La nada es un abismo dentro de una esfera. La esfera la hemos creado nosotros: mitologías, filosofías, paradigmas científicos; el abismo siempre estuvo ahí. En la esfera hay dos ventanas: una nos muestra un puente que nos conduce a la nada como plenitud mística, como comunión con el todo, con el ser, con Dios; por la otra vemos un ciclón desencadenado que todo lo destruye a su paso, el ciclón del nihilismo y de la civilización de la técnica. Hoy nos hallamos, colectivamente hablando, en el ojo del ciclón: hemos sido succionados por él y nos hemos instalado en su corazón mismo. Pero desde aquí, desde dentro de la esfera, desde el ojo del ciclón, empiezan a verse nuevas ventanas, nuevas grietas, nuevas aberturas que nos invitan a saltar fuera del ciclón, al otro lado de la esfera, al otro lado de la nada. No será mañana, pero ya se anuncia el tiempo del post-nihilismo.
En el principio debió de ser la acción: la mirada vacía de un camarada muerto, el cadáver de una hembra antes deseable, el cuerpo exangüe de un niño cuya vida se truncaba de manera absurda; quizás, en el principio, fue la pregunta vertiginosa sobre el fin de uno mismo, tal vez la rebeldía bajo un orden sin justicia o el miedo a la naturaleza desbocada y cruel, sin duda el horror ante la certidumbre de que sólo un delgado lienzo nos separa de la aniquilación… Y después, el vacío ante la constatación de que no sabíamos cómo llamar a eso. En el principio debió de ser la ausencia de verbo. En el principio debió de ser el temor natural –instintivo, quizás animal- al caos y a sus infinitas formas, al sinsentido; el temor a la nada.
Nos es posible sentir la nada –su presencia espectral a nuestro lado, como una peligrosa sombra, también como lecho último en el que hallar por fin reposo, incluso como perenne tentación. Podemos, pues, sentirla. Pero, por el contrario, no nos es posible encarnarla. Eso está en su propia esencia: siendo la nada la inexistencia absoluta, resulta imposible dibujar su rostro. No podemos conferir a la nada materia ni forma. Pero somos permanentemente capaces de pensarla. En cierto modo, puede decirse que la condición humana reside justamente en eso: en una capacidad de abstracción que empieza (o termina) por la intuición de la nada.
El terror pánico a la nada acompaña como una sombra al ser humano. También su atracción vertiginosa, fatal. Lo descubrimos en la Biblia, en Homero, en Las mil y una noches, en las sagas, en la tradición hindú, también en cualesquiera relatos del origen… Nos ha venido acompañando hasta hoy y nos acompañará mañana, si es que nos queda un mañana. Ese terror y esa atracción son consustanciales a la condición humana: es el precio que hay que pagar por la conciencia de sí. Un ser incapaz de verse a sí mismo desde fuera –que esa es, al cabo, la expresión más elemental de la conciencia- podría contentarse con una existencia de objetos, con una vida reducida a la relación mecánica del sujeto con las cosas, relación reglada a su vez por instintos bien organizados. En cierto modo, hacia eso camina el ser humano bajo el condicionamiento psicológico de la era de la técnica. Pero al ser que sabe verse a sí mismo desde fuera, al que mantiene por tanto la conciencia autónoma de sí, no le basta el mundo de los objetos; necesita, además, darles un sentido. La conquista del sentido es algo más que un progreso decisivo en el proceso de hominización; es la condición misma de la cultura. Cuando ese sentido desaparece, cuando deja de verse en el horizonte, entonces emerge el miedo a la nada –un miedo que paraliza la acción y la reflexión, y que es tanto más intenso cuanto menos somos capaces de representarnos a su objeto, a eso que llamamos “nada”. Una cultura construida no sobre la búsqueda del sentido, sino sobre el cortejo a la nada, es una cultura abocada a la extinción; es Don Giovanni retando a la estatua del Comendador: su “Viva la libertad” es una oración fúnebre, incluso cuando en torno a ella percibimos un aura gloriosa. La suerte está echada.
No, nunca fue fácil representar la nada. Rothko casi llegó a conseguirlo –se suicidó antes de lograrlo, como tantos otros exploradores que llevaron demasiado lejos su atracción por el abismo. Por cierto que, a propósito de abismos, es sugestivo imaginar qué hubiera hecho Rothko de haber llegado a tiempo de conocer bien la esencia de los agujeros negros, esas expresiones físicas de la nada, esos precipicios totales de la materia: objetos de tamaño mínimo hasta la nulidad con una masa máxima hasta la desaparición, aspiradoras siderales donde la fuerza de la gravedad linda con el infinito. Lo que hay de más fascinante en los agujeros negros es que, en ellos, la nada es consecuencia del exceso de todo. Nacen de estrellas gigantes que liberan energías inconmensurables y las arrojan hacia el espacio; cuando el ejercicio explosivo se agota, y si el núcleo residual de la estrella es superior a tres masas solares, entonces la propia gravedad de la estrella consumida despierta una fuerza tan irresistible que el objeto se comprime hasta el hundimiento, hasta el colapso, hasta la desaparición. Ese proceso tarda menos de un segundo. Después, nada, ni siquiera un indicio visible: sólo una pequeña región oscura de la que nada puede escapar, sólo la oscuridad absoluta de lo que no existe.
En la naturaleza de los agujeros negros hay una suerte de pesimista moraleja cosmológica: a partir de la máxima abundancia imaginable de fuerza elemental se obtiene la única expresión imaginable de inexistencia física; en la apoteosis se avanza la ineluctable catástrofe. A fecha de hoy, ignoramos si ese proceso puede detenerse o incluso invertirse. Tal vez exista una suerte de gravitación cuántica. Eso, en todo caso, aún está por inventar. Lo que nos consta es que la nada es físicamente posible, o mejor dicho, que hay en el mundo físico regiones cuya naturaleza es la nada. ¿Enigma resuelto? No, porque, aún así, la pregunta prosigue más allá de lo físico: ¿Acaso eso que hay dentro del agujero, esa nulidad que no vemos porque su fuerza de gravedad es tan inmensa que nada puede escapar de ahí, acaso eso no es ya algo, no es una realidad a la que podemos dar nombre y representar en un mapa cósmico, siquiera sea bajo la forma de lo inexpresable –algo, por tanto, que existe en nuestra conciencia, luego existe? El agujero negro es algo que ya ha dejado de estar ahí porque en su ser no hay nada que nos permita hablar de existencia; sin embargo, sabemos que está ahí. ¿No es eso una forma de existir?
