Pensamiento único y enseñanza religiosa escolar
José Javier Esparza
Conferencia para la Fundación Educatio Servanda, Zamora, 7.11.09
Para aclarar el campo, quiero empezar diciendo que yo soy partidario de que se enseñe Religión en las escuelas. Por supuesto, soy partidario de que los padres católicos puedan proporcionar a sus hijos enseñanza de la fe desde las escuelas públicas. Pero, además, creo que también a los otros padres, a los que no son católicos, se les debe ofrecer la posibilidad de que sus hijos adquieran conocimientos sobre Religión. Simplemente, porque el camino del hombre sobre la Tierra, desde el principio de los tiempos, es incomprensible si prescindimos del elemento religioso. Luego desarrollaré este punto, pero me parece conveniente empezar planteando desde qué posición hablaré.
El tema que se me ha propuesto es la relación entre la enseñanza de la Religión y la ideología del pensamiento único, que es también la ideología de lo políticamente correcto. Es un planteamiento que me parece extraordinariamente oportuno, porque, de algún modo, viene a contraponer a la Religión con su contrario. Habrá quien considere exagerada esta perspectiva: ¿Acaso lo “políticamente correcto” es una religión? ¿Qué tiene que ver el veto sobre el tabaco, por ejemplo, con la salvación del alma? ¿No es comparar magnitudes incomparables? Sí, lo es. Pero aquí justamente es donde está el problema. Voy a tratar de explicarme.
I
Empecemos aclarando conceptos. El término “pensamiento único” apareció en Francia en los años 90 (pensée unique) aplicado estrictamente a la fe en la globalización económica. A partir de ahí, la fórmula se extendió a varios frentes. Yo quiero aclarar antes de nada qué vamos a entender aquí por “pensamiento único”: por “pensamiento único” voy a entender esa especie de tiranía sorda que hoy se extiende por todas partes y que, literalmente, obliga a que toda manifestación pública sobre determinadas cuestiones se mantenga dentro de unos límites precisos. Esos límites son los que marca la “corrección política”, y a partir de ahora utilizaré indistintamente una u otra fórmula para hablar de la ideología dominante.
Lo que caracteriza a los tópicos “políticamente correctos” del pensamiento único es la vacuidad intelectual y la ausencia de hondura. Comparar ese universo de conceptos –o, más bien, de etiquetas- con el acervo conceptual de la religión –de toda religión- es un ejercicio casi cómico, porque es como comparar a José Bono con Carlos I de España y V de Alemania, por poner un ejemplo que todos podremos entender. Ahora bien, el hecho, hoy, aquí y ahora, es que el pensamiento único, lo “políticamente correcto”, pretende imponerse sobre las conciencias con el rigor, la exclusividad y la extensión que en otro tiempo reivindicaban para sí las religiones. Esto es algo que se percibe especialmente bien –hasta el dolor- cuando uno se dedica a actividades de comunicación pública, sea en el periodismo o en la enseñanza. Resumámoslo así: en los últimos diez o quince años se ha impuesto una auténtica tiranía sobre las conciencias que pretende dictar qué es lo bueno y qué es lo malo, qué es lo correcto y qué lo incorrecto. Y el término “tiranía” no es exagerado: quien se salga del corral, de la línea, de lo “políticamente correcto”, queda expuesto al vituperio público, a la ira del jefe e incluso a la pérdida de su puesto de trabajo. Esto en periodismo pasa. No es ninguna broma.
De manera que, de entrada, hemos de desprendernos de ese prejuicio que nos lleva a ver lo “políticamente correcto” como una moda, una frivolidad, un simple epifenómeno de rango menor. No, no: estamos asistiendo al nacimiento de una ideología concebida para el tiempo del fin de las ideologías. Una ideología que aspira a convertirse en norma rectora, obligatoria, de las conciencias –por eso es un pensamiento único. Podemos hablar perfectamente, sin exagerar, de una suerte de “religión laica”. Lo “políticamente correcto” es, en rigor, una manifestación material de esa nueva ideología. En tanto que tal, esta ideología pretende derribar, primero, y suplantar después, a todas aquellas construcciones que antaño estructuraron las conciencias. En plata: la nueva ideología pretende ser una alternativa a la religión. Eso es lo verdaderamente importante. Y por eso me gustaría ceñir mi exposición a hablar de lo “políticamente correcto”: qué es, cuándo y cómo y por qué surgió, qué representa y cuál es su alcance (un alcance mucho mayor de lo que comúnmente pensamos). Y verán ustedes que, para esa ideología nueva, la enseñanza de la Religión es un engorro, un obstáculo, algo que hay que eliminar. Y por eso nos interesa aquí.
