El origen de la ideología globalista: la gran falsificación
(Publicado inicialmente en la revista El Manifiesto)
José Javier Esparza
La globalización es un fenómeno material, un hecho de civilización. Trae causa de procesos muy concretos que conciernen sobre todo al ámbito de los transportes y la comunicación, y que han puesto en común, de forma acelerada y en una gran parte del planeta, lo mismo flujos financieros que intercambios de productos y mil cosas. Todos lo sabemos y poco más hay que decir: la globalización es la atmósfera de nuestro tiempo. Pero el globalismo es otra cosa.
El globalismo o, si se prefiere, la ideología globalista, es la doctrina según la cual la globalización debe convertirse en inspiradora de principios y valores, los cuales, por otro lado, han de estar puestos al servicio de la propia globalización, juzgada esencialmente buena. Es como si pretendiéramos convertir a una máquina, que por naturaleza es una herramienta y por tanto es moralmente neutra, en una suerte de predicador moral que exige universal obediencia con el único objetivo de mantener a la propia máquina. Esa es la relación entre la globalización y el globalismo.
La ideología globalista parte de un principio implícito: el mundo es uno y es bueno que así sea. Y si no nos aparece como tal, ya que los hombres y los pueblos son visiblemente distintos, es porque hay obstáculos que deben ser derribados, precisamente porque el objetivo moral es la unidad de todo y de todos. La globalización deja de ser un hecho para convertirse en un programa. Lo cual, dicho sea de paso, ata las manos -o, más precisamente, amordaza- a cualquiera que pretenda someter a juicio tal o cual aspecto de la globalización, pues el fenómeno ya ha quedado definido de antemano como bueno y deseable y, aún más, inevitable.
Desde el punto de vista filosófico, la clave del asunto está precisamente en esa presunción de bondad superior que se otorga a la globalización, y que es la base ideológica del globalismo. ¿Por qué un mundo unificado tendría que ser mejor que otro fragmentado? La respuesta a esa pregunta esencial está muy lejos de la globalización propiamente dicha. Porque si la globalización es un fenómeno relativamente reciente, por el contrario el globalismo tiene antecedentes muy lejanos y sumamente ilustres, antecedentes que se remontan al origen mismo del pensamiento moderno que son, por así decirlo, la legitimación filosófica de la globalización. Estamos hablando de la convicción de que el mundo es uno y el hombre también, y que la tendencia natural de la humanidad es regirse por unos mismos principios, supuestamente racionales, válidos para todos y en todo lugar, con independencia de identidades culturales, tradiciones políticas, necesidades económicas locales y demás obstáculos en el camino de la luz universal.
El sueño cosmopolita
La idea de que el mundo es uno y los hombres son esencialmente lo mismo por doquier forma parte del bagaje más antiguo del pensamiento ilustrado. De hecho, podría escribirse una línea genealógica entera del globalismo a partir de esta presunción de unicidad. Émeric Crucé, en el siglo XVII, propone un mundo enteramente pacificado, regido por la ley suprema del libre comercio y bajo la convicción de que hay una sola humanidad. El mismo espíritu animaba al Abate de Saint-Pierre cuando escribió su Proyecto de paz perpetua en Europa, fechado en 1713 y cuya ambición era involucrar a todos los países del mundo. Pero el verdadero teórico del mundo unido, el gran filósofo de un universo cosmopolita es Imanuel Kant, que expuso sus tesis, sobre todo, en dos obras: Ideas para una Historia Universal en clave cosmopolita y La Paz Perpetua.
Kant, más que Hegel, es el verdadero inspirador de la filosofía de la Historia de la Ilustración, cuna de las diversas ideologías de la Modernidad. Kant cree que la Historia es una marcha del género humano hacia su moralización. Tal moralización significa una cosa: la emancipación absoluta del individuo. Emancipación, ¿de qué? De todos los vínculos que en el mundo antiguo le retenían: la comunidad, la religión, los reyes, la tradición... Sólo un hombre libre de esos enojosos vínculos llegará a ser verdaderamente libre, verdaderamente “moral”. Y, liberado, podrá marchar hacia el futuro del género humano, que es el de un mundo unificado bajo los valores de la emancipación individual, la civilización moderna, la libertad del mercado, etc. La canción debería sonarnos.