La nada que buscamos, la que obsesiona al hombre desde el origen, no está en los agujeros negros, pero tampoco conviene tomar a la ligera este descubrimiento fascinante. En los últimos cien años, la física nos ha acostumbrado a vivir con una realidad insospechada, una realidad sub-real (no exactamente surreal), que vive por debajo (o tal vez por encima) de nuestra realidad inmediata: teorías del caos, geometrías fractales, fenómenos de sincronicidad ajenos a la lógica causa-efecto, condiciones inimaginables del espacio-tiempo… Todo eso hace pensar que pisamos un suelo más sólido de lo que parece –un suelo más sólido de lo que somos capaces de pesar y de medir. Es como si por debajo de las reglas que nos mantienen vivos hubiera, además, otras reglas que mantienen perpetua su vigencia. Y si esto ocurre en el mundo físico, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo en el mundo social? La hipótesis de que también el azar es necesidad no repugna a la razón –aunque repugne al racionalismo. Lo caótico, lo imprevisto, lo orgiástico y lo desordenado no serían, en su estrato más profundo, sino manifestaciones sujetas a un orden superior. Si hay una nueva idea de Dios, podría ser precisamente esta: el orden que hay más allá del orden, el orden que da cuenta también del caos. Dios no está en las leyes que rigen el mundo y la materia visible, sino aún más hondo, en la fuente del lenguaje al cual obedecen esas reglas y, sobre todo, sus excepciones. Aquí carece ya de sentido la pregunta sobre si Dios juega o no a los dados: naturalmente que juega, pero siempre sabe lo que va a salir –porque juega con una aritmética secreta en la que también lo imprevisto es previsible, en la que también la nada tiene sentido. En los agujeros negros no está la nada que buscamos, pero su mera existencia ya suscita preguntas que pueden ayudarnos en nuestra exploración.
Eso, ciertamente, no nos redime de ciertas cosas. Si Rothko hubiera conocido bien la naturaleza de los agujeros negros, el suicidio habría llegado exactamente igual: cuando un hombre se asoma a la nada, lo que ve no es un agujero negro, sino algo todavía menos aprehensible. Un agujero negro, literalmente hablando, no es nada, pero tampoco es la Nada. La nada que los hombres han sentido, imaginado, pensado y padecido es algo que tiene una existencia bien real: está ahí, no podemos alejarla de nosotros, ni despacharla bajo forma de ecuaciones matemáticas en el límite de la curvatura del espacio-tiempo, ni confinarla en un rincón marginal del universo –como, por otra parte, hicimos con Dios. La nada de Rothko no estaba fuera, sino dentro de sí. Esa es la verdadera cuestión, y ahí es donde anida el problema que nos obsesiona desde el origen. Hay una larga tradición filosófica que ha intentado descartar a la Nada como elemento activo de la existencia: “De la nada, nada puede crearse”, decía Tito Lucrecio Caro. Y Persio: “Nada nace de la nada ni la nada puede convertirse en nada”. Y sin embargo, la Nada siempre ha estado ahí. ¿La Nada, nada es? Más bien, la nada no está; pero es.
Tratemos de imaginar la Nada, aún a riesgo de compartir penas con Rothko. Imaginémosla como un ente sin materia ni forma, un abismo, no un vacío; quizá como un espectro, pero vivo, vigente. Imaginémosla como objeto: un objeto que existe, palpitante y activo. Y para aprehenderlo, imaginemos a ese objeto, a ese abismo, envuelto, abrazado, rodeado por una esfera hueca, como dentro de un globo que en vez de aire guardara… nada. El objeto –la nada- mora dentro de la esfera, en su interior; nosotros, en el exterior. Sabemos lo que hay dentro de la esfera: una fuerza oscura que nos lleva a preguntarnos sin cesar por qué hay algo y no, más bien, nada; el horror al vacío es sólo uno de sus nombres. La esfera ofrece un aspecto sólido y, pese a ello, heteróclito y variopinto. Su superficie está tejida con los millones de materiales que los hombres, a lo largo de miles de años, han allegado para tratar de neutralizar su fuerza de atracción, para hacer aprehensible esa energía fatal y tenebrosa, para tratar de dar forma a la nada: las teogonías, las cosmogonías, las filosofías, las teorías científicas, también las artes y las fantasías… La existencia colectiva humana, desde un cierto punto de vista, puede definirse así: un largo e interminable trabajo para cubrir la nada con una capa que nos proteja de su influjo letal. Pero cada vez que vemos la esfera, sentimos vértigo; no por los materiales que la recubren, casi siempre bellísimos –a veces de una belleza patética, terminal-, sino porque volvemos a sentir en nuestra alma la punzante pregunta que late en su interior: al estilo heideggeriano, por qué hay algo y no, más bien, nada.
