El poder cultural, campo de batalla de la legitimidad
(CEU, Madrid, 17.6.10)
(Conferencia)
En la ciencia política hay conceptos fetiche que saltan una y otra vez al discurso sin que en realidad sea posible saber qué quieren decir exactamente. Sin embargo, no son conceptos gratuitos: al revés, se trata de conceptos clave, determinantes, para explicar y entender las evoluciones del poder. El de “legitimidad” es uno de esos conceptos.
Por legitimidad entendemos aquello que hace un poder merezca ser obedecido sin necesidad de recurrir a la coacción; la legitimidad implica, por tanto, consentimiento en la base y libertad en la cúspide. Esta es una definición muy elástica y laxa, desde luego. Pero precisamente por eso la legitimidad es siempre un problema teórico. En rigor no se trata de un concepto propiamente político, y de ahí las dificultades que suscita: el de legitimidad es más un concepto prepolítico o metapolítico, está antes de la política y va más allá de ella. Pero es decisivo para la política porque, en buena medida, la política depende de la legitimidad.
¿Por qué nos interesa hoy, aquí, el concepto de legitimidad? Pues porque es tal vez el lugar donde más clara se hace la intersección entre cultura y política, que es el tema general de este curso. El combate por la legitimidad se juega en un campo que no es propiamente el de la política, sino que es más bien el de la cultura: es ahí donde un sistema de poder obtiene la cualidad de ser legítimo, generalmente en conflicto con otros sistemas de poder. Naturalmente, en este contexto, cuando hablamos de cultura, no debemos pensar en una actividad neutra y meramente estética, sino que más bien hemos de entenderla como el escenario en el que se ventilan ideas y principios, visiones del mundo. Ideas, principios y visiones del mundo de las que es posible deducir una determinada forma de concebir el poder “bueno”, el que tiene derecho a desplegarse. Es decir, que de esa cultura se deduce una legitimidad.
1. Qué es la legitimidad.
Quisiera empezar por el principio y plantear abiertamente la cuestión de la legitimidad, para que sepamos de qué estamos hablando. ¿De qué está hecha la legitimidad? ¿Cuál es su sustancia? ¿Con qué materiales se compone para que sea posible trasladarla de un lugar a otro según sople el viento de la cultura? Es una pregunta muy importante, porque al fin y al cabo estamos hablando de la sustancia espiritual del poder. Y vamos a dar algunas respuestas.
En términos históricos y en contextos como, por ejemplo, la Edad Media, el concepto de legitimidad se aplicaba sobre todo a los derechos de ciertos monarcas a ceñir la corona respecto a otros competidores. Eso permitía hablar de príncipes legítimos frente a otros que no lo eran. Pero este es un concepto muy primitivo de la legitimidad. Pronto entran en liza otras consideraciones. La teoría política cristiana desarrolla una concepción según la cual el poder, para ser aceptable, debe ajustarse además a normas externas, generalmente definidas a partir del derecho natural: un príncipe que vulnere tales derechos –la vida, la propiedad, etc.- no merece en rigor empuñar el cetro, es decir, es ilegítimo. Cuando el príncipe antepone el bien privado al bien común, pierde legitimidad. Y si la tiranía llega a hacerse intolerable, entonces puede estar justificado incluso acabar con su vida. Es el célebre tema del tiranicidio, presente tanto en Tomás de Aquino como en el padre Mariana. El de Aquino puntualizaba que al príncipe corrompido –ilegítimo, diríamos nosotros- se le debía desposeer del poder por la autoridad pública, lo cual implica la existencia de una autoridad pública distinta al príncipe. Es el enunciado básico de la limitación del poder por otros poderes.
Maquiavelo se inscribe en esa línea que subordina la legitimidad del príncipe a unos derechos previos: los derechos y propiedades de los súbditos. Todo ello no le impide reconocer, en puro realismo, que al final la legitimidad depende de la fuerza: es legítimo el príncipe que logra ser más fuerte que otros y sustentar en esa fuerza su hegemonía. Pero Maquiavelo, además, añade algo que nos concierne especialmente: subraya que no basta con que el príncipe no sea odiado, sino que además, conviene que cuente con el afecto de los súbditos. Y así, sobre las dos plataformas clásicas de la legitimidad, que son la fuerza y el derecho, Maquiavelo añade una tercera que es la opinión.
Esta idea de la opinión como fuente de la legitimidad es muy propiamente moderna. Hobbes decía que el principio de la legitimidad, en la sociedad política, es el consentimiento: para salir del estado de guerra y buscar seguridad, los hombres se someten a la voluntad de otro hombre o de una asamblea. Esta es una forma de entender la legitimidad muy semejante a la que enunció Locke: para éste, el hombre, dado que es libre por naturaleza, no puede someterse a ningún poder terrenal si no es por su propio consentimiento. Y ese consentimiento, ¿es individual o es colectivo? ¿Y se manifiesta obedeciendo a otro o más bien descansa en la libre voluntad? Rousseau, en una versión radical del individualismo, dice que el hombre sólo es libre cuando obedece a la ley que él mismo ha creado, o sea que no hay más leyes válidas que las que dicte el propio ciudadano; si todos los ciudadanos están de acuerdo en aceptar unas leyes –eso es la voluntad general-, entonces el poder que de ahí resulta es legítimo.
El problema que presenta la noción de consentimiento –esto es, de opinión- como base de la legitimidad es que las opiniones, por definición, son difícilmente objetivables. ¿En qué descansan? ¿De qué dependen? ¿Quién las construye? ¿Es posible distinguir entre opiniones buenas y correctas y otras malas y erróneas? Y si es posible, ¿sobre qué fundamentar esa diferencia? Marx lo fundamentaba en sus propias ideas sobre la noción de clase. Para él, como es sabido, el factor determinante de todo son las condiciones materiales de producción –la infraestructura- y las ideas no son sino emanaciones de la realidad económica, concebida siempre en términos de clase. Por tanto, la opinión, expresada en construcciones llamadas “ideologías”, son las ideas con las que la clase dominante justifica a posteriori su poder, y nada más. Aquí el concepto de legitimidad tiene en realidad muy poco que hacer: estamos en otro campo de juego.
