnista, llevo otra vida, al menos temporalmente: soy jefe de Gabinete del Secretario de Estado de Cultura. Ese “jefe de gabinete” no hace referencia a un gabinete de prensa, sino que se trata de un gabinete político, el que prepara y elabora las decisiones del Gobierno en materia cultural. Pues bien: desde ese puesto he tenido que ver cosas estupefacientes. Por ejemplo, cuando se le concedió a Ramón Gaya el premio Velázquez, una compañera nuestra de no recuerdo qué medio levantó la mano en la rueda de prensa y, con intensa candidez, preguntó directamente a la Ministra: “¿Gaya se escribe con y griega o con dos eles?”. Me impresionó que esa chica, periodista en una sección de Cultura, no supiera quién era Gaya. Pero me impresionó mucho más todavía el que no sintiera el menor reparo a quedar en evidencia, el que no le diera vergüenza el demostrar su ignorancia delante de todo el mundo. Entendámonos: la ignorancia es consustancial al ser humano, ninguno hemos nacido sabiendo y todo en la vida se aprende; pero mal andamos si uno no es capaz de reconocer en qué situaciones su ignorancia se convierte en delito.
Es muy importante informarse, documentarse, saber de qué se habla. Antes de dirigirse al lector, hay que manejar datos, cifras, nombres. Aunque luego no se utilicen en el texto; eso es lo de menos. Pero el lector se merece que se le trate con respeto. También, y quizá sobre todo, en el género del columnismo: el carácter personal y abierto de la columna no justifica la indigencia intelectual. Uno tiene siempre que leer más, estudiar más, documentarse más. A este respecto, Internet, que es una cosa funesta por muchos motivos, nos procura ciertas ayudas. Ya no es preciso estar suscrito a ocho revistas y a tres confidenciales, o tener carné de investigador en archivos especialmente restringidos. Hoy el volumen de información disponible en la red es enorme. Se trata, en fin, de evitar cosas como, por ejemplo, las que hace Rafael Torres en El Mundo, que sigue hablando de la guerra civil con falacias que los historiadores han desenmascarado desde hace años (por ejemplo: que la España de 1936 vivía en una prosperidad económica que no pudo recuperarse hasta finales de los años sesenta; esto es sencillamente mentira). Uno no puede permitirse esas frivolidades.
Todos podemos equivocarnos, utilizar datos falsos creyéndolos ciertos, caer en un error documental… También yo, claro. Una vez hablé de la actriz Paca Gabaldón llamándola todo el rato María Garralón, que es otra actriz distinta. Mea culpa: nunca me arrepentiré bastante de haber alterado de esa manera el nomenclátor de los artistas de España. En otra ocasión, llevado por las prisas, un día que apenas había podido ver televisión, tuve que componer a escape una columna sobre cierto reportaje que había emitido Informe Semanal a propósito del Kurdistán; todo en mi texto era correcto, con la salvedad de que ese reportaje no había llegado a emitirse: no recuerdo qué acontecimiento había alterado la programación, y a mí eso se me había escapado. Cubro mi cabeza con la ceniza del oprobio. Pero insisto: hay que hacer lo posible para que nuestras columnas sean fidedignas. De lo contrario, el lector jamás creerá que tenemos razón.
El segundo requisito, además del contenido, es el de la forma. Una columna tiene que estar bien escrita. Insisto: escribir no es redactar; es algo más. En ese sentido, el columnismo puede prestar al periodismo en general un servicio estimable. Desde hace unos años estamos viviendo un proceso de reducción expresiva muy llamativo: los textos se parecen cada vez más en cualquier periódico (mucho más aún en cualquier canal de televisión), se recurre a estructuras léxicas idénticas por todas partes, cada vez más simples, cada vez más mecánicas, con un vocabulario que va reduciéndose paulatinamente. No es el momento de entrar en explicaciones sobre esto: yo tengo mi propia teoría al respecto (que no es sólo mía). Lo que me parece un hecho indudable es que el periodismo, por ganar eficacia comunicativa, está perdiendo riqueza idiomática, y eso, por cierto, ocurre también en otros campos, como el de la política profesional. En ese paisaje, el columnismo puede aportarle al periodismo un balón de oxígeno: en la columna uno puede recrearse en la suerte, deslizar palabras poco comunes, recurrir a giros estetizantes, jugar con las oraciones subordinadas… Uno puede, en definitiva, hacer literatura. Ya sé que el periodismo no es literatura, pero yo defenderé siempre el derecho del columnista a guisar a su propio estilo. Primero, por amor al arte. Pero, además, porque el cultismo tiene una función pedagógica que me parece evidente. Uno no puede escribir, por ejemplo, la palabra “remembranza” si está describiendo desde la sección de Sucesos un accidente ferroviario en Albacete, pero creo que sí puede –y debe- hacerlo si dispone de una columna propia. Y creo que es importante no perder nunca de vista que transmitir la riqueza del idioma es, para el columnista, una obligación.