Naturalmente, siempre será más tranquilizador eludir la pregunta por la nada. Y a ese respecto, el lenguaje siempre nos regalará pórticos conceptuales por donde escapar con desenvoltura. Por ejemplo: nunca podrá reinar la nada mientras haya un hombre capaz de pensarla, porque la mera existencia de ese hombre, incluso si su consciencia se limitara a una mera percepción de fenómenos sensoriales, ya sería indicio de que hay algo. Dentro de ese “algo” figurará, con toda seguridad, el temor a que todo cuanto da significado a las cosas desaparezca –el temor a la nada. Hay nada porque somos capaces de concebir tal concepto –pero en realidad no hay nada. La nada nos sirve como referencia imaginaria para pensar lo que hay, pero no es nada en sí misma. En la historia de la Filosofía, el de “nada” es un concepto esencialmente negativo; no sólo porque niega la existencia de algo (de todo), sino también porque se asocia a nociones en sí mismas nefastas: aniquilación, eliminación, ausencia de toda vida y, consiguientemente, de toda virtud. Pero es un concepto imaginario: nos es útil, por contraposición, para pensar el ser, pero caeríamos en un error infantil al atribuir a la nada naturaleza alguna, pues lo que no es sujeto –porque no existe- no admite predicados. Con ese espíritu, Descartes se definió a sí mismo, en tanto que hombre, como un término medio entre Dios y la Nada. Bien, todo eso es verdad. Pero es verdad en el plano de un lenguaje construido ex profeso en torno al ser. Ese es el lenguaje con el que está hecha la materia que recubre la esfera de la nada. Esta nada del filósofo, como la nada del físico, es un concepto que no alcanza a explicar por qué con tanta frecuencia el suelo se abre bajo nuestros pies. Porque, como en lo dicho a propósito de Rothko, la nada que nos interesa no está fuera, sino dentro de nosotros. Y el hecho es que, ahí dentro, la nada sigue latiendo.
En condiciones normales, la bestia que mora dentro de la esfera no nos inquieta: nos hemos acostumbrado a vivir con ella, con la certidumbre de que es prácticamente imposible que escape –a cambio hemos pagado el precio de cubrirla hasta hacerla invisible: esa es precisamente la función de la esfera. A veces, empero, hay miradas que son capaces de descubrir en la esfera dos aberturas, dos ventanucos, apenas dos ojos de cerradura, estrechos y pequeños, pero suficientes para que algunos osados echen un vistazo ahí dentro. Esas aberturas se sitúan en dos extremos opuestos de la esfera. En un lado, la esfera se abre al espíritu, a la intuición de que quizá en la nada resida la plenitud del vacío y la razón última de todo ser. En otro, la esfera se abre a la aniquilación, al nihilismo, a la tentación de pensar que el mundo externo es una ilusión vacua, sí, pero no porque el verdadero ser esté en otro lugar, sino porque en realidad no hay verdadero ser y todo es impostura, y más valdría derribar las paredes de la esfera para que la nada lo invadiera todo. No faltará quien piense que tales aberturas no son propiamente tales, sino espejos que reflejan la mirada de quien observa desde el exterior.
Esas aberturas no están fijas; son móviles. Aparecen ante nuestros ojos cada vez que se mueven las gruesas capas de pensamiento y sentimiento que recubren la esfera, cada vez que esas placas tectónicas de la existencia histórica humana experimentan alguna convulsión –en las colectivas ilusiones y decepciones, en los grandes movimientos del espíritu, en las revoluciones y en las restauraciones. Entonces sus intersticios se rasgan y escupen chorros de nada, rojos e incandescentes como la lava que asciende desde las entrañas de la tierra para que la eyacule el cráter de los volcanes. Hemos conocido situaciones en que esos chorros, desbocados, se han derramado sobre la tierra. A veces han emergido por la abertura mística, y entonces civilizaciones enteras se han congelado en la negación de la existencia material fiándolo todo al espíritu, como en el viejo Tíbet; la nada como camino hacia el ser absoluto es una constante en la historia del espíritu, en una senda de desprendimiento de sí y de disposición a la auto-aniquilación que nunca ha desaparecido del todo en el paisaje de los hombres. Por el contrario, otras veces el chorro ha sido propulsado a través de la abertura nihilista, y entonces la tierra se ha recubierto de sangre y destrucción, como en esas etapas de ciego terror que jalonan la historia de las revoluciones y como en los órdenes que ese terror cimienta; suele acontecer que en tales casos se invoca el advenimiento de una figura que ponga orden en el caos y que devuelva la nada a su lugar, al interior de la esfera.
Miremos primero por la abertura que la esfera ofrece al espíritu: quizá veamos una oscuridad de densidad impenetrable, un vacío de todo ser, o quizás, aún más allá del vacío, podamos adivinar una luz tan pura que su fulgor nos ciegue. En el primer caso, la imagen de la nada como vacío nos conducirá a apreciar el orden del mundo, la nada nos invitará a abrazar el todo; alternativamente, si lo que vemos es esa luz cegadora, entonces las imágenes del mundo se nos aparecerán como mero reflejo lunar de la luminosidad verdadera y creeremos haber alcanzado la plena iluminación. La primera mirada nos enseña a amar más el mundo. La segunda, a abominar de él para acudir al encuentro con lo absoluto. Ambas miradas se filtran a través de la misma abertura; ambas coinciden en proceder de los ojos del espíritu.
¿Es posible mirar dentro de la esfera por la abertura del espíritu y volver al mundo más fortalecido, más seguro de sí, también embargado por un amor superior a las cosas? Sí, es posible. Se trata aquí de operaciones lógicas elementales, fundadas en la mera razón y en un noble sentimiento. La mirada hacia la Nada conduce directamente a la percepción contraria: la intuición del Todo. No hay camino más gráfico para percibir la existencia del Ser que el horror instintivo que produce la Nada. Al mismo tiempo, los espíritus familiarizados con la dimensión más profunda del Ser saben ver la nada bajo ropajes sacrificiales: el vacío apela a la plenitud, la nada llama al todo, el sentimiento de la aniquilación invita al sentimiento de la perpetua creación. Quizá porque un rasgo específico del espíritu humano sea el de poner inmediatamente orden ante el primer signo de caos, el instinto de llenar el vacío. Quizá también porque la idea de Todo nos procura un consuelo inmediato ante la visión de la Nada. O quizá, en fin, por esa compleja operación lógica que consiste en pensar que, si ahí está la Nada, lo que está al otro lado tiene que ser el Todo, y que si ahí reside el vacío es porque, aquí, reside la plenitud; del mismo modo que la velocidad sirve, entre otras cosas, para demostrar que la quietud es posible, y del mismo modo que no somos conscientes del valor del concepto “salud” hasta que aparece la enfermedad. El horror al vacío es una de las reglas sobre las que se sustenta el orden profundo del mundo. En el plano del espíritu, ese horror se manifiesta como horror a la Nada.