Otra forma de materializar la legitimidad es subordinarla a un marco de derecho. Es la operación que intenta Kelsen: el poder tiene derecho a desplegarse como tal precisamente porque el derecho –un ordenamiento jurídico- le autoriza a hacerlo. Ese ordenamiento jurídico no es ajeno al consentimiento de los ciudadanos ni a la tradición, es decir, no es un mero sometimiento a un papel abstracto. Pero en todo caso, lo que prima es la existencia de un derecho normativo previo. De esta forma, la legitimidad queda sometida a la legalidad, que es la que la define. No podrá haber un poder legítimo si no es legal.
El problema que plantea esta “materialización legal” de la legitimidad es que, al final, no deja de resultar un tanto artificiosa, porque ese ordenamiento jurídico descansa a su vez en otras cosas y, por otro lado, la naturaleza de lo político escapa con frecuencia a las normas legales: es anterior a toda ley, crea la ley y siempre tenderá a escapar a un ordenamiento coercitivo. De hecho, lo coercitivo es precisamente una cualidad de lo político. Carl Schmitt, en una visión estrictamente realista de la legitimidad, terminó sustanciando el problema en una fórmula bastante simple: Protego ergo obligo. Es decir, tengo legitimidad para imponer mi poder en la medida en que soy capaz de proteger a mis súbditos. Y un poder que no sea capaz de cumplir ese requisito elemental, por mucho que se ampare en construcciones filosóficas, terminará perdiendo inevitablemente cualquier legitimidad.
Estamos ante un paisaje, ya lo vemos, complejo y proteico, que adopta muchas formas. En todas y cada una de estas visiones sobre la legitimidad que acabamos de exponer hay una parte de razón: todas ellas tocan aspectos importantes que sin duda hay que tener en cuenta para reconstruir la noción de legitimidad. Enumerar estas ideas no es un ejercicio de erudición (de hecho, se nos han quedado muchas otras en el tintero), sino que nos ayuda a entender el objeto del que estamos hablando, su naturaleza y también sus incertidumbres.
En un tono estrictamente descriptivo, Max Weber dibujó tres fuentes básicas para la legitimidad. Una es el carisma, la llamada legitimidad carismática: aquí se obedece al príncipe por razones esencialmente personales, porque inspira confianza y porque el súbdito percibe que la obediencia le va a procurar seguridad u otro beneficio. Otra fuente es la tradición, la llamada legitimidad tradicional: ésta descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones vigentes desde lejanos tiempos, de donde se deduce que los señalados por estas tradiciones son legítimos para ejercer la autoridad encomendada. Y una tercera fuente es la legal/racional, llamémosla “legitimidad racional”: el ordenamiento jurídico, por el hecho de existir, confiere derecho de mando a aquellos cuya autoridad se remite a la ley.
Hay una posible interpretación “progresista” de la descripción de Weber. Según esa interpretación, existiría una forma antigua de legitimidad que es la carismática, y de ahí, con el paso del tiempo y el progreso de la humanidad, se habría llegado a la legitimidad racional. Esta perspectiva tiene la ventaja de ser simple, pero no es correcta. De hecho, en nuestro tiempo son igualmente frecuentes los casos de legitimidad carismática. En las democracias modernas, por ejemplo, es muy usual ver cómo la comunicación política trata de establecer lazos esencialmente carismáticos entre el líder y las masas, de forma tal que la legitimidad no descansa tanto sobre la ley como sobre el refrendo de los votos al líder. Es verdad que el líder, cuando comparece, lo hace en nombre de la ley y protegido por ésta. Pero es igualmente cierto que el líder, una vez en el poder, podrá invocar ese refrendo para modificar la ley a su antojo.
Si alguno de ustedes tiene formación jurídica, seguramente habrá empezado a sentirse incómodo. Ya no digamos si tiene formación científica. Porque a la gente de formación jurídica –y ya no digamos de formación científica- le gusta atenerse a realidades objetivables y descriptibles, cosas sólidas a las que uno pueda agarrarse, pero este breve paseo por la deriva histórica de la legitimidad nos ha llevado a reconstruir un objeto que es cualquier cosa menos, precisamente, sólido, objetivable y descriptible. Es como si tuviéramos en las manos una bola de cristal que tal vez no sea de cristal, adornada con colores que varían según el ángulo de visión del observador. ¿Es que no hay una manera firme, definitiva, de caracterizar la legitimidad? La respuesta es que no, no la hay.
No la hay porque en el mundo occidental moderno ocurrió algo decisivo que fue la secularización de todos los órdenes de la vida, incluido el orden político. La secularización, es decir, la progresiva sustitución de los criterios religiosos por criterios de otro tipo –científicos, económicos, políticos- a la hora de estructurar nuestra manera de entender la realidad y dar razón de ella.
2. Secularización y legitimidad.
En el mundo tradicional, de hechuras religiosas, existían criterios fijos de interpretación. Estos criterios provenían directamente del ámbito de la fe, y específicamente de la fe cristiana. Y rasgo muy importante: como el cristianismo es una religión eminentemente racional, los criterios que de ella se deducen no quedan limitados a un fideísmo o a una teocracia, sino que implican además un cierto número de verdades racionales que normalmente se adscriben al continente del derecho natural, como el derecho a la vida, el derecho a la propiedad, la dignidad de los seres humanos, etc. Todos esos criterios, elaborados a lo largo de varios siglos, construyeron una determinada manera de entender y explicar el mundo y, en lo que a nuestro tema concierne, también una manera de entender la legitimidad del poder.
Por ejemplo, cuando en el siglo XVI los filósofos españoles se plantean la legitimidad de la conquista de América (en la Controversia de Valladolid, convocados por el propio emperador Carlos), lo hacen en términos morales claramente inspirados en una filosofía del derecho natural que es expresamente de cuño cristiano. A partir de un razonamiento que es a la vez filosófico, religioso y moral, los pensadores pueden dibujar con claridad un marco de referencias objetivas que señala criterios de legitimidad. Esto no quiere decir que quede excluido el conflicto, porque siempre será posible discutir la aplicación de la doctrina, su interpretación sobre casos concretos, pero sí aparece con nitidez un horizonte al que se da valor de verdad.