Para Kant, el primer gran paso hacia ese nuevo orden fue la Revolución francesa, que él definió literalmente con el término “Entusiasmo”. Había, no obstante, un enemigo en el horizonte: el Imperio austríaco, síntesis del trono y el altar y metáfora, por tanto, de esos viejos vínculos que el nuevo hombre moral debe abandonar. Sólo la guerra contra Austria podría liberar a la entera humanidad. Y cuando esté liberada, habrá de caminar, primero, hacia una Federación de Estados, y luego, por fin, hacia un Estado Mundial; un Estado Mundial que se considera como el supremo bien.
Nótese cuál es el punto de partida de Kant: existe una aspiración natural de los hombres hacia una existencia moral. Kant define lo moral a su manera, pero no demuestra ni que él tiene razón, ni que ésa es la aspiración “natural” de todos los hombres. Kant parte de un prejuicio ideológico -la identificación entre existencia moral y libertades individuales burguesas- y además recurre a un truco muy común en todo el pensamiento ilustrado: identificar al burgués ilustrado europeo del siglo XVIII con el género humano en su conjunto; identificar los intereses del burgués liberal con los intereses de todo ser humano. Dicho de otro modo: Kant justifica moralmente la imposición de las ideologías de la modernidad en todo el mundo, de buen grado o por la fuerza, en nombre de su superioridad moral. Otra canción que debería sonarnos.
Hay quien, visto con ojos de hoy y obnubilado por el peso incomparable de la civilización técnica, piensa que todo esto sólo son filosofías que, finalmente, importan poco en el dibujo del poder mundial. ¿Qué tendrá que ver Kant con el FMI y los planteamientos de Kristalina Georgieva? Y sí, cierto, son filosofías, pero no cometamos el error de infravalorar el poder de las ideas. El propio Kant hablaba expresamente de la posibilidad de incluir un artículo secreto en los tratados internacionales donde quedara dicho que los estadistas seguirían las ideas de los filósofos (en el sobreentendido, por supuesto, de que todos los filósofos pensarían lo mismo que Kant). No vamos a defender aquí la extravagante tesis de que los políticos de los dos últimos siglos han obedecido a Kant y han incluido en sus tratados ese “artículo secreto”; nos basta con constatar que todos esos tratados han seguido las consignas universalistas o cosmopolitas señaladas por Kant y por los que pensaban como él. Por otra parte, las cosas están clarísimas: basta ver la evolución reciente del orden del mundo para comprobar hasta qué extremo Kant supo captar la vocación, el destino del mundo moderno. El mundo está caminando exactamente en la dirección que Kant marcó, Estado Mundial incluido. ¿Puede ser casualidad?
La gran construcción
La aspiración al Estado Mundial, llamémosle así o de cualquier otra manera, es omnipresente en el discurso globalista. Implícita o explícitamente, todos los poderes de rango local son de continuo instados a unirse al plan general. Lo interesante es constatar que el llamamiento viene de muy lejos. También el socialismo se soñó universal, planetario, una vez abolidas esas supuestas herramientas de opresión que son las naciones. Llamativa convergencia entre el sueño socialista y el sueño capitalista que no deberíamos dejar caer en saco roto, pues demuestra que, al menos sobre este punto, ambas familias proceden de un mismo aliento.
Viniendo a fechas algo más recientes, la construcción del mundo único, que aún no se llamaba “mundo global”, conoció una transparente formulación programática en los famosos “catorce puntos” del presidente norteamericano Woodrow Wilson, inmediatamente después de la primera guerra mundial. En buena medida, esos puntos han sido la semilla de todo cuanto ha venido después. ¿Lo recordamos? Desaparición de barreras económicas, libertad universal de navegación en los mares, desmantelamiento progresivo del sistema colonial, desguace de los imperios austro-húngaro y otomano (es decir, de las dos pervivencias mayores del mundo antiguo), propuesta de una asamblea de naciones… Los catorce puntos de Wilson fueron la primera formulación de lo que luego se llamaría “nuevo orden del mundo” bajo el signo de la globalización. Llama la atención que una de sus prioridades fuera el desmantelamiento de los viejos imperios, como quería Kant. Pero es enteramente lógico, pues estos imperios, fundamentados en valores completamente contrarios a los de la humanidad única y cosmopolita, eran enemigos existenciales para el gran proyecto.