El término “corrección política” surgió en el ámbito anglosajón, y especialmente en los Estados Unidos, para definir la ideología imperante en los medios de comunicación progresistas a partir de los años ochenta y noventa. Esta ideología no se manifestaba como corpus, como doctrina cohesionada (según pudo manifestarse el marxismo, por ejemplo), sino que aparecía más bien como un repertorio de tópicos y, en particular, de vetos: prohibido hablar de la diferencia racial, prohibido hablar de las diferencias de inteligencia, prohibido defender la diferencia de sexos, prohibido fumar, prohibido ser obeso, prohibido… Eso era la “political correctness”. En el contexto anglosajón, la corrección política aparecía como respuesta de las clases intelectuales progresistas a la llamada “revolución conservadora” desatada desde los tiempos de Ronald Reagan. Tuvo un efecto inmediato en la prensa, en la televisión y en los programas de la enseñanza pública, es decir, en el poder cultural. Y de ahí que inmediatamente pudiera ejercer una ostensible presión sobre el conjunto de la opinión pública.
Casi inmediatamente, los mismos tópicos de la “political correctness” pasaron a Europa, y sin variar su sentido: las mismas prohibiciones sobre los mismos vectores ideológicos. En Europa, la corrección política arraigó especialmente en la izquierda, que encontró en esta moda una plataforma eficaz para mantener sus pretensiones de superioridad moral, bastante quebrantadas después del autodesplome del comunismo. Retengamos, pues, el primer dato importante: lo políticamente correcto es un rasgo característico de la izquierda occidental. Y avancemos ya una cuestión decisiva: en la ideología de lo políticamente correcto, la izquierda occidental ha transferido la idea de la revolución económica al terreno de lo social y lo moral; ya no aspiran a socializar los medios de producción bajo la dictadura del proletariado, sino a reconstruir de arriba a abajo la moral de la sociedad según principios que sólo podríamos calificar como nihilistas. Dos puntos fundamentales, pues: uno, que lo políticamente correcto es un rasgo específico de la izquierda occidental; el segundo, que su campo de aplicación ya no es la economía, sino la moral.
II
¿Cómo se manifiesta esta nueva ideología de lo políticamente correcto? Podemos proponer algunos casos concretos y reflexionar sobre ellos. Por ejemplo: hace unos pocos años, el gobierno (socialista) de Castilla-La Mancha difundía en las escuelas un manual de sexualidad que ponderaba los beneficios de la masturbación y las relaciones lésbicas. La iniciativa suscitó un notable escándalo: hay ciudadanos que quieren mantener su derecho a vivir y a enseñar la sexualidad conforme a una moral tradicional libremente elegida, y ese derecho y esa libertad se veían atacados. Atacados, ¿en nombre de qué? Aparentemente, en nombre de la emancipación sexual y de la igualdad de todos ante el placer, es decir, dos tópicos políticamente correctos.
Lo interesante es que en todo este asunto –que no podemos conjugar en pasado, porque el problema no ha parado de crecer- hay algo que va más allá del sexo. Lo que estamos viendo es una inversión expresa de la moral tradicional. Y aquí “tradicional” no quiere decir “antiguo”, sino clásico, canónico. Esa ética tradicional ha sido refrendada por la historia y por el pensamiento en el largo camino de nuestra cultura, y ello en nombre no sólo de la Cruz, sino también de la Ciudad. En sus rasgos esenciales, toda ética tradicional, cristiana y no cristiana, reposa sobre un mismo principio: el deber, el sacrificio generoso, la renuncia de sí. El camino virtuoso es el de quien logra elevarse sobre sí mismo –dominándose. Nuestro repertorio ético está lleno de expresiones que sancionan este modelo de virtud: “vence quien se vence”, “vale quien sirve”, “nobleza obliga”. Pero lo que ahora estamos viviendo camina en sentido inverso: vence quien se satisface, vale quien puede comprarse placer, nada obliga a la voluntad salvo el imperativo del bienestar. Y no es la primera vez que esto ocurre, pero sí es la primera vez que el propio orden, el poder público, patrocina la empresa de la inversión moral.
¿Cuál es el origen de esta operación? ¿Desde dónde y por qué se mueve esta inversión moral? No es difícil rastrear el origen de esta operación. Aquí se dan cita una serie de temas ideológicos modernos muy claros: el materialismo, que suprimía la dimensión espiritual en provecho del dominio físico; el individualismo, que ensalzaba al hombre como centro del cosmos, y aquel liberacionismo sexual que traspasaba al principio del placer la dialéctica de la lucha de clases. De algún modo, es el triunfo del paradigma ideológico moderno.
Pero, ¿de verdad podemos hablar de triunfo? Oh, desolación: resulta que tan ambiciosos principios –materialismo, individualismo, liberación sexual-, que habían sido los dogmas de la modernidad, terminan ahora reduciéndose a una apología de la masturbación, a una risible reductio ad clítoris. En esta ética de postrimerías, el materialismo ya no es una voluntad de dominio, sino una mutilación del horizonte de la existencia; el individualismo ya no es una glorificación de la autonomía del sujeto, sino una reducción al universo mínimo personal; la liberación sexual ya no es una potencia emancipadora frente al orden, sino una vía rápida y conformista para la satisfacción inmediata del individuo. Es como si el Hombre Moderno, elevado a estatua por las revoluciones y el progreso, hubiera decidido bajarse del pedestal y orinar en una esquina. Es la imagen del hombre caído que se refocila en su nueva situación, en su propia caída.