Todo esto es lo que cambia a partir del proceso de secularización del conocimiento. En líneas generales, el mundo moderno bebe en los procesos de secularización iniciados desde el siglo XVII, cuando el pensamiento intenta dar forma a la realidad prescindiendo de la naturaleza divina de las cosas. Como se sabe, ese proceso nace precisamente en mentes cristianas. Por diferentes razones, desde las guerras de religión hasta el sostenido choque con el Islam, pasando por el descubrimiento de culturas distintas al paso de las exploraciones geográficas, los europeos comenzarán a preguntarse cómo estar seguros de sus propias certidumbres si otros, en otras latitudes, adoran a dioses diferentes. Esto impone un serio esfuerzo al pensamiento, que por sí mismo deberá ser capaz de ofrecer respuestas sin recurrir a la causalidad divina. Es el modelo Etsi Deus non daretur, pensar “como si Dios no existiera”, que originalmente no significa un apartarse de Dios, sino una vía para llegar al mismo camino a través de la razón. Sin embargo, el desarrollo del pensamiento Etsi Deus non daretur conducirá a certidumbres formalmente tan perfectas que terminan haciendo a Dios prescindible, como en el célebre dicho de Laplace. Así, nuevos horizontes como el progreso, la libertad, la verdad científica, etc., pueden sustituir a Dios en el ánimo de los hombres. De esta manera se construirá la civilización materialista, secularizada, tal y como se impone en los siglos XIX y XX.
El motor de esa secularización ha sido, de forma muy especial, la individualidad o, más precisamente, el individualismo, con evidentes connotaciones de rebeldía. Hegel explicaba la modernidad precisamente como una sucesión de afirmaciones de la individualidad: primero, la individualidad se afirma frente a Dios con la Reforma protestante; después, la individualidad se afirma frente al conocimiento con la Ilustración; por último, la individualidad se afirma frente al orden político con la Revolución. La Revolución –Hegel pensaba en la Revolución francesa- significa el momento culminante del proceso, pero también algo más: significa el momento en que la operación se hace consciente; el momento en que el agente moderno, llamémosle el daimon de la modernidad, toma plena conciencia de lo que está haciendo, de su posición en la Historia; posición que el protestante del siglo XVI o el ilustrado del XVIII apenas si podría vislumbrar.
Y bien, ¿cuál es el resultado al final de ese camino? El resultado es la traslación completa de la esperanza religiosa al mundo terreno. En ese sentido tenía razón el viejo positivista Louis Rougier cuando definía la modernidad como un paso –un descenso- del paraíso a la utopía. La igualdad de las almas ante Dios –un concepto básico del Cristianismo- se convierte en igualdad retórica y teórica –en algunos casos, obligatoria- de los hombres en el orden social. La libertad irreductible del hombre, plasmada en la vieja idea del libre albedrío, que es una libertad sobre todo interna, se traduce ahora a una libertad supuestamente formal y real, esencialmente externa y centrada en el concepto de individuo, en unas versiones, y de clase en otras. En cuanto al horizonte escatológico que conducía a los hombres a la salvación a través de la Historia, pasa ahora a entenderse como progreso –ahí nace el progresismo- que conduce a los hombres a la redención en el aquí y ahora de la propia Historia. Incluso hay quien encuentra un sustituto de la Providencia en aquella Mano Invisible que, según Adam Smith, regía de forma autónoma y milagrosa los movimientos del mercado.
Toda esa acumulación de secularizaciones, de traducciones de lo sobrenatural a lo terreno, terminó configurando una esperanza nueva. Y una esperanza realmente poderosa, pues ya no anunciaba la salvación en el más allá, sino que la prometía aquí y ahora, en el orden social, bajo el manto protector de un Estado elevado a la condición de árbitro de la Voluntad General, como en Rousseau, o en el paisaje supuestamente libérrimo de una sociedad de individuos iguales donde todos persiguen su propio interés. Eso ha sido la modernidad. Esa ha sido la esperanza que a partir del siglo XIX sustituyó de forma generalizada en Occidente a la esperanza cristiana, al menos en el orden político.
Esta deriva tiene consecuencias decisivas para nuestro asunto, que es el de la legitimidad. Desde el momento en el que desaparece un horizonte sustentado sobre la solidez de la fe, desaparecen con él los criterios objetivos que pueden dar razón de la legitimidad (y, alternativamente de la ilegitimidad) del poder. En su lugar aparecen todos esos criterios que antes veíamos desde Maquiavelo y Hobbes hasta Marx y Carl Schmitt. Y en primera posición aparece, siempre, el consentimiento. Ahora bien, el consentimiento en sí mismo no es un sujeto, sino un predicado. Quiero decir que el hecho de que la gente esté de acuerdo sobre una cosa no implica en absoluto que esa cosa sea verdadera, ni buena ni justa; sólo nos dice que es fruto de consenso, pero nada más. Hoy nadie en su sano juicio estaría dispuesto a admitir que la veracidad de una ecuación matemática depende del consenso de las gentes. Sin embargo, todos aceptamos –o eso decimos- que la bondad de un régimen político, su legitimidad, depende del consentimiento de los ciudadanos. O sea que las nociones de verdad y bondad, en política, se han hecho relativas. Les ruego que retengan este dato –el carácter relativo de la verdad en el mundo contemporáneo-, porque volveremos a él al final de esta exposición.
¿Recapitulamos? Tenemos en las manos un objeto complejísimo: la llave del poder. Es un objeto compuesto por multitud de materiales: la fuerza material del líder, el aura de la tradición, el consentimiento de los súbditos, los aspectos psicológicos del carisma del mando, el derecho natural, la racionalidad de los ordenamientos jurídicos… Todas esas cosas nos permiten, mal que bien, reconstruir el objeto, pero aún así se nos escapa de las manos. En nuestros días, en el mundo moderno, se ha hecho más visible el aspecto democrático de la legitimidad: es inimaginable un poder que, a la hora de legitimarse, prescindiera del consentimiento de las masas. Ya hemos visto que el consentimiento es uno de los materiales básicos de la legitimidad. Y no puede ser un consentimiento pasivo o neutro, mera obediencia opaca, sino que además se aspira a que se trate de un consentimiento activo, expreso, participativo, libre obediencia. La pregunta es: ¿Cómo se consigue eso?