Que tal era el espíritu del tiempo es algo que quedó meridianamente claro al final de la otra guerra, la segunda. En 1944, las potencias aliadas -y aquí la iniciativa es especialmente anglosajona- pergeñan dos tratados: uno es la “Carta Atlántica”, que supone la extinción de los viejos imperios ultramarinos y que dará lugar a la descolonización; otro es el de la Conferencia de Bretton Woods, que significa el nacimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Toda esta operación respondía a una meta claramente definida de la política del presidente americano Roosevelt con un eslogan que debería resultarnos sugestivo en el presente contexto: la creación de un One World, un único mundo. Aquellas instituciones nacían para regentar, gestionar, dirigir la vida económica del planeta. A partir de ese momento, se ponen los medios para construir un nuevo orden del mundo, de ambición planetaria y talante económico, legitimado a través de la presunta superioridad moral de su sistema de convivencia (libertad individual, democracia, etc.); exactamente tal y como lo había deseado Kant. El mundo comunista fue un rival para este proyecto durante algún tiempo, porque proponía, al menos teóricamente, un modelo alternativo de mundo unificado, pero se hundió bajo el peso de sus propias contradicciones.
Fukuyama no se equivocaba cuando habló, poco después del hundimiento soviético, de “fin de la Historia”. A pesar de lo mucho que se ha escrito y hablado sobre este hombre y su tesis, no parece que se haya entendido demasiado bien lo que quería decir: ¿Que la Historia se termina? ¿Es el apocalipsis? ¿O al revés, es que terminan los conflictos? Pero no, no se trataba de eso. Fukuyama no estaba diciendo ninguna estupidez, y lo entenderemos mejor si vemos que lo que él llamaba “Fin de la Historia” equivale a lo que Kant llamaba “Estado Mundial”. Seguimos moviéndonos en la lógica de la Ilustración, de la visión cosmopolita de la Historia, de la Historia entendida como un movimiento guiado por un finalismo moral.
Kant había dado a la Historia una dirección determinada y concreta: la consecución de una unificación universal bajo los valores de la modernidad, cuyo eje es la razón universal y la emancipación individual (en términos actuales: democracia liberal y capitalismo mundial) y, al fondo, implícitamente, un mercado universalmente abierto. En esa misma lógica, Hegel consideró que la Historia es una lucha por conseguir esa emancipación universal, identificada con el triunfo de la Razón Ilustrada, la razón universal, en todo el globo; por consiguiente, cuando la Razón Ilustrada se imponga, cuando ya no haya enemigos, el mundo nacerá a un nuevo orden y la Historia habrá terminado. Lo que Fukuyama hace es bucear en la ideología moderna, actualizar los planteamientos de Kant y Hegel y aplicarlos a la situación contemporánea. Y Fukuyama, con toda lógica, llega a la conclusión de que ese Fin de la Historia se ha producido ya, desde el momento en que nadie parece que vaya a detener el triunfo de la Modernidad, justamente identificada con la victoria del libre mercado, las democracias liberales y, en aquel momento, la hegemonía de los Estados Unidos. El Fin de la Historia no significa otra cosa: los últimos imperios, los últimos obstáculos para la victoria de la ideología moderna han desaparecido. Por consiguiente, el sueño de Kant y Hegel se ha realizado ya.
Conviene entender la tesis de Fukuyama como lo que es: un discurso de legitimación del nuevo statu quo internacional, del mismo modo que los discursos de Kant y Hegel eran legitimaciones de las revoluciones burguesas. Y podrá sonarnos más o menos extraño, pero la verdad es que los mismos que gobiernan el mundo, los miembros de esas instituciones que hoy se llaman a sí mismas “globales”, comparten el análisis de Fukuyama y creen, como él, que hemos llegado al mejor mundo posible, y que toda oposición a este estado de cosas debe ser ahogada antes de que nazca. La casta dirigente del planeta vive, mentalmente, espiritualmente, en el Fin de la Historia y en el Estado Mundial.