En la ética clásica, el hombre bueno es el que se desprende de sí mismo. Inversamente, en esta especie de nueva ética que hoy se propugna, el buen camino es el de quien se abandona, el de quien se deja llevar. Hemos cambiado el modelo del hombre superior por la apología del hombre inferior. Ya estamos pagando las consecuencias. Pero en lo que a nuestro asunto concierne, retengamos esto: lo políticamente correcto es una especie de versión doméstica, en zapatillas, de los viejos principios modernos.
III
Doméstico y en zapatillas, sí, pero no por eso menos invasivo, menos violento. Como su motor es la presunción de superioridad moral, la corrección política no se para en barras a la hora de ejercer su dominio. En la estela de lo “políticamente correcto” reaparece algo que podríamos llamar terrorismo de la virtud o puritanismo sin Dios. Veamos otro ejemplo.
Este Gobierno nuestro, con esa gracia que tiene, ha ejecutado un extraordinario recrudecimiento de la legislación contra el hábito de fumar. En eso ha seguido el mismo camino que empezaron en los Estados Unidos. Las innovaciones pueden resumirse en esta proposición: fumar es malo y el fumador es culpable. Un ancho abanico de sanciones reglamenta el veto con carácter casi universal. Y lo llamativo de su “talante” no es, evidentemente, que fumar se considere malo (que lo es), sino que el repertorio de la represión legal eleva la desproporción hasta el delirio. Todos tenemos en la cabeza un ejemplo sangrante: en España te pueden multar por fumar en un lugar público, pero no por practicar abortos ilegales.
Tan represiva legislación anti-fumador está dando lugar a una extravagante paradoja. Ocurre que en España, hoy, el consumo de drogas está despenalizado, bajo la presunción de que se trata de una enfermedad; por el contrario, se penaliza el tráfico, según la muy razonable convicción de que es nocivo para la salud social. Pero con el tabaco ocurre lo contrario: su consumo queda ásperamente penalizado mientras que su tráfico sigue siendo legal y, además, continuará reportando al Estado cuantiosos ingresos vía impuestos. Lo cual deja al Estado en un curioso lugar: padrino de prácticas nocivas, capo legal del tráfico de drogas, cooperador necesario de conductas que vulneran la ley. Por el ridículo hacia el absurdo. Qué talento…
Estamos ante un ejemplo típico de terrorismo de la virtud. “Sin terror, la virtud es impotente”, decía Robespierre. No nos llevarán a la guillotina (todavía) por fumar, pero el fondo doctrinal es el mismo: un gobernante que confunde la política con la moral (con su propia definición de la moral) se propone conducir a las gentes, tribu descarriada, hacia la tierra prometida de la virtud a través de una legislación opresiva. “Sed virtuosos de grado o por fuerza”: son los daños colaterales del optimismo antropológico, consecuencia habitual de la filantropía cuando el filántropo se toma a sí mismo por espejo de la perfección. Schatov, un personaje de Los demonios de Dostoievski, tenía al ser humano en muy alta estima; tan alta que, cuando los hombres fallaban y no respondían a sus elevadas expectativas, Schatov les escupía al rostro. Pero seguramente nuestros gobernantes no habrán leído a Dostoievski, y eso que podría construirse una parábola descriptiva de su carrera con los títulos del ruso –Humillados y ofendidos, El jugador, Crimen y castigo, también El idiota.
Estamos ante un puritanismo de la peor especie. Lo que hacía terribles a los puritanos, aquellos radicales que en 1564 se escindieron de la iglesia anglicana porque la consideraban demasiado católica, no era tanto su rigorismo doctrinal como su sentimiento de superioridad: por una interpretación interesada de la predestinación, se consideraban superiores al resto de los creyentes. Nuestros nuevos puritanos también se consideran superiores, pero hay una diferencia decisiva: su rigorismo doctrinal y moral descansa sobre conceptos materiales, por tanto efímeros, como “higiene” o “salud”. Son ese tipo de conceptos que, aunque respetables, tienden a quedar relativizados por el sentido común cuando los contrastamos con la caducidad de la existencia. Pero para eso hace falta pensar que la existencia física es en sí misma precaria y limitada. Si no, si uno no tiene más horizonte que esa vida mortal, entonces los conceptos de higiene y salud se convierten en fines en sí mismos, en estrictos imperativos categóricos. Este es el razonamiento que subyace en la normativa anti-fumadores. Y es clara ilustración de hasta dónde puede llevar la persecución de la virtud cuando se ejecuta sin un criterio superior a la virtud misma. Es la pesadilla de un puritanismo sin Dios.
Lo más probable es que estas nuevas normas, de puro absurdas, queden sin cumplir, del mismo modo que, a principios de los cincuenta, ya nadie hacia caso de aquella casta proscripción que vetaba a los novios el beso en los lugares públicos. Pero no hay que esperar que el poder, hoy, sea menos tenaz que entonces. Entre otros motivos, porque el optimismo antropológico suele surtir el nocivo efecto de la violencia. Otra vez Dostoievski: “Ese tipo de amor a la humanidad que se caracteriza por el odio a las personas singulares”. Ahí estamos. Y este es otro rasgo muy importante, propiamente definitorio, de lo políticamente correcto.