Pero cabe ver las cosas desde una perspectiva más aguda todavía. Porque, en efecto, el recurso al orden nos conforta cuando la visión de la nada nos asalta, pero nadie ignora que ese orden, a su vez, se edifica sobre cimientos precarios. El orden humano, como el orden cósmico, pasa periódicamente por la prueba del fuego –y la supera sólo rara vez. Y por ahí descubrimos que ese horror vacui no es, en realidad, sino una más de las capas de la esfera, una de las mil y una placas con las que hemos cubierto la nada –para no verla. Así el espectáculo de la aniquilación, individual o colectiva, física o espiritual, nos conduce a preguntas aún más hondas. Y puede llegarse a la intuición de que ese orden que vemos, humano o cósmico, no es más que pura apariencia, una frágil construcción destinada a desplomarse bajo el primer golpe de viento. Sin embargo, cabe intuir igualmente que algo debe de existir por debajo de todo eso, pues el mundo se sostiene. Y si el orden que vemos es pura apariencia, entonces habrá que buscar la realidad basilar de cuanto existe en un estrato más profundo, un estrato en el que nada nos ate a las cosas perecederas y finitas del mundo físico. Tal es el camino de la renuncia a todo, del abrazo a la nada, para encontrarse con la verdad; en la nada comenzaría la verdadera existencia. Y eso es lo que ve quien mira por la abertura espiritual de la esfera de la nada y descubre que en el no absoluto late el aliento del ser y de la plenitud. Quien así mira está viendo lo que el máximo exponente de la escuela de Kioto, el filósofo Keiji Nishitani, llama “nihilismo religioso”.
El nihilismo religioso exige un requisito previo: negar el mundo y sus servidumbres. La figura del “renunciante”, el que renuncia al mundo y sus afanes para emprender el camino del conocimiento puro, es asombrosamente antigua: la encontramos en la más vieja India, en la Grecia antigua, también en la cultura céltica y en la espiritualidad del Próximo Oriente. Es tan remota y está tan extendida que cabe suponerla tan antigua como el hombre. Esa figura surge de una reflexión profunda sobre la naturaleza del mundo y sobre la posición del hombre: todo en el mundo es finito y el hombre no es más que un ser precario, de manera que todas las cosas mundanas son impedimentos, obstáculos para el encuentro con la verdad. Renunciar a las cosas del mundo es el primer paso para acceder a un conocimiento superior. Cuantas menos ligaduras nos unan con el mundo, más cerca estaremos de su esencia. Eso incluye también las ligaduras fijadas a la propia persona, al yo. Y en el momento en que nos hallemos completamente instalados en la nada, liberados de todo –también de nosotros mismos-, entonces será posible vivir la experiencia de la plenitud.
La nada es, ciertamente, vista como aniquilación: lo que vemos dentro de la esfera es la negación de todo cuanto existe, más aún, es preciso haber negado todo cuanto existe para poder ver. Pero esa aniquilación lleva asociada una vigorosa potencia salvífica. En todas las religiones encontramos la figura de la muerte –física o espiritual, exterior o interior, cruenta o incruenta- seguida de una resurrección; una resurrección, y esto es lo importante, que se sitúa en un plano superior al de la anterior vida. Así la inmersión en la nada es el paso sacrificial para la ascensión a una plenitud nueva. Este camino hacia el Ser a partir de la nada –la abertura mística de la Nada- exige una condición previa, a saber: la percepción de que la existencia física no es sino un velo engañoso, un simple accidente que nos impide la visión de la verdadera realidad. Y la consecuencia lógica de esta operación, que es propiamente una muerte, es la resurrección: negando la existencia física seremos capaces de llegar al ser verdadero.
Sin duda quien más lejos ha llevado la reflexión sobre la experiencia religiosa de la nada ha sido el budismo zen, nombre que recibieron en Japón las doctrinas del budismo indio mahâyâna cuando llegaron allí procedentes de China. En Europa, la introspección mística medieval representa las cumbres más altas alcanzadas en ese mismo camino. Amador Vega ha dedicado un sabroso volumen a los vínculos que unen a la escuela de Kioto, que ha reactualizado los principios del budismo zen, con la mística europea medieval y con ciertas líneas del arte contemporáneo (Zen, mística y abstracción. Ensayos sobre el nihilismo religioso, Trotta, Madrid, 2002). Esos vínculos ofrecen el aspecto de un sólido puente tendido sobre la nada; un puente construido con gruesas cuerdas, cada una de las cuales es una oración. Ese puente, que saluda al peregrino con una admonición severa, es lo primero que uno ve cuando mira por la abertura espiritual de la esfera de la nada; el otro extremo del puente no es visible: se pierde en el abismo de un vacío vivido como plenitud.
También existen distintas formas de atravesar el puente. Entre las formas oriental y occidental del nihilismo religioso hay, según Nishitani, una diferencia decisiva: el lugar del sujeto en el proceso de asunción de la nada. El nihilismo religioso europeo es el resultado de haber sustituido a Dios por un yo autónomo y racional, basado sobre el vacío de la existencia. Por el contrario, el nihilismo budista identifica esa base vacía con la divinidad o con el despertar de un yo real, un yo que no es propiamente tal hasta que renuncia a la percepción subjetiva y a sus ataduras. El occidental mira dentro de sí hasta que no ve nada, y entonces, cuando toda dimensión del yo ha quedado vacía, puede aparecer Dios: “El fondo de Dios es mi fondo y mi fondo es el fondo de Dios”, dice el Maestro Eckhart. Pero quien mira sigo siendo yo, esto es, la persona permanece como requisito indispensable para el surgimiento de la iluminación. Eso es lo que entendía Nietzsche cuando se preguntó si acaso el “renunciante” no sería un afirmador de sí mismo. Inversamente, el budismo aspirará a una autonegación completa, a una identificación completa entre ser y nada en el vacío dejado por un yo sin yo; aquí la supresión del yo no es un requisito instrumental, sino que llega a convertirse en el principal objetivo del camino.