La falsificación
Hasta aquí, el desarrollo histórico del concepto de “mundo global” podría parecer gemelo del ascenso y apoteosis de la democracia liberal. Ahora bien, por el camino han ocurrido otras muchas cosas que han desviado el rumbo, y la más notoria de ellas ha sido, sin duda alguna, la revolución cultural que vivió Occidente desde los años 70 del pasado siglo (digamos el 68, por poner la fecha convencional), cuando innumerables procesos de carácter social, cultural, religioso, económico, etc., vinieron a converger para modificar radicalmente el paisaje. ¿Recordamos algunos hechos fundamentales? Desaparición de las religiones como referente moral colectivo en el ámbito occidental, apoteosis de la sociedad de consumo, extinción de las familias como instancias de vida comunitaria, difusión de un orden de vida profundamente individualista, transnacionalización de los flujos económicos, movimientos masivos de migración, transición del orden económico desde la producción hacia lo financiero, deterioro acelerado del crédito de las instituciones políticas… En fin, todas esas cosas que han venido presidiendo nuestras vidas en el último medio siglo y donde, por cierto, no ha sido cuestión menor la difusión universal de un programa de culpabilización de la huella histórica de Occidente. Lo cual, por cierto, no deja de ser un acto de justicia poética: el proyecto de unificar el mundo, que es un proyecto esencialmente occidental y que sólo en el camino del pensamiento occidental tiene sentido, ha conducido a la condena de la propia tradición histórica occidental. Qué talento…
El objetivo de este texto sólo es bucear en los orígenes del pensamiento globalista, de manera que no podemos entrar detenidamente en los mencionados procesos de transformación. Sin embargo, es muy importante subrayar que fue aquí, precisamente aquí, cuando el gran movimiento dejó de parecerse a la humanidad cosmopolita que soñaba Kant para empezar ya a adoptar el rostro que hoy conocemos, con su fragilidad social, su nihilismo moral, su descrédito de las instituciones políticas clásicas y su completa subordinación a los dictados de la economía y la técnica, unos dictados que ya no responden al interés general, ni siquiera al interés individual de los agentes en el mercado, sino simplemente al interés de la propia dinámica globalizadora. Que, ciertamente, dista mucho de lo que Kant o el abate de Saint-Pierre pudieran tener en la cabeza, pero esto es lo que hay.
Desde los años 60 del siglo XX, el faro de los movimientos colectivos deja de estar donde antes estuvo, ya fuera en la política o en la religión, para situarse ahora en los predicadores de las instituciones globales. Son ellas, con el respaldo absolutamente acrítico de los gobiernos de las naciones occidentales, las que han construido el paradigma ideológico del mundo nuevo. De ellas provienen cuestiones como los cálculos -siempre errados- sobre el colapso demográfico, los programas transnacionales de “salud reproductiva”, el fomento de la migración de carácter socioeconómico con la cobertura moral de acogida a los “refugiados”, la promoción de la revolución tecnológica en nombre de la autonomía personal o la imposición de políticas energéticas so capa de luchar contra el cambio climático, por ejemplo. Todas esas cosas, en fin, que desde hace decenios constituyen el horizonte común de las preocupaciones públicas y cuya conclusión siempre es la misma, a saber: hay que adoptar políticas globales para solucionar problemas globales. ¿Y a quién corresponde tomar la iniciativa? A las autodenominadas “instituciones globales”, lo cual equivale a desterrar la capacidad de las sociedades para gobernarse a sí mismas.
A fecha de hoy, año de 2021, el horizonte del pensamiento globalista se dibuja con los siguientes trazos:
1- El hombre es igual en todas partes y en todas partes tiene las mismas aspiraciones; esas aspiraciones son, fundamentalmente, económicas. Por tanto, el orden “natural” del mundo será el de un Estado Mundial construido sobre criterios económicos. Y puesto que la naturaleza de la economía es global, las decisiones corresponden cada vez menos a los Estados y cada vez más a instancias transnacionales, ya sean públicas o privadas.
2- Esa igualdad radical se ve obstaculizada por las culturas autóctonas, los valores y las creencias heredadas, siempre y cuando sean ajenas o irreductibles al cuadro de valores de la modernidad. Por consiguiente, se considera legítimo eliminar esas barreras. Basta pensar en las políticas deliberadas de desconstrucción identitaria en todas partes, y en la sustitución de las viejas identidades políticas y territoriales, e incluso de clase, por otras nuevas de tipo sexual, “racializado”, generacional, etc.
3- Dado que la igualdad es universal y moral, todo obstáculo político o de otro tipo debe ser desarraigado. Así, por ejemplo, queda condenado el ejercicio de la soberanía nacional como delito mayor de nuestro tiempo. Las instituciones políticas se convierten en algo cada vez más superfluo, y también la política en sí misma, pues no puede haber política allá donde no hay polis.
4- La historia es un proceso de carácter finalista, con un sentido determinado, y ese sentido es el de construir un mundo homogéneo, la convergencia de todos los pueblos y todas las culturas en el modelo occidental. Quien se oponga a eso, se opone a la marcha de la Historia. Anatema.
Podríamos añadir otros desarrollos, pero estos son, grosso modo, los dogmas fundamentales del globalismo, que se han convertido en la versión contemporánea, y seguramente espuria, del viejo sueño cosmopolita de la Ilustración. Centenares de escritores, profesores e intelectuales, apoyados por fundaciones privadas o centros oficiales y publicitados por los medios de comunicación, construyen y divulgan día a día esta ideología con el objetivo de que todos los hombres la asuman como propia. Y quien no rubrique sus presupuestos, queda marginado, condenado como “peligroso”, “negacionista”, etc. Esta es la fe de nuestro tiempo.