IV
Después de ver estos ejemplos, la pregunta natural es la siguiente: ¿De dónde ha salido todo esto? ¿Qué es lo que ha llevado a la izquierda occidental a abanderar con semejante furia esa serie de preceptos morales, sexuales, so capa de higiénicos, hasta convertirlos en argumentos políticos de primera magnitud? Antes subrayaba dos puntos importantes que aconsejaba retener: uno, que la corrección política es un rasgo característico de la izquierda occidental; el segundo, que se trata de una especie de ideología de sustitución respecto al viejo credo revolucionario, una traslación de la vieja revolución económica y política al campo de lo moral, de las costumbres, de la vida cotidiana. Hablaré ahora un poco de este segundo punto, que me parece fundamental para entender lo que está pasando. Y les propongo hacerlo soltando un concepto nuevo sobre la mesa: ideología de la cancelación. Ya verán cómo el asunto tiene mucho que ver con el tema general de estas jornadas, que es la enseñanza de la religión.
Bien, ¿qué es la ideología de la cancelación? Es aquella convicción según la cual la felicidad de las gentes y el progreso de las naciones exige cancelar todos los viejos obstáculos nacidos del orden tradicional. Hay que cancelarlo todo: patria, familia, moral, educación, identidad y, por supuesto, religión, porque todo eso es vestigio de un mundo retrógrado y oscuro. Hay que liquidarlo como se liquidan las existencias de una tienda –por cierre del negocio.
La liquidación, por supuesto, ya no se ejecutará al viejo estilo, con banderas rojas y cabezas empaladas; esas cosas ya no se llevan, porque asustan al gentío. Lo que tenemos delante es, más bien, algo así como una “vicerrevolución”, por emplear el término que hace más de veinte años exploró Fernando Savater: un movimiento de apariencia blanda y suave, sin conmociones sanguinolentas y, ante todo, envuelto abundantemente en las rituales invocaciones del diálogo y la paz. La “vicerrevolución”, por otro lado, ya no actúa prioritariamente sobre las estructuras que sostienen al poder –el dinero, el ejército, todo eso-, sino que presta especial atención a la base real de la vida colectiva: a las convicciones, a las costumbres, a la educación. Es ahí donde la ideología de la cancelación se extiende poco a poco, llevando a todas partes su mensaje: la nación es una realidad periclitada, la familia es una institución del pasado, la religión es una superstición de otros tiempos, la moral es una cuestión de puntos de vista, la ley debe adecuarse a los contextos. Eso es lo que está pasando en España. Esa es la ideología que se va imponiendo desde el poder.
La “ideología de la cancelación” no se la ha inventado Zapatero, ni siquiera el socialismo español –históricamente muy parco, por otro lado, en innovaciones doctrinales. Es una línea de pensamiento que apareció en Occidente en torno a los años sesenta, al socaire de las “revueltas” estudiantiles de California y París. Muy sumariamente, podemos sustanciar el asunto en esta proposición: para cambiar el mundo hay que cambiar a la gente, y para cambiar a la gente hay que cambiar sus valores. Y si la gente no quiere cambiar, es que tiene miedo a la libertad, como escribió Erich Fromm.
Nadie ignora ya que en aquella marea del 68 confluyeron olas de muy distinto tipo: por un lado, la vulgarización de los postulados teóricos freudo-marxistas, que otorgaban un papel esencial a la liberación sexual y a la ruptura de las instituciones tradicionales como palanca del cambio revolucionario; por otro, el progresivo aburguesamiento de las grandes masas en las sociedades occidentales, masas que estaban deseando escuchar un mensaje así –emancipador y, al mismo tiempo, hedonista- tras los duros años de la disciplina de posguerra; en tercer lugar, la propaganda del poder cultural comunista, engordado al calor de la guerra fría y prácticamente hegemónico en todo Occidente, poder que no podía sino estimular aquellas convulsiones en la medida en que debilitaban al adversario. No hay que minusvalorar la influencia de aquellos acontecimientos: en buena medida, cambiaron el perfil de la civilización occidental.
Después, como es sabido, la reivindicación del 68 giró hacia postulados tan individualistas y hedonistas (el “derecho al orgasmo”, por ejemplo), tan burgueses, que los comunistas más serios condenaron el movimiento, como Pasolini. Pero el hecho es que a partir de aquí, de estas conmociones, surgió una izquierda nueva en Occidente, y especialmente en Europa. Una izquierda que ya no sólo renunciaba a la dictadura del proletariado, como había hecho la vieja socialdemocracia, sino que ahora modificaba el terreno de juego de la revolución, del cambio social: frente (o junto a) la conquista de las instituciones, se apostaba por la “microrrevolución” en la vida cotidiana, como dijo André Gorz. Así el arsenal ideológico de la izquierda irá llenándose de cosas que antes o no existían, o eran marginales en sus programas: la eutanasia, la educación sexual de los niños, el aborto, etc. No es difícil ver aquí, por cierto, algo así como una versión light de los grandes programas revolucionarios de la preguerra, pero lo que cambia –y esto es decisivo- es el objetivo estratégico: el cambio político se subordina al cambio social.