3. Ejemplos de campo.
En las sociedades contemporáneas, eso se consigue fundamentalmente a través del poder cultural: en la sociedad circulan ideas que confieren legitimidad al poder establecido. Con frecuencia esas ideas echan mano de la oposición a un sistema anterior, a un orden que no era legítimo. El orden revolucionario en la Francia de finales del XVIII, por ejemplo, recurrió abundantemente a la deslegitimación del Antiguo Régimen. Es así como se extendieron entre las gentes miles de tópicos, muchas veces falsos, que tenían por objeto legitimar al orden revolucionario mediante la deslegitimación del viejo sistema. Un ejemplo: el famoso “derecho de pernada”, es decir, el supuesto derecho del señor medieval a desflorar a las mozas de su señorío. Hoy sabemos –por las investigaciones de una universitaria de Nantes- que ese derecho nunca existió, y sabemos más: que todo fue una invención de la propaganda revolucionaria en los años posteriores a 1789. El objetivo era evidente: mostrar el mundo pasado como un infierno de horror y arbitrariedad y, por esa vía, legitimar la revolución en el mismo instante en que empezaba a funcionar la guillotina.
Veremos con más claridad el asunto si ponemos un ejemplo que a todos debe resultarnos familiar. Hoy, en España, estamos convencidos de vivir en un régimen legítimo: un Estado democrático de derecho. ¿Qué es lo que hace legítimo a nuestro sistema? Fundamentalmente, la aquiescencia del pueblo expresada a través de los votos y la existencia de un marco legal objetivo que viene dibujado por una Constitución ratificada por ese pueblo. Con frecuencia, la legitimación de nuestro sistema –llamémosle sistema de 1978- echa mano de una contraposición retórica para hacer más patente su bondad: la comparación con el régimen anterior, la dictadura del general Franco.
Ahora bien, el régimen del general Franco también se consideraba a sí mismo legítimo. Esto hoy puede sorprendernos, pero el régimen de Franco, en efecto, se consideraba legítimo y no le faltaban razones. Se consideraba legítimo porque, con el alzamiento de 1936, había puesto fin a un poder ilegítimo –el del Frente Popular-, calificado como tal por una comisión de juristas creada al efecto. Se consideraba legítimo porque reivindicaba expresamente la herencia de la monarquía tradicional. Se consideraba legítimo porque se sentía avalado por su obra política: desarrollo económico, paz social, etc. Se consideraba legítimo porque era un Estado de derecho, es decir, donde las decisiones políticas quedaban sometidas al criterio de los tribunales. Se consideraba legítimo, además, porque había buscado y obtenido la anuencia de los ciudadanos a través de las sucesivas consultas populares. Así que, formalmente, el régimen de Franco era un régimen legítimo.
Algo, sin embargo, ocurrió en ese régimen que le hizo perder rápidamente legitimidad a sus propios ojos. Desde finales de los años sesenta, crece en la sociedad española, e incluso en la cúpula del propio régimen, la sensación de que el “franquismo” –el Estado de las leyes fundamentales- está perdiendo pie. Desde la Iglesia, que durante los años anteriores había sostenido al régimen, se empieza a poner en cuestión los fundamentos del franquismo. La Universidad se llena de voces críticas. Después, la prensa. En muy pocos años, y bastante antes de la muerte del general, se extiende la convicción de que el Estado del 18 de julio debe dejar paso a otra cosa. Esa “otra cosa” tiene nombre: una democracia parlamentaria bajo una Corona constitucional. De hecho, cuando muerta Franco el proceso de la transición democrática va a ser aceleradísimo. A nadie se le ocurrió que pudiera caminarse hacia otro lado. Y desde las propias instituciones del régimen de Franco, con personas designadas por el propio Franco, se operó a toda velocidad una transformación del sistema hacia otro sistema… más legítimo.
¿Qué es lo que hizo que el régimen de Franco dejara de ser legítimo a ojos de muchos millones de españoles, y ello desde bastante antes de la muerte del general? Mitologías al margen, en realidad fue una cuestión de opinión: no hubo revoluciones, no hubo grandes conflictos sociales, incluso puede hablarse –mal que les pese a los fabulistas de la historia contemporánea- de asentimiento popular pasivo al régimen del general. Pero existía la convicción generalizada de que el régimen ya carecía de sentido y que, una vez muerto Franco, era imprescindible cambiarlo todo. “Consentimiento”, es la palabra. No existía el clima social apto para que la mayoría social consintiera una prolongación de ese régimen. No existía porque quienes fabricaban el clima social –en las parroquias, en las aulas de la universidad, en los periódicos, en los libros- ya estaban en otra cosa. Es un perfecto ejemplo de cómo el poder cultural actuó de manera determinante para hacer que la legitimidad política basculara de un sitio a otro.
Este ejemplo del franquismo me parece muy interesante porque nos permite ver con toda claridad una traslación de legitimidad. Y más concretamente, una traslación de legitimidad a partir del poder cultural. La Historia moderna está llena de procesos de este tipo. Los años anteriores a la Revolución francesa, por ejemplo, son testigo de un intenso proceso de deslegitimación de la vieja Corona. Y el lugar donde esa deslegitimación se ventila es también la escena cultural: las iglesias, los periódicos, los cenáculos de los ilustrados, los clubes de opinión… Podríamos multiplicar los ejemplos, pero quedémonos con lo esencial: la Historia demuestra que los cambios en la legitimidad política se operan, con frecuencia, en el ámbito de la cultura.