Esto, en todo caso, son variaciones sobre el mismo tema. Sin duda el exceso de subjetivismo que los de Kioto ven en Eckhart da testimonio de una tendencia inevitablemente europea en el pensar, del mismo modo que la búsqueda zen de la anulación absoluta del yo es síntoma de una tendencia inevitablemente oriental. Ese tipo de tendencias parecen inscritas en el estrato más hondo de nuestras civilizaciones. Ortega lo expresó acertadamente: el problema del occidental es la relación polémica con la propia alma, el problema del oriental es la relación polémica con el mundo. Pero el hecho es que ambas experiencias de la nada obedecen a la misma fusión de Dios y hombre en una unidad inextricable, por encima de toda duplicidad y de toda alteridad. Y eso es suficiente, en nuestro recorrido periférico por la esfera de la nada, para saber qué se ve cuando uno mira por la abertura mística: el puente es el mismo y lleva al mismo lugar. Cientos de miles lo tomaron antes de nosotros; se ignora el número de quienes llegaron al final.
Pero recorramos ahora el camino hasta el otro extremo de la esfera. Dentro sigue latiendo su objeto palpitante. Ahora, empero, no veremos más luz que la de un violento fulgor. Tampoco hay puentes; si acaso, instrumentos concebidos para la demolición. Lo que veremos podría describirse no como un objeto, sino más bien como una fuerza; una fuerza aniquiladora, terrible. No es una fuerza netamente introvertida, como la del agujero negro y su irresistible efecto gravitacional, aunque con éste comparte la cualidad de aspirar las cosas hacia su interior. Es más bien una fuerza comparable a la del ciclón: recorre el paisaje, succiona cuanto encuentra a su paso, lo destroza y lo deja tras de sí, asolado e inerme, mientras el ciclón sigue su camino. En esa labor destructora hay una evidente grandeza, una fascinante magnificencia: nadie puede imaginar fuerza comparable a esa que todo lo tritura y todo lo niega. Así, por cierto, definió Goethe al maligno y tentador Mefistófeles de Fausto: el espíritu que todo lo niega.
El ciclón se manifiesta, ante todo, como acción: asalta, conquista, finalmente aniquila… Pero haríamos mal en imaginarnos esa fuerza como algo enteramente repulsivo, al estilo de las pesadillas del Bosco o de Brueghel; esa es sólo una de sus apariencias. Por el contrario, hay en la fuerza del ciclón algo que fascina, sobre todo a primera vista, cuando se manifiesta como potencia pura –ese tipo de potencia que deslumbra y provoca el deseo de poseerla, de tenerla para sí, y con ella vencer las mil flaquezas y debilidades que acosan a la condición humana. ¿Qué podría llegar a ser este animal menesteroso, agobiado bajo el peso de su propio cerebro como en el poema de Benn, si pudiera derribar montañas y detener ríos, ganar tierras al mar y horadar la tierra, dominar a las bestias y a los elementos? Este poder se hermana con el saber. Del ciclón se puede decir lo mismo que ciertos teólogos sobre la naturaleza del mal: primero se aparece como luz (Lucifer), después como potencia (Diablo), sólo finalmente como destrucción (Satanás). El parentesco con figuras tradicionales –el robo del fuego divino por Prometeo o la tentación del árbol de la ciencia del bien y del mal- es tan cercano que no puede soslayarse. Pero en el ciclón hay algo más, algo que permite incluso superar las antiguas proscripciones de naturaleza religiosa, algo que también va más lejos que la ilustrada libido sciendi y su “saber es poder”. Y es que su fuerza no sólo nos promete domeñar la coacción natural, sino que también, y sobre todo, nos promete derribar la coacción de la propia conciencia, la coacción de la culpa. Lo verdaderamente tentador de esa potencia avasalladora no es que nos ofrezca el dominio sobre el mundo, sino que nos ofrece también el dominio sobre Dios. Y así acontece cuando miramos a través de la abertura nihilista de la esfera de la nada.
En efecto, para que las placas que cubren la esfera de la nada se abran por aquí, y no por otro lugar, es preciso un requisito previo: que Dios se haya retirado del mundo, esto es, que del corazón de los hombres se haya desvanecido la última certidumbre de que un principio superior rige las cosas. Por eso se trata de una fisura reciente: no cabe descartar que en otro tiempo haya existido la tentación de conquistar el desamparo, pero sólo el mundo moderno se ha edificado conscientemente sobre tal tentación –más aún: sobre tal conquista. Eso nos ofrece ya un indicio importante sobre la verdadera naturaleza de la abertura nihilista en la esfera de la nada: presupone que el hombre se sienta capaz de dominar por sí solo el mundo, con sus únicos medios, y con ellos imponer un orden autosuficiente. Lo cual implica que tales medios deban de existir. Y sólo la técnica moderna ha estado en condiciones de dispensarlos: sólo la técnica moderna ha permitido al hombre cubrir distancias crecientes en periodos cada vez más cortos, procurarse alimento en cantidades muy superiores a sus necesidades, elevar objetos sobre el aire y volar él mismo más alto y más rápido que las aves, explorar el fondo de los océanos y enviar observadores al espacio, matar en cantidades masivas con procedimientos de asombrosa economía, sanar enfermedades que durante milenios se tuvieron por mortales, penetrar en la materia hasta desvelar sus últimos secretos… Hoy la técnica ha posibilitado que el hombre sea prácticamente autosuficiente. El “seréis como dioses” se ha hecho realidad indiscutible. No necesitamos auxilios metafísicos para dominar. No necesitamos nada.