Este giro ha sido común a todas las izquierdas europeas: desde los años setenta, todas ellas han ido adoptando la ideología de la cancelación. Y así la destrucción de la familia tradicional, por ejemplo, ha sido programáticamente tan importante como la consecución de conquistas sociales y económicas para los trabajadores. ¿Tan importante? No: más importante, mucho más. Sobre todo después de que, corriendo los años ochenta, el elefante del Estado del Bienestar, que era el gran logro socialdemócrata, entrara en crisis en todas partes. Cuando el Estado-Providencia demostró ser inviable –en Gran Bretaña, en los países escandinavos, pronto en Francia o en Alemania-, la izquierda europea acabó insensiblemente poniendo el acento en esa “microrrevolución” de la vida cotidiana que viene a condensarse en la ideología de la cancelación.
Es muy importante levantar acta del proceso histórico de la izquierda en los años ochenta y noventa para entender cómo hemos llegado hasta aquí, también en España. La crisis del Estado del Bienestar, prácticamente simultánea al autodesplome del modelo soviético, privó a la izquierda de sus referencias materiales, de sus espejos políticos prácticos. ¿Qué le quedaba? Sólo la inercia de un discurso de cambio social. Precisamente, sólo le quedaba la ideología de la cancelación.
Recordemos lo que pasaba en Occidente entre los años ochenta y noventa. En términos electorales, el paisaje había cambiado completamente: las figuras de Reagan, Thatcher o Kohl parecían asentar un predominio incontestable de las derechas. Pero en términos de poder sobre las conciencias, la hegemonía de la izquierda siguió siendo muy fuerte. Las bases puestas durante las décadas anteriores en la universidad o en la prensa siguieron dando su fruto. De este modo amaneció un mundo en el que todos los socialismos habían fracasado en la práctica, pero donde, pese a ello, sus voces seguían siendo las que dictaban dónde estaba la legitimidad, las que decían qué era bueno y qué era malo, las que construían los juicios y prejuicios de la sociedad. A lo largo de los años noventa, la fiebre viscosa de lo “políticamente correcto” se desplegó por todas partes consolidando una auténtica vigilancia sobre las conciencias. Hasta el extremo de que poderes que se reconocían en la “derecha” terminaban adoptando los criterios marcados desde la izquierda. No sólo en España, por cierto.
Por otro lado, la desaparición física de los grandes referentes de la izquierda –el Estado del Bienestar y, en otro orden, el modelo soviético- tuvo, paradójicamente, el efecto de facilitar el despliegue de la ideología de la cancelación. Por así decirlo, la izquierda dejó de dar miedo al orden establecido: hechas harapos las banderas de la nacionalización de los recursos financieros, de la socialización de los medios de producción, de la intervención en el mercado, ¿qué había ya que temer? Antes al contrario, la izquierda se presentaba ahora como un proyecto de relajación de lazos sociales y liberación de costumbres que, en realidad, no sólo no incomodaba al orden establecido, al Mercado, sino que incluso lo confortaba. Para el Mercado es mucho más cómodo contar con una sociedad de átomos que con una sociedad de comunidades: los átomos son mejores consumidores, porque su único horizonte son ellos mismos. Y la izquierda ofrecía las dosis precisas de “buenos sentimientos” para hacer más llevaderos los inconvenientes de la omnipotencia del Mercado.
V
No vale la pena prolongar la exploración sobre la historia reciente, pues es de todos conocida. Pero sí conviene ceñir conceptualmente las líneas de esa “ideología de la cancelación” que ha venido imponiéndose en Europa al paso de la evolución de la izquierda.
Una, fundamental: la destrucción de la vieja oposición socialismo/cristianismo, que había sido la línea de frente político-cultural en Europa desde el siglo XIX, y que ahora pasa a disolverse –entre otras cosas, por el progresivo retroceso del cristianismo- en el marco de una suerte de laicismo “blando”, ya no propiamente de Estado, sino más bien un laicismo “de Sistema”, pues son todos los poderes establecidos los que convergen en la marginación de cualquier referencia a la religión cristiana.
Otra línea, no menos importante: la ruptura del modelo de familia tradicional, bajo el pretexto de acentuar la protección de los derechos individuales; así, por ejemplo, se estimula el divorcio para anteponer los derechos del individuo a las obligaciones de la pareja, o se promueve la desaparición de la autoridad paterna (y materna) en nombre de los derechos del niño.
Aún otra línea, bajo el mismo argumento del derecho individual: la reducción del concepto de vida, que genera legislaciones promotoras del aborto y de la eutanasia. A ninguno de ustedes le costará añadir un largo etcétera.