Bien, ahora hagamos algunas preguntas. Nos estamos preguntando por aquello que justifica el ejercicio del poder, es decir, por aquello que hace que un poder sea aceptado por quienes le obedecen. Eso es la legitimidad. A partir de un caso concreto, que es la traslación de legitimidad desde el régimen de Franco hasta el sistema de 1978, hemos constatado que una dimensión fundamental de la legitimidad en el mundo moderno es la opinión. Porque nuestros sistemas son, entre otras cosas, sistemas de opinión pública. Y la opinión, el clima social, el consentimiento, se fabrican en los talleres de la cultura. Y la pregunta, ahora, debe ser qué mano mece la cuna: ¿Esta cultura funciona sola, como emanación espontánea de la sociedad, u obedece a otros impulsos? ¿Existe el poder cultural como tal? ¿Y quién es ese poder? ¿En qué manos está? ¿Y qué relación guarda con las luchas políticas?
4. Daniel Bell y las tres esferas.
En una visión propiamente liberal, la cultura y la política son dimensiones distintas y sin conexión entre sí, como lo son –o deberían serlo- la política y la economía. Al contrario que el mundo tradicional, que era un mundo holístico, donde todo estaba integrado y bañado por unos mismos principios, el mundo moderno se caracterizaría por una pluralidad de ámbitos de vida. Así es posible que tengamos una economía esencialmente basada en el libre interés individual y, al mismo tiempo, una política edificada sobre criterios societarios y colectivos. O por poner otro ejemplo: así es posible que tengamos una economía basada en el esfuerzo, el sacrificio y el ahorro, y una cultura basada en el hedonismo, el placer y el despilfarro.
Esta última contraposición, particularmente visible en los años sesenta del siglo XX, llevó al sociólogo norteamericano Daniel Bell a preguntarse por las contradicciones culturales del capitalismo. En efecto, ¿cómo era posible que la sociedad americana de aquel tiempo fuera tan contradictoria? Por un lado, el modelo de la prosperidad económica americana –el célebre american way of life- bebía en principios muy claramente definidos en torno a la ética puritana, el esfuerzo individual, el sacrificio en el trabajo, la estabilidad familiar tradicional, etc. Pero, al mismo tiempo, esa sociedad estaba produciendo una cultura que promovía el materialismo, la ausencia de responsabilidad, la disolución de los lazos familiares y, en definitiva, toda una serie de tópicos que venían a contradecir los fundamentos mismos del orden social.
Quizás el ejemplo más claro de este proceso es el gran cambio cultural que empezó a producirse en Occidente desde finales de los años 60, y que tuvo una expresión singularmente elocuente en 1968, tanto en los campus norteamericanos como en el mayo de París. Lo que se vio en el año 68 es que los jóvenes del mundo rico, hijos de una cultura del esfuerzo y la contención, se levantaban contra ese mundo y predicaban una cultura completamente contraria. Frente a las certidumbres sólidas del orden, la familia, la propiedad, etc., heredadas del mundo tradicional, y que habían permitido el portentoso desarrollo económico de la posguerra en las democracias occidentales, estos jóvenes izaban extrañas banderas donde la lucha de clases se mezclaba con la revolución sexual y con la rebeldía generacional. Bajo el impacto de eslóganes como aquel de “Gozad sin trabas”, los niños mimados del desarrollo económico proponían la demolición radical de todas aquellas cosas que a ellos les habían permitido estar en situación de protestar sin graves consecuencias.
Este asunto es muy importante para el tema que aquí estamos desarrollando, porque, a la postre, significa que la sociedad moderna genera por sí misma una cultura que deslegitima el orden sobre el que esa misma sociedad se basa. ¿Cómo es eso posible? No era la primera vez que esta contradicción se planteaba: Max Weber ya la enunció en La ética protestante y el espíritu del capitalismo al constatar cómo los valores morales del protestantismo, estrictamente religiosos en su origen, habían terminado produciendo un mundo de furibundo materialismo. Daniel Bell llegó a la conclusión de que la sociedad moderna se caracteriza por la disociación de tres esferas distintas: la política, la economía y la cultura son mundos autónomos que funcionan cada cual por su cuenta. En el fondo, sería una consecuencia de la secularización: desde el momento en que desaparece el lazo –o la cadena, según se mire- que unía todo con todo, las distintas esferas de la realidad emprenden su libre vuelo.
Aquel cambio cultural, cuyas consecuencias sufrimos hoy de manera muy patente, fue decisivo. Por decirlo en dos palabras, el relativismo quedó consagrado como criterio fundamental de la cultura contemporánea. A efectos de nuestro tema, que es la legitimidad del poder, las cosas se oscurecían de manera patente: si ya era difícil encontrar criterios objetivos de legitimación de poder en el mundo de la secularización, ahora la tarea se hacía todavía más difícil al desaparecer el recurso a verdades racionales objetivas –precisamente porque todo se ha hecho relativo. Puesto en el trance, Daniel Bell –y otros muchos como él- terminó recurriendo al criterio material más simple: la eficiencia. No hay gobiernos buenos o malos, sino gobiernos eficaces e ineficaces. Y aunque Bell nunca hizo una teoría de la legitimidad propiamente dicha, de sus análisis se deduce que la única legitimación posible del poder en la sociedad de la técnica es, precisamente, la eficiencia técnica.
Pero hay otro aspecto en este asunto, y es el siguiente: ¿Hasta qué punto esos movimientos culturales son realmente autónomo, fruto del libre despliegue de la “esfera cultural” al margen de la economía y la política? ¿Acaso la cultura está animada por una suerte de espíritu propio e independiente? ¿Y no es curioso que esos cambios hayan coincidido con los movimientos de grupos de poder muy concretos y muy visibles?
Personalmente, creo que Daniel Bell, viejo marxista después de todo, permanece demasiado atado a una concepción materialista de los movimientos históricos y eso le impide ver cuánto hay de coherente en lo que él experimenta como contradicciones. Porque, en efecto, igualmente puede pensarse que esas contradicciones no son tales, sino que son la consecuencia directa del propio proceso moderno: una vez abandonados los criterios tradicionales y sus referencias a un derecho natural objetivo, es enteramente lógico que la cultura pase a gravitar sobre los mismos ejes que caracterizan a la modernidad en su conjunto, y en particular sobre el individualismo. Y si el individualismo, en el mundo económico, produce capitalismo y riqueza, en el mundo cultural produce más bien relativismo.