Respecto al estilo, ¿qué les puedo yo contar? Cada cual tiene el suyo. Es fruto de las lecturas, de la formación, también del talante personal, de la temperatura interior de cada uno. Estilos, lo que se dice estilos, los hay mejores y los hay peores. Los hay más aptos para la columna y los hay que requieren espacios mayores o espacios menores. Ortega y Gasset o Unamuno, que eran excelentes articulistas, hubieran sido difíciles columnistas. Azorín, que era un columnista excelso, en el ensayo renqueaba. A propósito de Azorín, me parece que leer unas cuantas páginas suyas todos los días es algo que ayuda mucho. Verán ustedes que, al final, todo es cuestión de sujeto, verbo y predicado, poniendo cada cual en su sitio. Luego las ideas se pliegan, se despliegan, a veces se enrollan… entonces hay que romper el nudo gordiano volviendo a la base: sujeto, verbo, predicado. Sobre todo, hay que leer mucho, todo lo que uno pueda. Cuando digo “leer” no me refiero a Isabel Allende, sino a ese tipo de escritores que le transmiten a uno determinada estructura mental. Ya saben lo que decía Stendhal: que se leía todas las mañanas unas páginas del Código napoleónico para impregnarse del estilo aritmético y transparente de su estructura. Si quiere usted componer una columna con fuertes dosis de humorismo, léase antes un par de páginas de Woodehouse; si quiere usted darle aire de cierta solemnidad y trascendencia, léase un par de páginas de Jünger; si quiere un aguijón elegante, Julio Camba; si socarrón, Pla. Como quien hace ejercicios de calentamiento. Leer es imprescindible, además, para no perder el gusto por la riqueza del idioma. Y por otra parte es algo que el lector agradece; nunca he oído a un lector quejarse de que Fulano o Mengano utilizan un lenguaje demasiado rico.
Además de leer mucho, también hay que escribir mucho. La grafomanía, en el periodista en general y en el columnista en particular, puede que sea una patología, pero es una patología necesaria. El mejor modo de aprender a escribir es escribir sin parar; componer mentalmente una frase con cada cosa que nos sale al paso. Es muy importante alcanzar una destreza de autómata en la composición de frases. En el bien entendido de que el verdadero trabajo empieza entonces. Es como el escultor que con pocos golpes sabe preparar el bloque de piedra para empezar a darle forma. Esos pocos golpes son inexcusables. Lo esencial empieza después: hay que ir haciendo aparecer la forma a base de pulir y pulir. Aquí hay algo que el columnista debe tener presente, y es que su estética tiene un límite: el límite del lector, que tiene que entender en todo momento de qué se está hablando. A veces es preciso sacrificar la belleza en favor de la inteligibilidad. Son servidumbres del oficio que en todo caso han de ser excepcionales. Y el objetivo permanente tiene que ser lograr que ambas cosas, inteligibilidad y belleza, sean compatibles. Cuando eso se alcanza, el aire se llena del sonido de campanas.
Aún una cuestión referente al estilo: lo emocional. Con frecuencia uno se encuentra con que las razones no bastan, y entonces es preciso acudir a las emociones. Hay muchas formas de suscitar en el lector una determinada evocación emocional. A veces basta una palabra, una frase. O una secuencia de alguna de esas películas que todo el mundo ha visto. Los adjetivos calificativos son importantes, pero hay que dosificarlos con precaución: un texto demasiado cargado de calificativos termina pareciendo una acuarela compuesta con colores demasiado chillones. Aunque puede que, en un momento determinado, lo que pretendamos sea exactamente eso. Los adverbios también son un vicio reprobable; lo sé porque yo lo padezco. En realidad, respecto a los adverbios, lo único prohibido es que nos hagan ripios. Por ejemplo: “Evidentemente, lo que piensa la gente…”. Todo esto es cuestión de oficio, de leer mucho y de equivocarse mil y una veces. Al final, uno termina haciendo columnas casi aceptables a partir del vigésimo año de trabajo Véase al maestro Manolo Alcántara.