Podemos sintetizar todas estas líneas en un solo proceso: si la modernidad ha consistido en un imperativo, sostenido en el tiempo, de liberar a los individuos de todos los lazos que tradicionalmente los ataban –la comunidad, la corona, las religiones, la familia, etc.-, lo que ahora se propone es un último y supremo esfuerzo para llevar el proceso a su conclusión, para arrancar la emancipación individual de cosas que hasta ahora se consideraban naturales, como la identidad cultural, la pareja y los hijos, la definición del género sexual o el propio concepto de vida. Estamos, pues, ante la fase final del discurso moderno de la emancipación.
Pero, por supuesto, hay un inconveniente: como esa emancipación no la logra uno de manera autónoma, sino que viene de la mano de un sistema ideológico-político-económico, la supuesta libertad del individuo queda en realidad sometida a una estructura de poder que, además, ya no descansa propiamente sobre unas instituciones visibles, sino que ahora se despliega bajo una intrincada red donde se trenzan los poderes mediáticos, financieros y políticos; red que hace al poder menos visible y que, por tanto, dificulta la oposición y la resistencia, incluso la simple disidencia. Así la lógica de la emancipación conduce, en realidad, a una nueva lógica de la dominación. Nos dicen que nos están liberando; pero nos lo dice el señor que manda, el que nos ordena y el que nos prohíbe. El triunfo de la ideología de la cancelación exige que renunciemos a preguntarnos por la verdad de las cosas. En vez de preguntarnos nada, hemos de aceptar las verdades que el sistema nos propone. Y son todas esas supuestas verdades las que, globalmente, constituyen el mundo de lo “políticamente correcto”.
Espero que ahora se vea con más claridad por qué la cuestión de lo “políticamente correcto” es tan importante para entender el actual estatuto de la enseñanza de la Religión. Y que ahora se vea mejor la idea que les proponía al principio: la enseñanza de la Religión es un obstáculo, y de los más serios, para el triunfo del proyecto de lo “políticamente correcto”, para esa ideología de la cancelación que es hoy el horizonte espiritual que el desorden establecido nos propone.
VI
¿Qué ofrece, en efecto, la enseñanza de la Religión? Ofrece, ante todo, un horizonte que va más allá del poder vigente. Ofrece una explicación del sentido de la vida y de la muerte, ofrece un vínculo a una identidad cultural determinada, ofrece un campo de normas morales que actúan en la vida cotidiana… Ese sentido, ese vínculo, esas normas, quedan completamente fuera del alcance del poder: quien cree en Dios, quien ordena su vida a un proyecto de construcción y salvación personales, quien orienta su existencia a una determinada manera de darse al prójimo, ese es un pésimo ciudadano para la ideología de la cancelación: en él confluye todo aquello que el desorden establecido ve como un peligro. Una persona educada en la trascendencia de la vida, en la dignidad sobrenatural del ser humano, en la continuidad colectiva de un camino metafísico sobre la Tierra, esa persona es un auténtico peligro para un sistema que, al contrario, pretende reconstruirnos sobre un patrón materialista e individualista. Y por eso defender hoy la enseñanza de la religión se ha convertido en algo… muy políticamente incorrecto.
En una situación así, creo que es imprescindible dar con el mayor vigor posible la batalla. Hay dos razones de peso. Primero, permitir que la enseñanza de la Religión se convierta en algo residual o marginal es algo que vulnera directamente un derecho personal: el derecho a elegir la educación moral de los hijos. La segunda razón es esta otra: por muchas ínfulas de puritanismo (sin Dios) que lo políticamente correcto se atribuya, el hecho es que su proyecto espiritual y moral está visiblemente arruinado, que no funciona, que no es capaz de transmitir principios eficaces; no es extraño que, en esa tesitura, los cerebros mejor equipados hayan empezado a hablar de una nueva relación entre lo religioso y lo laico, eso que se ha llamado “nueva laicidad”. Si me lo permiten, me gustaría ver ambos asuntos por separado.
VII
Empecemos por la primera cuestión, la del derecho a elegir la educación moral. Es muy importante subrayar el punto de partida, las cuestiones de principio. La primera: la educación no es un derecho del Estado, y aún menos un derecho del Gobierno; la educación es un derecho de las personas singulares. Este derecho, para ser pleno, debe incorporar la posibilidad de elegir el tipo de educación que uno desea para los suyos. En este contexto, la función del Estado es expresamente subsidiaria: debe –es su deber- garantizar el derecho de las personas a la educación. Y, en rigor, sólo debería acometer tal tarea allá donde los ciudadanos no estén en condiciones de hacerlo por sí mismos, y ello deteniéndose siempre en el límite que le marca la libertad de las personas.
Allá donde el Estado se arroga de facto el derecho a controlar el sistema educativo y a prescribir qué y cómo se debe enseñar, en realidad se está coartando el derecho a la educación, constriñéndolo, pues se obliga a las personas a ejercer su derecho en una sola dirección. La eventual titularidad pública de la educación tampoco otorgaría al Estado mayores derechos sobre el sistema de enseñanza, pues éste, al cabo, se financia con dinero que previamente se ha recaudado entre los ciudadanos. Es un argumento suplementario que refuerza nuestra cuestión de principio: el protagonismo de la educación debe corresponder a las personas, no al Estado; el Estado tiene la obligación de garantizar un derecho, no la potestad de ejercerlo en nombre de sus verdaderos titulares.