Resumiendo: la tesis de Daniel Bell sobre las contradicciones culturales del capitalismo es, a mi juicio, esencialmente correcta, pero el sociólogo americano deja dos lagunas serias. La primera, pensar que realmente se trata de esferas separadas, sin conexión entre sí, cuando más bien podría pensarse que unas son producto de las otras. Y la segunda, inhibirse sobre algo que, en realidad, lo explica todo, a saber: el hecho de que los movimientos en el ámbito de la cultura no son siempre espontáneos y anónimos, sino que con frecuencia vienen promovidos por agentes conscientes, esto es, por grupos de poder que han escogido la cultura como campo de batalla. Es precisamente eso lo que permite hablar de “poder cultural”. Y vamos a ver por qué.
5. La estrategia de la guerra cultural: el caso Gramsci.
Vamos a traer a un nuevo invitado a esta fiesta. Se llamaba Antonio Gramsci y era italiano; un comunista italiano. Ya hemos visto lo que pensaba Marx sobre la cuestión del poder y las ideas: el poder descansa en la propiedad de los medios de producción y las ideas –las ideologías- son las construcciones intelectuales que ese poder despliega para justificarse. Lo económico, lo material, es al infraestructura, y las ideologías y la cultura son la superestructura, derivada de la primera y subordinada a ella. Pues bien, lo que Gramsci hizo fue dar la vuelta a la cuestión.
Gramsci concebía el poder de una forma más amplia que Marx: no la reducía al poder material dotado de un aparato represivo, sino que la ampliaba también a su dimensión cultural, es decir a aquellas cosas que justificaban el derecho del poder a ser tal. Nos suena, ¿verdad? Gramsci estaba hablando en el fondo de la legitimidad. Y lo que hizo este caballero fue concebir el poder como un “bloque hegemónico”, según él decía: es decir, un bloque donde se combinan infraestructura y superestructura, poder económico y poder político y poder cultural, para constituir, reforzar y justificar la hegemonía. O sea que Gramsci mira al mismo tiempo el poder y la legitimidad como parte de un todo.
La tesis de Gramsci es extraordinariamente importante. En su perspectiva, la clave del poder reside en la hegemonía cultural que las clases dominantes logran ejercer sobre las clases sometidas. ¿Cómo se hace eso? Según Gramsci, a través del sistema educativo, de las instituciones religiosas y de los medios de comunicación (hoy sin duda añadiríamos otros elementos). A través de estos instrumentos, las clases dominantes “educan” a los dominados para que éstos experimenten su obediencia y sumisión como algo natural y conveniente. La legitimidad sería así un ardid de clase, una estratagema política, una táctica del poder.
Gramsci era un revolucionario profesional, de manera que inscribía su análisis en una perspectiva estrictamente revolucionaria. No juzga la situación como buena o mala, sino que simplemente la describe como quien dibuja el mapa de un campo de batalla. Por otro lado, Gramsc es un moderno en estado puro, de manera que ni se le pasa por la cabeza que pueda existir un horizonte de criterios objetivos para la legitimidad, como aquel que podía deducirse del derecho natural cristiano. Para Gramsci el problema se reduce a que la cobertura ideológica del mundo burgués –digamos del capitalismo- ha inhibido la potencialidad revolucionaria de las masas en las sociedades modernas. En nombre de la patria o de la nación –piensa Gramsci-, las clases dominantes han creado en el pueblo un sentimiento de identidad afectiva que a la postre contribuye a unir a explotados y explotadores. Esa unión crea un marco social que hace difícil la revolución porque, sencillamente, los explotados no consideran necesario ni conveniente levantarse contra un sistema que consideran suyo. Así se construye el “bloque hegemónico” del proyecto burgués.
Naturalmente, lo que Gramsci quiere es derruir el proyecto burgués, de manera que se propone oponer una fuerza contraria: a la dirección intelectual y moral del sistema burgués, hay que oponer otro grupo dirigente capaz de ofrecer una alternativa. Gramsci escoge muy bien las palabras. Hay una realidad del poder que es la dominación: el que es capaz de imponerse sobre los demás, sea por la fuerza o por cualquier otro medio. Pero hay otra realidad que es la dirección, la cualidad del dirigente, cuyo terreno no es tanto el del poder material como el del poder cultural. Gramsci piensa que nadie puede llegar al dominio si antes no se ha erigido en dirigente. Dicho de otro modo: que nadie puede conquistar el poder político y económico de forma duradera si antes no se ha hecho con el poder cultural, es decir, con el ámbito donde se señala qué es lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. A partir de aquí, la reflexión gramsciana es puramente táctica: ¿Cómo puede el proletariado o, en términos más generales, una clase dominada, subalterna, volverse clase dirigente y ejercer el poder político o convertirse en una clase hegemónica?
Dentro de su análisis, Gramsci plantea una situación que nos resulta del mayor interés. Se trata de la siguiente: ¿Qué ocurre cuando la clase políticamente dominante deja de ser dirigente, es decir, qué ocurre cuando los que controlan el poder político ya no son capaces de imponer a toda la sociedad su ideología, su visión del mundo? Dicho en otros términos: ¿qué ocurre cuando el poder político pierde el poder cultural? Lo que ocurre entonces es que otra clase ocupa el poder dirigente. Pero esto no es un proceso mecánico, sino que exige un trabajo intelectual previo: la clase emergente ha tenido que ser previamente capaz de ofrecer a la sociedad un discurso alternativo, unas respuestas que los ciudadanos consideran más adecuadas que las ofrecidas por el poder dominante. A partir de ese momento, la clase subalterna, que ya ha llegado a ser clase dirigente, puede además convertirse en clase dominante; es decir, a partir del poder cultural puede conquistar el poder político. ¿Por qué? Porque, a ojos de la opinión pública, es esa clase subalterna la que posee la legitimidad.
Llegamos así al gran momento en la perspectiva de Gramsci: el momento revolucionario. Momento que no se traduce en el asalto masivo de los centros del poder por las muchedumbres inflamadas, sino de una forma mucho más pacífica –aparentemente- y también mucho más eficaz: cuando la superestructura social –las ideas, los principios, la moral- responden enteramente a la visión de la clase emergente. A partir de ahí, toda la sociedad quedará inevitablemente atravesada por los designios de la nueva clase, lo mismo en la política que en la economía.