Retirada de Dios y dominio de la técnica son vértebras que se engarzan en la columna de la Nada. Esto ha venido a confirmar las primeras profecías conscientes del nihilismo: las de Nietzsche y Dostoievski. El nihilismo, según Nietzsche, aparece cuando la civilización deja de creer en ciertas realidades que antes daban sentido a la vida –llamémoslas “Dios”. La “muerte de Dios” de la que habla Nietzsche alude en realidad a la desaparición de toda referencia sobrehumana. Hasta un determinado momento de nuestra historia, la imagen de Dios ha sido el horizonte de nuestras vidas; la cultura occidental es una cultura construida ante la imagen de Dios en el horizonte. Pero diferentes procesos de carácter cultural –y, entre otros, el fenómeno de la ilustración técnica y científica- hacen que ese horizonte se vaya desvaneciendo: a partir de una idea cada vez más antropocéntrica del mundo, una idea según la cual el hombre es la finalidad última de la existencia, la imagen de Dios termina borrándose como quien borra una pizarra con una esponja. Es la muerte del espíritu. El adagio que define esta situación es bien conocido: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Lo cual también se puede entender así: “Si Dios no existe, nada tiene sentido”.
En el plano individual, el nihilismo es la actitud de quien asume la muerte de Dios y la eleva a norma de conducta. Nietzsche quería ir más allá del nihilismo. Aspiraba a un sobrehumanismo capaz de ir más allá de lo “humano, demasiado humano”; su idea del superhombre consiste en que la civilización sea capaz de ir más allá de esa pequeñez que es el hombre. Para eso habría que derribar todo lo que estorbara: “Lo que está cayendo, empujadlo”. Y a eso lo llamaba nihilismo activo. Pero él veía que el nihilismo peor, y el más extendido, sería el nihilismo pasivo: el de quienes se instalan cómodamente en la negación de toda norma, de toda obligación, de todo sentido superior de la vida. No es tanto el nihilismo del anarquista ruso que filosofa sobre el sinsentido de la vida, al estilo de los personajes de Dostoievski, como el nihilismo del individuo egoísta y hedonista que convierte su ombligo en centro único de la existencia individual y colectiva. Hoy el triunfo de la civilización sobre la coacción natural también ha permitido grandes progresos en el confort del sujeto, hasta el punto de hacer que todos los sujetos vivan para el confort. Ese es, en realidad, el nietzscheano “último hombre”.
Es interesante notar que el momento de máxima aceleración del dominio técnico del mundo es posterior al momento de mayor vigencia del nihilismo. Éste conoció sus primeras formulaciones conscientes en el último tramo del siglo XIX, es decir, en una época en la que coches de caballos cruzaban calles empedradas entre edificios sin luz eléctrica ni calefacción central, y en la que las servidumbres del hombre (sanitarias, sociales, económicas) se acumulaban hasta un grado que hoy nos parecería insoportable. Por el contrario, la mayor parte de los grandes progresos que hoy nos asombran y que permiten hablar propiamente de dominio técnico del mundo son muy posteriores: el dominio efectivo del átomo data de mediados del siglo XX, la conquista del espacio sideral no comienza hasta el tercer tercio del mismo, la gran revolución informática es todavía posterior y la secuenciación completa del genoma humano data de principios del siglo XXI. El siglo XX ha sido el siglo que ha hecho realidad el nihilismo, el siglo que vio cómo el ciclón de la nada se desencadenaba sobre todo lo vivo; pero las cosas no han sucedido de la manera jovial y vigorosa que se imaginó en el XIX, sino de un modo doloroso y sufriente, a través de padecimientos superiores a los que la especie humana tuvo nunca que soportar. La gran visión de quienes en este tiempo han patrullado en torno a la esfera del nihilismo, como Jünger, es precisamente esa: el sufrimiento, el intenso dolor que la dominación del mundo ha traído consigo. Para ser como dioses hemos tenido que asumir la obligación de ser nuestras propias víctimas sacrificiales.
Tal dolor es consecuencia, sin duda alguna, de la atracción del ciclón. A su alrededor ya no hay nada; eso quiere decir que ya no hay nada que lo detenga y que su fuerza aniquiladora puede extenderse sin trabas. La frase “Si Dios no existe, todo está permitido” es una de las vías posibles para que el ciclón se despliegue: si Dios no existe, esto es, si no hay nada, si no hay ningún orden propio de las cosas, sea inmanente o trascendente, entonces todo el campo queda libre para que el hombre imponga su orden propio. Ahora bien, el hombre no es más que un hombre: sus flaquezas no han disminuido al borrar a Dios del horizonte, y las novelas de Dostoievski –Los demonios, Crimen y castigo- son una buena ilustración del grado de patética insuficiencia que conllevamos. Por otro lado, ese “todo está permitido” no se predica sólo de quienes buscan la libertad, sino también de quienes buscan aniquilarla.
De aquí se llega directamente a lo contrario: “Si Dios no existe, nada está permitido”, esto es, si no hay orden subyacente en las cosas, si no hay sentido, entonces es menester imponerlo, y ese orden tendrá que ser tanto más férreo desde el momento en que nuestro mundo aspira a eliminar no sólo la coacción natural, sino también la coacción espiritual –la culpa. Por eso se equivocan quienes, muy superficialmente, identifican nihilismo con caos o anarquía. Al contrario, como vio Jünger, la imagen real del nihilismo es la de una organización pluscuamperfecta; el mundo nihilista sólo es caótico en los planos espirituales, en los planos no visibles: es ahí donde se manifiesta la naturaleza destructora del ciclón. Por encima de ese plano, la destrucción espiritual se corresponde con una hipertrofia de la construcción material. Hay una anécdota del arquitecto Le Corbusier que ilustra muy bien este punto. En cierta ocasión, cuando Le Corbusier exponía a las autoridades municipales de una ciudad francesa determinado proyecto, uno de los concejales tomó la palabra para expresar su espanto: “¡Ustedes llegan aquí con sus máquinas, lo arrasan todo y el resultado es nihilismo!”. Le Corbusier repuso: “Perdón, pero es que en eso exactamente consiste nuestro trabajo”. La anécdota sirve también para calificar anchas corrientes del arte contemporáneo.