De esta cuestión de principio se deduce inmediatamente una consecuencia práctica: se garantizará mejor el derecho a la educación allá donde mayor sea la libertad real de las personas para escoger la educación de sus hijos. Eso afecta tanto al tipo de centro como al tipo de educación. El Estado, en nombre del bien común, puede proponer –y hasta imponer- normas de obligado cumplimiento en materia de contenidos, especialmente cuando se trata de armonizar los ritmos de la enseñanza y los ritmos de la sociedad; el ejemplo de las carreras universitarias es transparente, y también lo es la cuestión de la urbanidad, de los valores cívicos. Lo que ocurre es que este del bien común es un argumento que hay que tratar con exquisito respeto: no se puede definir un bien común al margen de la propia comunidad que evalúa qué es el bien.
Esto tiene su importancia cuando pensamos en polémicas como la de la asignatura de Religión, por ejemplo: si la mayoría de la gente tiene un concepto del bien, es ridículo que el Estado lo recuse en nombre de sí mismo. Lo sensato sería que el Estado escuchara a los titulares del derecho. Ahora bien, esto representa un obstáculo de primera magnitud para la ideología de la cancelación, puesto que ésta se ha determinado a actuar precisamente sobre las conciencias antes que sobre las estructuras sociales. Por eso la cuestión de la enseñanza de la religión se ha convertido, hoy, es una cuestión prioritaria de libertad.
VIII
Pero además de ser una cuestión prioritaria de libertad, la enseñanza de la Religión se ha convertido hoy en una necesidad social de primera importancia. Vamos así al segundo asunto que quería someramente sobrevolar: la ideología de la cancelación (llámesele laicismo en este contexto, si se prefiere) se ha manifestado incapaz de proponer principios que objetivamente hagan la vida colectiva e individual más digna; al contrario, es la principal responsable de eso que hoy por todas partes se llama “crisis de valores”. Y por eso hay voces nada marginales que proponen una “nueva laicidad”. O una “laicidad positiva”.
¿De qué estamos hablando exactamente? ¿Qué es la laicidad? “Laico” viene del griego “laikós”, que significa “alguien del pueblo”. A través del latín “laicus” pasó a definir a las personas que no pertenecen al clero. Después, en la terminología moderna, “laico” empezó a designar todo aquello que es ajeno –no necesariamente contrario- a las confesiones religiosas. Y aún más tarde, en el vocabulario político de la modernidad, y en particular en la Francia del XIX, lo laico y el “laicismo” pasaron a denotar la iniciativa del Estado para sustraer competencias a la Iglesia. Así lo “laico” dejó de ser un estatus –yo soy un laico- para empezar a ser una política –el laicismo- orientada al conflicto con la Iglesia. De este camino se deduce claramente la nuez del asunto: cuando la Iglesia dice “laico”, habla de lo que no es clerical pero convive al lado de la religión; por el contrario, cuando lo laico se enarbola como bandera política, suele implicar una actitud hostil hacia la presencia religiosa en la vida pública. Hoy ese laicismo es uno de los vectores fundamentales de la ideología de la cancelación, de eso que se manifiesta como “corrección política”.
Para entender esta trayectoria etimológica hemos de situarnos en el gran movimiento histórico de la secularización, que es la clave de la modernidad: los antiguos órdenes, sustentados sobre el origen divino del poder y el papel preponderante de la Iglesia, son sustituidos por órdenes nuevos que reclaman plena autonomía. Expliquémoslo siguiendo el patrón de Hegel: la modernidad representa la afirmación de la individualidad frente a Dios (Reforma protestante), frente al conocimiento (Ilustración) y frente al poder (Revolución); añadamos por nuestra cuenta la afirmación del interés individual y del dinero frente a la comunidad (capitalismo burgués). Ese gigantesco proceso de tres siglos implica por fuerza el destierro político de la religión, a la que ya no se reconoce derecho a estar en la plaza pública. El laicismo es la consumación política de este movimiento y se sustancia en una propuesta radical: confinar lo religioso a la vida privada.
La cuestión es que el mundo laico, al cabo, no ha sido capaz de generar una moral social firme, más allá de un “sistema de egoísmos”. Podríamos hablar de fracaso del “Estado predicador”. La moral ilustrada se ha resuelto hoy en relativismo y en nihilismo, lo cual se hizo especialmente patente a partir de los años setenta del pasado siglo. Eso no estaba en el programa de los modernos y ha obligado a una profunda reflexión. Reflexión, por cierto, gemela de la que se estaba viendo forzada a hacer la Iglesia. A partir de aquí, el diálogo ha empezado a ser viable.