La penúltima versión del catecismo globalista, cada vez más simplificado a medida que su poder se impone, es sin duda el programa del Foro Económico Mundial, una institución privada que actúa desde hace tiempo como promotor de las denominadas “políticas globales”. El FEM funciona bajo el modelo típico de la profecía autocumplida: define problemas que conducen por sí mismos a un solo tipo posible de solución, en general concebida de antemano. Vale la pena recordar cuál es el horizonte que el FEM dibuja para la humanidad, porque en esos puntos, tan simples, queda patente el gran programa:
- Uno, no tendrás propiedades y serás feliz: alquilarás lo que quieras y será entregado por un dron.
- Dos, Estados Unidos no será la superpotencia líder en el mundo; mandarán un puñado de países (no nos dicen cuáles ni cómo, pero la ascendencia china es evidente).
- Tres, no morirás esperando a un donante de órganos, porque ya no trasplantaremos órganos, sino que imprimiremos órganos nuevos en su lugar (con impresoras 3D).
- Cuatro, comerás mucha menos carne por el bien del medio ambiente y de nuestra salud.
- Cinco, mil millones de personas se desplazarán por efecto del cambio climático, habrá que trabajar mejor para acoger e integrar a los refugiados.
- Seis, los contaminadores tendrán que pagar por emitir dióxido de carbono, habrá un precio global para el carbono y esto hará que los combustibles fósiles pasen a la historia.
- Siete, hay que prepararse para ir a Marte, los científicos encontrarán la manera de habitar en el espacio. Es el inicio de un viaje para encontrar vida extraterrestre.
- Ocho, los valores occidentales han alcanzado su punto de ruptura, y no hay que olvidar los controles y equilibrios que sostienen nuestras democracias (no termina de verse cómo encajan ambas afirmaciones, pero esto es lo que textualmente nos dice el vídeo del FEM).
Este es el texto literal del gran programa. En general, es la misma mezcla de utopismo progresista, futurismo tecnológico y globalismo político que viene alimentando las proclamas de las instituciones transnacionales desde hace no menos de cuarenta años. Luego, por supuesto, está lo que no se dice, lo que hay que buscar en la letra pequeña (pero no tanto como para que no se vea) de los propósitos del FMI y del programa del Foro Económico Mundial, y que es lo siguiente: la condición implícita para que este mundo nuevo funcione es que las grandes decisiones dejen de estar en manos de los Estados y pasen al ámbito de instancias transnacionales, globales, supuestamente capaces de gestionar fenómenos que exceden las capacidades de una soberanía nacional.
El fenómeno -la globalización- se ha convertido en espíritu -el globalismo-, y aspira a sustituir nuestra atmósfera natural por otra nueva. Desaparece el vigor de los viejos estados, sí, pero no exactamente para alumbrar eso que Jünger llamó “Estado Mundial”, sino para emplazar en su lugar algo que podemos entender mejor si lo vemos como un “sistema”: a partir de ahora, los Estados se convierten en actores complementarios (cuando no secundarios) y el protagonismo pasa a una red estrechamente entrelazada de organismos financieros, comerciales, diplomáticos y políticos (y militares) cuya existencia individual reposa en la existencia de los otros y en el funcionamiento simultáneo del conjunto. La vida de unos agentes queda subordinada a la de otros y, a la vez, se convierte en condición para la supervivencia de éstos. No es preciso concebir un “director de orquesta”: el orden global queda preparado para que todo marche a la vez y de manera relativamente autónoma. “La unidad del mundo –decía Kundera- significa que nadie puede escapar a ninguna parte”. Exactamente.
No hay que dejar de subrayar que esos nuevos agentes son, en rigor, completamente antidemocráticos: nadie los ha elegido, no responden ante nadie, son meras estructuras de poder de carácter neo-feudal cuyo objetivo mayor es el mantenimiento del sistema que los alimenta. La cobertura ideológica del cosmopolitismo ilustrado, la levita de Kant, le sirve para seguir presentándose como faro de las libertades públicas y privadas, pero el retroceso efectivo de éstas en los últimos años debería alertarnos sobre su auténtico propósito. En el fondo, trazar el origen del pensamiento globalista debería servirnos para llegar a una conclusión mayor: estamos ante una gigantesca falsificación.