La última prueba: Procusto
Ya tenemos, pues, la obra: una columna hecha con esmero y dedicación. Escrita para un público determinado, con el que buscamos cierta complicidad. Identificada por algunos mensajes muy concretos que constituyen la nuez de lo que queremos contar. Vertebrada por argumentos serios, sensatos, capaces de hacer ver que tenemos razón. Ilustrada y documentada, para saber qué terreno pisamos. Escrita con toda la belleza de la que seamos capaces, amando el idioma en que escribimos. Y entonces, después de esta carrera de obstáculos, llega la criba final, la prueba decisiva: el tamaño.
El tamaño es el calvario del columnista. En el periódico te dicen que tantos caracteres, que tantos cientos de palabras, que tantas líneas a cuántos espacios… Pero, ah, fatalidad: hay una maqueta previa. Y no es normal que encaje. Hay que volver a revisar otra vez el conjunto. Desprenderse de un adjetivo cuya pérdida duele como si te arrancaran una muela. Tal vez suprimir un periodo que, sin embargo, consideramos esencial para que se entienda lo que queremos decir. Nunca quedará redondo. Es la permanente desdicha de la columna. Y eso que hoy, al fin y al cabo, la composición informática de casi todos los periódicos facilita las cosas: hay un espacio reservado en la maqueta que hay que llenar, y uno a veces puede escribir sobre espacio. Duele igual, pero es cómodo. Mucho peor era cuando la tarea de encaje quedaba al albur de un maquetador sobre la mesa de composición. Yo todavía sufro efectos de ese género: al escribir para muchos periódicos diferentes, cada uno de ellos con una maqueta distinta, la columna nunca se libra del ataque alevoso de una docena de depredadores que se abalanzan sobre ella como el pescador sobre el salmón que nada río arriba. ¿Por qué creen ustedes que suelo titular con una sola línea? Para hacer imposible que la línea me vuelva y que se me amputen tres o cuatro líneas de texto.
Conocerán ustedes la historia de Procusto, supongo. Procusto era un bandido griego, creo recordar que del Helesponto. Procusto tenía un lecho, y tendía sobre él a sus víctimas. Si la víctima era más larga que el lecho, amputaba la parte sobrante; si era más pequeña, la estiraba hasta que las dimensiones coincidieran. Las víctimas conocían así, invariablemente, horribles sufrimientos, pero la aritmética del lecho siempre debía prevalecer. Pues bien: la columna, esa columna que con tanto amor y tanto dolor hemos parido, aún tiene que soportar la prueba del Procusto tipográfico. Nunca falta el redactor desaprensivo que, en la soledad del periódico, a dos minutos del cierre, te corta la última frase, justamente esa en la que regalabas un elogio póstumo a alguien a quien acabas de criticar hasta el homicidio. Perdida esa última frase, uno queda como una bestia despiadada –y el redactor mutilador, tan feliz. Aún es más divertido cuando el mutilador, Procusto en estado puro, opta por aplicar una simple medida de espacio. Entonces uno se encuentra con que su columna termina con una frase inacabada. ¿Cabe mejor metáfora de la vida humana sobre la tierra? Aún así, todavía hay lectores que nos leen y que encuentran, generosos, que tenemos razón. ¿No es maravilloso?
Para ser enteramente justos, he de decir que en las redacciones hay también gente sensata. Gente que, enfrentada al problema de hacer caber un texto que no cabe, piensa en el lector y trata de convertir la pieza en algo inteligible. Esas almas benditas no aplican la cuchilla ni el torno de Procusto, sino que releen la columna, ponen un punto y aparte aquí, quitan otro allá, suprimen un adverbio, reducen lo reducible y amplían lo ampliable. Son, en fin, profesionales, como Tellitu en el Correo de Bilbao, que ha sido durante tantos años mi benefactor de estilo. Su principal virtud, ya digo, es que trabajan pensando en el lector. Al final, de eso justamente se trata.
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Concluyo. Esto es, en definitiva, lo que yo les quería contar a ustedes, acogido a la generosidad de nuestra profesoras: cómo pienso en el lector cuando hago una columna y, de paso, cómo las hago. No sé si he sido demasiado personal en mi exposición. Pero, al fin y al cabo, las columnas, al contrario que los editoriales, llevan firma. Me basta, en realidad, con que ustedes hayan creído en algún momento que yo tengo razón.