Tal diálogo se ha materializado de manera muy visible en el intercambio entre Sarkozy y Benedicto XVI, pero tiene un antecedente decisivo: el diálogo entre el propio Ratzinger y Jürgen Habermas, recogido en Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión (Encuentro, Madrid 2006). Resumámoslo así: la sociedad democrática –elecciones, Estado de derecho, libertades fundamentales- se basa en principios ajenos a la propia democracia; sólo son posibles desde la creencia común en una serie de valores que no son religiosos, pero que han sido legados a Occidente por la tradición griega, romana y cristiana. En consecuencia, si en nombre del laicismo desterramos la tradición espiritual de nuestra civilización, estaremos destruyendo los propios fundamentos de la democracia y las libertades.
Cuando hablamos de “laicidad positiva” nos movemos en este campo conceptual. Así Sarkozy en San Juan de Letrán: “La República tiene interés en que exista una reflexión moral inspirada en convicciones religiosas. En primer lugar, porque la moral laica corre el riesgo de agotarse o de transformarse en fanatismo cuando no está respaldada por una esperanza que llene la aspiración al infinito. Y también porque una moral desprovista de lazos con la trascendencia está más expuesta a las contingencias históricas”. Y así Benedicto XVI en el Palacio del Eliseo: “Es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado ante ellos. Y, al mismo tiempo, valorar más claramente el papel insustituible de la religión en la formación de las conciencias y su aportación al consenso ético de fondo en la sociedad”. De ambos planteamientos se deduce la conveniencia de una laicidad positiva que “al mismo tiempo que vela por la libertad de pensar, de creer y de no creer –así lo dice Sarkozy-, no considere que las religiones son un peligro, sino más bien una ventaja”.
Probablemente estamos ante el tema de nuestro tiempo. Desde el lado del pensamiento cristiano, el cardenal Scola lo ha expresado de manera inmejorable en su libro Una nueva laicidad (Encuentro, Madrid, 2007). Y desde el lado del pensamiento civil moderno, el ex canciller alemán Helmut Schmidt abunda en lo mismo en su último libro, Ausser Dienst (“Fuera de servicio”), con unas palabras que vienen a resumir una opinión que ya no es excepcional en Europa: “Pese a todo mi escepticismo hacia una serie de dogmas cristianos siempre me he sentido cristiano (..). Sigo en la Iglesia porque genera contrapesos a la descomposición moral en nuestra sociedad”.
Esto es, en fin, la “laicidad positiva”. Y en el contexto de esa laicidad positiva, la enseñanza de la religión es algo más que un derecho reconocido a las personas singulares: es también una necesidad social de primer orden, un instrumento básico para que la vida individual y comunitaria se más digna, más sabia y más libre. Pero eso representa la posición exactamente antitética de la que aquí nos ocupa: el laicismo agresivo y primario de lo “políticamente correcto” y la ideología de la cancelación.
IX
Espero que este retrato de paisaje que he dibujado, y que ustedes han tenido la amabilidad de escucharme, haya quedado expuesto con trazos suficientemente claros. La exploración en los orígenes de lo “políticamente correcto” nos ha llevado muy lejos, mucho más allá de esa apariencia de moda frívola con la que, erróneamente, tantas veces se despacha este asunto. En el fondo estamos ante una oposición elemental de dos grandes fuerzas históricas. Una de ellas, heredera –quizás indigna- del impulso de la modernidad, pretende imponerse hoy sobre las conciencias bajo el aspecto de una “corrección política” cuyo auténtico fondo es lo que aquí he llamado ideología de la cancelación, y uno de cuyos rasgos es aquel laicismo primario que intenta convertir la religión en algo marginal y hasta vergonzante. La otra fuerza histórica, heredera de la tradición espiritual y cultural de occidente, aspira a ofrecer a los hombres un sentido trascendente de la vida y de la dignidad humana; en este segundo campo no hay sólo católicos, pero todos los que aquí se dan cita reconocen en la religión –y en su enseñaza- un instrumento irrenunciable para construir un orden auténticamente humano.
Creo que en esta batalla de la enseñanza de la Religión nos jugamos mucho. Nos jugamos literalmente el perfil del mundo, y en esto conviene tomar perspectiva histórica. A la altura de 1944, entre las ruinas de la segunda guerra mundial, antes incluso de que el conflicto terminara, el escritor alemán Ernst Jünger se preguntaba cuál sería el mundo deseable para construir la paz. Y en un libro llamado precisamente La Paz, escribía:
“Hemos alcanzado el punto en que al ser humano podrá pedírsele, si no fe, sí piedad, esto es, afán de llevar una vida justa en el sentido más amplio de esa expresión. (…) La guía de los seres humanos no puede quedar encomendada a los puros técnicos. No puede hablar como juez, ni enseñar como maestro, ni curar como médico aquel que jura únicamente por el hombre y por la sabiduría humana. Eso lleva a caminos que terminan en que sean los verdugos los que manden. El Estado actuará en beneficio suyo no sólo si favorece las grandes doctrinas de salvación, sino también si otorga su confianza únicamente a aquellos de sus ciudadanos que profesen creer en una razón más alta que la humana. En la medida en que eso se haga realidad, también se evidenciará el hundimiento del nihilismo”.
Creo que no se puede fundamentar mejor una defensa de la enseñanza de la Religión.
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