Gramsci explica todo esto en términos de clase. Es un lenguaje que el paso del tiempo ha arrumbado. Sin embargo, si sustituimos el término “clase” por “grupo de intereses” o “grupo de poder” el análisis gramsciano sigue siendo enteramente válido. Y podemos perfectamente aplicarlo a multitud de situaciones contemporáneas que nos son muy familiares. Por ejemplo, la conquista del poder cultural por la izquierda occidental después de la segunda guerra mundial. Esa misma izquierda a la que veremos en los campus de Berkeley y en las calles de París en 1968 y, enseguida, en los ministerios de Educación en la mayor parte de Europa.
6. El poder cultural.
Gramsci, que era ante todo un hombre práctico, imaginaba que su estrategia de conquista del poder cultural –de la “superestructura”- debía ser guiada por lo que él llamaba “intelectuales orgánicos”, es decir, pensadores nacidos de las filas de la clase obrera. Estos “intelectuales orgánicos” no se limitan a describir la vida social de acuerdo a reglas científicas, sino que su función es expresar, mediante el lenguaje de la cultura, las experiencias y sentimientos que las masas no pueden articular por sí mismas. El programa gramsciano se ha llevado a cabo en lugares muy determinados, como Cuba, pero no puede decirse que ésta haya sido la parte más exitosa del discurso de Gramsci. Por el contrario, la interpretación del comunista italiano ha conocido gran fortuna en un área mucho más próxima a nosotros: el control del poder cultural en las sociedades desarrolladas europeas.
Sinteticemos la cuestión. En Europa, después de la segunda guerra mundial, la izquierda se va apoderando poco a poco del poder cultural en todas partes. Al principio, la estrategia parece claramente teledirigida desde Moscú en el contexto de la guerra fría: se trata de orientar a la opinión pública occidental hacia los intereses soviéticos. La famosa “caza de brujas” de MacCarthy en los Estados Unidos fue una reacción a esta estrategia. En España, consta que el Partido Comunista –porque los propios comunistas lo han contado- empieza a tender redes en el mundo del cine y la literatura desde finales de los años cincuenta. En Italia o en Francia, las izquierdas empiezan a copar el mundo universitario y el mundo editorial desde la inmediata posguerra y a principios de los años sesenta su hegemonía ya es asfixiante. Después el comunismo entraría en crisis y el referente soviético desaparecería del horizonte, pero los “intelectuales orgánicos” de la izquierda se quedaron ahí. Así se conquistó el poder cultural.
¿Existía tal poder como una realidad material y concreta, digna de ese nombre? Sí. El poder cultural es una realidad en Europa desde principios del siglo XX. El ejemplo más claro –quizá porque es el primero- es el de Francia. Régis Debray –que sabía bien de qué hablaba- lo explicó en su libro Le pouvoir intellectuel en France. Desde el asunto Dreyfuss, en 1898, los intelectuales se convierten en una voz decisiva en la opinión pública francesa. Tan decisiva que la propia legitimidad del sistema pasa a depender del debate cultural. Al mismo tiempo, los gobiernos de la III República convierten la educación en una auténtica fábrica de republicanos; lo hizo un socialista, Jules Ferry. En los años siguientes, el mismo modelo se extendió (con diferentes grados) al resto de Europa. Y ambas cosas, el peso de los intelectuales y la concepción de la educación como una prioridad política, terminan convirtiendo al mundo de la cultura en una esfera de peso decisivo en la vida pública. La conclusión es evidente: el poder cultural se ha convertido en el verdadero ámbito de la legitimidad, el lugar donde se decide qué es lo justo, lo bueno, lo verdadero.
¿Cómo se conquista el poder cultural? En términos de simple poder, esto se hace copando los puestos de decisión en algunas áreas muy concretas: ministerios y consejerías de Educación y Cultura, comisiones que otorgan subvenciones, órganos directivos de medios de comunicación, dirección de grandes editoriales, cadenas de televisión, etc. A este respecto es muy interesante ver cómo ha evolucionado la cultura social española en los últimos cuarenta años. Y cuando hablamos de “cultura social” nos referimos, sobre todo, a la cultura oficial, es decir, a las cosas que se pueden decir y a las que no, a las que deben comunicarse y a las que no conviene hacerlo. Dominar eso es la clave del poder cultural.
Hoy, en España, conocemos bien los efectos de una política de este tipo. Veamos lo que ocurre en el campo de la educación. Desde hace muchísimos años, los resultados objetivos de la educación en España son calamitosos en comparación con la media europea. Sin embargo, nadie ha sido capaz de acometer una reforma que cambie el rumbo de las cosas. ¿Por qué? Porque quienes habrían de ejecutar la reforma son, en su mayoría, técnicos y funcionarios colocados ahí desde los tiempos de la conquista del poder cultural. Esta educación que hoy tenemos es su obra. Y para ellos la prioridad no es una tabla elevada de rendimientos académicos, sino la construcción de un nuevo tipo de sociedad a partir de la educación. Quede claro esto: para nosotros es posible que la educación española esté naufragando, pero, para ellos, las cosas son exactamente al revés, porque sí están consiguiendo su objetivo, que era cambiar la mentalidad de los españoles.
La izquierda española conquistó el poder cultural en nuestro país en los años setenta. Había empezado a hacerlo en la década anterior ante la pasividad del régimen Franco; el proceso se intensificó después y terminó oficializándose en los años ochenta, con el primer gobierno socialista. En aquel momento se sentaron las bases materiales del poder cultural de la izquierda, tanto en la educación como en los órganos encargados de la gestión cultural en la administración pública. Todo el aparato desplegado en aquellos años permanece hoy prácticamente incólume, incluso se ha extendido de manera notable. Hagamos una salvedad: en las regiones con mayoría política separatista, este proceso ha sido pilotado y gobernado preferentemente por estos grupos de carácter secesionista; con frecuencia, con la complicidad y estímulo de la izquierda. Su verdadero logro, en todo caso, es el mismo: quizá no han convencido a la mayoría de sus ideas, pero sí han conseguido que la mayoría tenga miedo de expresar su disconformidad.