La imagen exterior del mundo nihilista no es la del desorden, sino que se corresponde más bien con la previsión nietzscheana de los Estados-monstruo y del Estado como “el más frío de los monstruos fríos”. Con una importante precisión: la atrofia por crecimiento del Estado fue un proceso que correspondió a la primera fase del mundo nihilista, aquella en la que los grandes conceptos de la teología se secularizaron en conceptos políticos, como señaló Carl Schmitt; pero en nuestro tiempo ha ocurrido algo que podemos llamar “segunda secularización” y que ha consistido en que el Estado se ha re-secularizado a su vez en Mercado, y los conceptos políticos en conceptos económicos. Lo político, que al alba de la modernidad fue secularización de la teología, se ha secularizado a su vez en economía; del Estado-monstruo hemos pasado al Mercado-monstruo, Leviatán se ha reencarnado en Mammon, con el factor agravante de que Leviatán aún aceptaba la existencia de contrapoderes (los jueces, el dinero, la prensa, los propios ciudadanos), mientras que Mammon no acepta contrapoder alguno: ¿Dónde están los contrapoderes de los grandes consorcios bancarios o mediáticos, de los amos de la finanza y de la opinión? Sencillamente, no hay tales: el Mercado planetario (globalizado), a despecho de sus frecuentes invocaciones a la libertad de circulación y a la espontaneidad de los agentes, constituye hoy en día la forma más completa y férrea de orden que el mundo ha conocido jamás.
Esto nos devuelve a la cuestión de la técnica: hoy el orden –“la organización”, por emplear la terminología de Jünger; la Gestell, en la de Heidegger- se enfrenta a tales exigencias que debe redoblar sus esfuerzos, sus mecanismos de control, si queremos que el ciclón siga girando. La figura sirve para ilustrar también el camino de la modernidad bajo la guía de la técnica: hemos pasado de la promesa de universal redención a la realidad de la universal dominación. Y así el ciclón prosigue su camino.
Hoy el ciclón ha recorrido ya un largo trecho. Y nos hallamos en una situación singular. El nihilismo activo queda confinado en ciertas elites especialmente vinculadas al poder y al conocimiento: por ejemplo, los expertos de grandes firmas transnacionales que extienden redes globales de explotación y beneficio, o los científicos que exploran las entrañas del átomo, el genoma o el espacio estelar con un espíritu semejante al de pioneros que colonizan la última frontera del mundo –un espíritu semejante, pero en modo alguno idéntico: estos nuevos pioneros del poder y del saber no inspiran poemas, al margen de algún editorial épico en los periódicos. En todo caso, hoy el nihilismo activo es cuestión de minorías. Mientras tanto, el último hombre nietzscheano, el hijo del nihilismo pasivo, reina por doquier: cientos de millones de seres humanos se afanan en obedecer sin rechistar los designios de la gran máquina, persuadidos de que ésta, a pesar de sus aspectos siniestros o inconvenientes, a pesar de su poco corazón, garantiza el bienestar, aún más, la felicidad de amplias mayorías que anhelan replegarse sobre sí mismas en una vida cuyo horizonte termina en un grado razonable de prosperidad individual. Millones de personas se sacrifican todos los días en el altar del Moloch entregando su salud, su tiempo, su cerebro y su alma, también sus hijos, para que el gran proceso no se detenga.
Hubo un tiempo en que este sacrificio multitudinario revistió acentos de epopeya: en él podía verse la culminación –propiamente heroica- de la voluntad de poder en pos de un proyecto ya no humano, sino titánico, esto es, sobrehumano, como interpretó Jünger en El Trabajador. Hoy, sin embargo, tal interpretación sólo es válida allá donde existen elites conscientes de la altura propiamente post-histórica del trabajo que están realizando. “Post-histórica” porque en rigor constituye un paso más allá de la historia del hombre: termina el reino de los hombres y comienza el de los titanes. Por el contrario, los más –los “últimos hombres”- están en un escalón inferior: en el puro y simple fin de la Historia del nihilismo pasivo, en la aceptación, ni jubilosa ni resignada, de un horizonte que han percibido como su propio horizonte, adornado con la risa vacía –llena de nada- de un showman de la televisión. Esa aceptación no conoce grandes zozobras. Dostoievski imaginó que el nihilismo conocería una curación a través de la prueba del dolor: el espantoso final de Hipólito en El idiota, los suicidios de Smerdjakov (Los hermanos Karamazov), Stavroguin (Los demonios) o Svidrigailov (Crimen y castigo)… Siempre hay una mecánica de purificación consecuencia de la culpa, y esa purificación devuelve al nihilista a su comunidad. Pero la cuestión, hoy, es que no existe tal sentimiento de culpa, ni comunidad alguna a la que volver, fuera de la sociedad del nihilismo pasivo con su anonimato de masas.
Estamos consiguiendo el prodigio de deshominizarnos: perder la conciencia externa de nosotros mismos, suspender la pregunta por el sentido, limitarnos a una relación de objetos con el mundo que nos rodea. Ahora bien, eso es una misión imposible, porque los humanos somos lo que somos, y todas esas cosas forman parte de nosotros; ahí residen buena parte de las “patologías de la civilización”. Cuando nuestros congéneres zozobran, acuden a la consulta del psiquiatra; lo hacen con el ánimo de quien lleva su vehículo al taller, donde unas cuantas reparaciones mecánicas pondrán cada cosa en su sitio. Otros, mirando desde otra perspectiva, buscan consuelo en las capillas de la espiritualidad heterodoxa, que rara vez son garantía contra la muerte del espíritu. Ni en uno ni en otro caso se verifica una recuperación, una purificación, una redención: simplemente, los mecánicos hacen su trabajo y el individuo puede volver al mundo del nihilismo pasivo con los nervios en mejor estado.
¿Y qué piensan de la nada nuestras gentes, nuestros congéneres, nuestros hermanos? Está ocurriendo algo singular. Hasta hace poco, temíamos a la nada; temíamos mirar ahí dentro, en la abertura nihilista de la esfera, porque sabíamos que íbamos a hallar la desconsoladora situación del ser para la muerte en un mundo sin ser. Hoy, sin embargo, hemos ido un paso más allá: hemos llegado a la conclusión de que incluso eso no es nada, de que ni siquiera tiene sentido el plantearse la falta de sentido. Sencillamente nos dejamos arrastrar por el ciclón, ya plenamente absorbidos por él, mientras éste continúa su camino derribando horizonte tras horizonte y elevando piedra sobre piedra en la construcción de un orden a cuya carrera no se le ve final. Por así decirlo, hemos entrado ya en el ojo del ciclón, en su centro, donde, según se dice, reina la calma más absoluta. Por eso podemos entregarnos a cultivar el confort mientras a nuestro alrededor todo se descompone: la naturaleza, las almas, las culturas, las relaciones entre las personas… Lo que define nuestra situación no es que todo se descomponga –eso ya ha ocurrido antes-, sino, como decía Lipovetsky, que a todo el mundo le importe un bledo; eso es lo nuevo, ese es el horizonte final del nihilismo pasivo: la Gran Inhibición.
Miramos a través de la abertura nihilista de la esfera de la nada y nos vemos a nosotros mismos. En algún momento esa placa se abrió y el ciclón nos succionó. Tampoco faltó quien nos empujara dentro; conocemos sus nombres y a algunos les hemos puesto altares. Miramos a través de la abertura nihilista en la esfera de la nada y vemos el camino de los últimos doscientos, trescientos años, como si todo estuviera sucediendo a la vez en un mundo donde el tiempo hubiera sido abolido y fuera posible la existencia simultánea del pasado, del presente y del futuro. También del futuro, sí: de ese futuro que obsesiona al hombre hasta hacerle perder el juicio en brazos de la superstición. Un futuro que, en sustancia, no nos depara nada diferente a cuanto hemos vivido ya: la misma lucha de un hombre solo y menesteroso contra un mundo peligroso y hostil, la misma preocupación eterna por nuestro destino después de la muerte y por el hecho de la muerte misma, la misma sensación de miedo y estupor ante la mirada vacía de un camarada muerto, ante el cadáver de una hembra antes deseable, ante el cuerpo exangüe de un niño cuya vida se trunca de manera absurda, como en el principio, cuando fue la acción y no había verbo… Seguiremos cubriendo la esfera con gruesas placas de razón y de oración.
Nuestra situación, con todo, no es peor que la de nuestros padres. Quizá incluso sea un poco mejor. Hace ochenta, cuarenta o veinte años aún se pensaba que estábamos trabajando por el progreso, por el orden o por la libertad: las ideologías habían teologizado la gran construcción moderna y cada nuevo avance de la dominación aún podía esgrimir el argumento de la emancipación; se trabajaba por la libertad, por la igualdad, por el socialismo, por la prosperidad, en definitiva, por el futuro, y cada una de esas palabras paliaba el efecto devastador de la construcción tecnoeconómica, cada una de esas palabras era una nueva placa en la esfera de la nada. Hoy, por el contrario, las cosas aparecen bajo una luz nueva. Es la gran ventaja de estar ya en el ojo del ciclón: la perspectiva mejora. Así podemos ver que al invocar el futuro del progreso, al invocar esa utopía en la que dominación y emancipación se confunden, estábamos recubriendo la esfera desde dentro, instalados ya en su interior, viviendo en el nihilismo de los últimos hombres. Esta percepción todavía no es mayoritaria, pero empieza a abrirse paso desde los puntos más dispares: en la preocupación ecológica, en la denuncia de la muerte del espíritu, en la búsqueda de nuevas formas de conciencia, en la censura a la civilización económica, en la exploración de nuevas vías de participación política, en el rescate de modos tradicionales de socialidad; también en las artes, donde los estertores de la abstracción nihilista empiezan a alumbrar, aquí y allá, ensayos para una búsqueda nueva del sentido.
Estamos asistiendo a la aparición de nuevas grietas en la esfera. La gran novedad, el gran hallazgo de nuestro tiempo, es que las estamos viendo nacer desde dentro. Estamos en el ojo del ciclón. Ese es el punto desde el que vemos surgir las nuevas grietas y, con cada una de ellas, una nueva esperanza. Son, con todo, esperanzas lejanas: el ciclón gira demasiado deprisa en torno a nosotros; cada nueva grieta, cada nueva imagen de fuga, gira a toda velocidad como en un caleidoscopio enloquecido. Así sería inútil tratar de escapar por ellas: la propia fuerza del ciclón nos repelería, nos estrellaríamos contra sus paredes y volveríamos al punto de partida. Sin embargo, sabemos que con cada nueva grieta la fuerza del ciclón decrecerá.
Sabemos dónde está la Nada: no ahí fuera, en un rincón del universo, en una región oscura, sino dentro de nosotros mismos. Sabemos cómo acercarnos a ella: es esa esfera que la civilización ha ido cubriendo con placas para contener a la Nada y que no escape. Sabemos lo que veremos dentro de la esfera: en un extremo, el puente que lleva a la comunión con el Todo a través de la aniquilación del Yo; en otro, la imagen fulgurante de un ciclón que todo lo arrasa. Sabemos dónde estamos nosotros: aquí y ahora, dentro de ese ciclón, en su ojo de máxima calma y de máximo riesgo. El siguiente paso es el más difícil: saltar fuera del ciclón, volver a atravesar sus paredes aniquiladoras. Volver a poner la nada en su lugar. Una vez más. Tal vez hasta que nos vuelva a succionar.