7. Conclusiones.
A estas alturas del discurso, es posible que alguno de ustedes se pregunte qué gaitas tiene que ver todo esto con la legitimidad, que era lo que habíamos empezado planteando. Bueno, pues tiene muchísimo que ver.
Pondré un solo ejemplo. Hoy, en España, tenemos la ley del aborto más agresiva de Europa. ¿Es legítima esa ley? Esta ley ha tenido que imponerse por encima del criterio básico del derecho natural, que prescribe el derecho a la vida; por encima del criterio de comités científicos que han subrayado la existencia de vida humana desde el momento de la concepción; por encima del criterio racional/legal de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional; por encima de las encuestas demoscópicas, que unánimemente muestran un rechazo mayoritario en la población. Es decir que, con los criterios convencionales de lo que es legítimo, esta ley debería ser derogada y sus responsables deberían ser cesados. Sin embargo, esta ley va a salir adelante sin que ninguno de los poderes del Estado se atreva a elevar la voz y con el apoyo mayoritario de los medios de comunicación. ¿Por qué? Porque esos poderes temen contravenir lo que ellos consideran la opinión mayoritaria. Opinión construida desde el poder cultural.
Podríamos multiplicar los ejemplos –véase el caso del estatuto de Cataluña-, pero no es preciso. Lo esencial ya está puesto negro sobre blanco: hoy vivimos en un sistema donde la legitimidad depende de la opinión, la cual a su vez es orientada por los resortes del poder cultural. Dicho de otro modo: si alguien quisiera cambiar las cosas, tendría que ocuparse ante todo de reconquistar el poder cultural. Porque sólo así podrá darse la vuelta a los criterios que hoy fundamentan la legitimidad.
Hoy hemos entrado en una fase nueva del mundo moderno. Una fase que ya ha dejado atrás los tiempos de Gramsci y los de Daniel Bell. Hoy hay cosas que vemos con más claridad. Hoy estamos en lo que podríamos llamar “normalización del nihilismo”. La ruptura del orden ha pasado a formar parte del orden mismo. En la fase final de la “guerra fría”, la izquierda occidental descubrió que es mucho más fácil y cómodo apostar por la revolución moral que por la revolución en los medios de producción, sustituyó el objetivo de la transformación económica por el de la transformación de las costumbres, aceptó el marco capitalista como escenario de su proyecto de ruptura del orden… La ruptura del orden tradicional, para la izquierda clásica, era sólo un medio para lograr la desaparición de un sistema (el capitalismo) considerado injusto; ahora, por el contrario, se inhibe el dictamen sobre la injusticia del sistema capitalista y se pone todo el acento en la ruptura del orden social. A medida que las políticas socialdemócratas (y el paternalismo conservador, ojo) suavizaban el capitalismo, el giro se iba haciendo más inteligible: era perfectamente posible “cambiar el mundo” –es decir, instaurar el desorden- dentro de un sistema capitalista en el que, después de todo, se podía vivir. Muchas derechas colaboraron entusiasmadas a la tarea.
Pero ni esa izquierda ni esa derecha repararon en algo muy importante, a saber: que era justamente el orden tradicional, la red de solidaridad de la familia, la exigencia moral en la vida cotidiana, etc., lo que hacía que el capitalismo fuera soportable. Sin esas defensas, sin una guía moral que lo gobierne desde fuera, el capitalismo puede ser profundamente destructivo. Ahora bien, si uno mantiene al capitalismo sin bridas –la actual fase de globalización es el mejor ejemplo- y al mismo tiempo destroza las defensas externas (la familia, la moral) y relativiza cualquier concepto objetivo de bien y de verdad, entonces el resultado es que nada queda en pie. Nos encontramos en un mundo dominado enteramente por criterios técnicos, materialistas (llamémosle capitalismo), que se impone sobre una sociedad deshecha, fragmentada (llamémosle nihilismo), compuesta por individuos a los que se ha convencido de que su emancipación consiste en romper cualquier vínculo de tipo tradicional, sea material o espiritual. Esa combinación de nihilismo y capitalismo define la hora presente. Hoy estamos viviendo en la primera civilización enteramente materialista de todos los tiempos.
En una perspectiva más amplia, la pregunta que se nos queda pendiente es de una profundidad notable: ¿Cuánto más puede sobrevivir un sistema así? Es decir: ¿Puede sobrevivir un sistema de poder cuya legitimidad se funda sobre los vaivenes de una opinión pública orientada por minorías que no atienden al bien común, sino a su propio interés político? En general, la historia demuestra que todo intento por construir edificios con planos equivocados termina conduciendo, tarde o temprano, a la demolición súbita. Esta reflexión vale para el derecho natural: el derecho a la propiedad, el derecho a la vida o la dimensión religiosa del hombre son datos de la naturaleza humana; han existido siempre y siempre existirán. Si un poder se propone modificar eso, tendrá que violentar algo que está muy por encima de las posibilidades reales de cualquier poder. Inevitablemente, en un momento u otro, el jarro dará la vuelta. Y caerá sobre el osado.
Hay esperanza, pues. Pero, mientras tanto, el daño causado será muy grave y tal vez irreversible. La pregunta, entonces, es qué podemos hacer para reconducir el paisaje hacia parámetros más humanos. Qué podemos hacer para cambiar las cosas. Aquí se plantea de nuevo, y con urgencia, la cuestión del poder cultural. Hay que fomentar discursos nuevos, discursos de resistencia y de oposición al actual estado de nuestras sociedades, pero también discursos alternativos, discursos de reconstrucción. Y esa reconstrucción pasará necesariamente por la propuesta de una nueva legitimidad.
En un mundo como el actual, hecho a partes iguales de técnica y nihilismo, es urgente volver a plantear la necesidad de principios fuertes, principios que puedan orientar la vida común y, dentro de ella, la legitimidad del poder. A este respecto quizá no sea descabellado recuperar las viejas nociones del derecho natural como límite infranqueable, como frontera que el poder jamás debe traspasar. Esto, en todo caso, es materia para otro debate.
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