Cuanto más se habla de Memoria, menos se habla de Historia. La Memoria es más agradable: reconforta. La Historia es más áspera: inquieta e incomoda. Pero la Historia es verdad o aspira a serlo, mientras que la Memoria ya no se preocupa por esa cuestión. El debate entre Memoria e Historia, que no es exclusivo de España, está poniendo sobre el tapete una cuestión cultural de primera importancia: la capacidad del mundo (pos)moderno para digerir su propio pasado.
El Gobierno español ha acometido la promulgación de una “Ley de la Memoria”. Será la culminación política de un despropósito intelectual único en el mundo. Porque el objetivo de esa ley no es devolver derechos, reparar famas o rehabilitar haciendas de los vencidos de la guerra civil –tareas éstas ampliamente satisfechas en el cuarto de siglo precedente, a veces con justicia y a veces no-, sino que la nueva norma, mucho más allá, pretende formular un juicio moral que rectifique la Historia: condenar formalmente a la media España que luchó del lado de Franco y glorificar a la otra media que lo hizo del lado de la República. Es decir que aquí no se trata de cerrar la guerra civil, sino de darle la vuelta. Con la misma solvencia que si un Parlamento decidiera que la Tierra es plana y no redonda, así nuestras Cortes se proponen, setenta años después, proclamar como vencedores “morales” a los vencidos políticos y militares. Insólito.
Cadáveres de paseo
En la estela de tan extravagante iniciativa, España ha vivido en los últimos tiempos un espeso debate, rara vez honesto, acerca de la interpretación de la guerra civil. No ha sido un debate intelectual, historiográfico, ni siquiera periodístico, sino más bien una especie de “guerra civil fría”. Hemos asistido a espectáculos que sobrepasan lo sórdido: historiadores reprobados públicamente desde las alturas del partido gobernante y después agredidos por hordas parauniversitarias, archivos nacionales despedazados por reclamaciones políticas, grandes monumentos amenazados de derribo por su supuesta significación ideológica, homenajes multitudinarios del mandarinato social a viejos combatientes culpables de crímenes en masa, división formal de la sociedad española en “buenos y malos” por un alto cargo gubernamental, desmantelamiento de estatuas, resurrección de fantasmas y, en definitiva, un retroceso generalizado hacia situaciones que creíamos superadas. Cuando ocurren estas cosas siempre existe la tentación de repartir culpas a diestra y siniestra, para tratar de mantener una apariencia de equilibrio. Pero no sería justo: la danza macabra sobre los cadáveres de la guerra civil ha sido cosa exclusiva de la izquierda, que ha recuperado el tremebundo argumento con la finalidad utilitaria de intentar deslegitimar a su oponente político, el centro-derecha, por la poco sutil vía de vincularlo al franquismo. Esa izquierda empezó diciendo que Aznar era heredero de los que fusilaron a García Lorca y aún no sabemos cómo terminará, pero, de momento, ya nos ha dividido a todos en “buenos” y “malos” en el mismo acto donde rendía homenaje a Santiago Carrillo. Inquietante.
Con todo, el esperpento de este pasado zombi que resucita en negativo fotográfico no deja de presentar relieves notables para una reflexión en profundidad, incluso más allá de la querella guerracivilista que subyace a la polémica. En efecto, es muy interesante advertir que, en el plano conceptual, en realidad no estamos ante una discusión historiográfica, ni tampoco propiamente política, sino ante dos maneras distintas de mirar hacia el pasado. Hasta hoy, la mirada hacia el pasado se ha formulado siempre como Historia, con la mayúscula que corresponde a una disciplina científica: la Historia recoge el pasado, lo analiza, lo objetiva y trata de interpretarlo en términos susceptibles de configurar una verdad o, al menos, un “espacio de verdad”. Sin embargo, el término que se está empleando en el tenebroso revival español no es Historia, sino Memoria: hay una Ley de la Memoria como ha habido asociaciones “para la recuperación de la memoria” o “foros de la memoria”. Ahora bien, ¿qué se está entendiendo por tal cosa?
En la práctica, las autoridades españolas están entendiendo por Memoria la reconstrucción de vivencias personales en un relato escrito a priori, en un contexto histórico cuyos perfiles se han definido de antemano sin previo examen crítico. Ese contexto es el de la guerra civil y la era de Franco. Los perfiles que se le adjudican son, muy sumariamente, los de una guerra entre la libertad y el fascismo. Y en el interior de ese marco se procede a la propuesta de iniciativas a cual más estrepitosa: apertura masiva de fosas comunes, revisión general de procesos judiciales militares, rehabilitación colectiva del nombre y la fama de combatientes y guerrilleros (“maquis”), etc. Estas armas las suele cargar el demonio de la Historia, que es un diablo cojuelo y burlón: nadie está en condiciones de dictaminar con total certeza la filiación política de todos los enterrados en las fosas; nadie está libre de que la revisión de un juicio destape inesperados crímenes del reo; nadie, en fin, podrá asegurar que tal o cual partida de maquis no fuera en realidad una simple banda de salteadores. Sólo la mirada del historiador, crítica por oficio y distante por método, podría delimitar con exactitud la naturaleza de estas cosas: sería la versión-historia. Pero, precisamente, esa es la mirada que la versión-memoria considera prescindible.
Para el marco conceptual de la Memoria, lo importante no son los hechos, sino su recuerdo ahormado en el molde del presente. Consecuencia de ello, el criterio de verdad pasa a ocupar un lugar secundario. Esto representa un cambio fundamental en el campo del conocimiento, porque trae consigo un aumento del relativismo. Y significa una conmoción de consecuencias imprevisibles en el papel que el estudio de la Historia ha venido jugando en nuestras sociedades: por así decirlo, ahora el pasado es algo que se reactualiza permanentemente en los hábitos sociales.
Un problema sin fronteras
Lo que hace todavía más interesante este debate es que la misma dicotomía Historia/Memoria se ha planteado o se está planteando en otros muchos lugares del mundo, y siempre en torno a asuntos de fuerte impacto político y de huella aún reciente. Por ejemplo, los debates acerca de la Resistencia y la Colaboración siguen siendo fuente permanente de conflicto en Francia: cada vez que aparecen revelaciones nuevas acerca de la extensión del colaboracionismo con los alemanes durante la segunda guerra mundial, o sobre las flaquezas de la resistencia, se esgrime el argumento de que se atenta contra “la memoria”. En Argentina, la bandera de la Memoria la levantan igualmente los herederos del peronismo histórico y las víctimas de la dictadura militar. Y el escenario de la Memoria por antonomasia es el Holocausto, el asesinato masivo de judíos durante la segunda guerra mundial, cuyo recuerdo no en vano se presenta siempre como “deber de memoria”. Existen también ejercicios de memoria que apuntan a un pasado mucho más lejano, como los movimientos que tratan de “recuperar” la identidad africana de los negros de América: el último libro de la poetisa uruguaya Crsitina Rodríguez Cabral se titula Memoria y resistencia y se presenta como un canto a la identidad “afrolatina”. En los Estados Unidos es continuo el recurso a la “memoria” por la comunidad afroamericana. En estos últimos ejemplos, la memoria no sólo intenta hacer vivo el pasado, sino que incluso reconstruye éste por entero y edifica ab integro una identidad nueva que suple la ausencia de documentación histórica. ¿Quién sabe cómo vivían su identidad los primeros esclavos negros arrancados de su tierra y trasplantados a América? Nadie. Pero eso, para un pasado entendido como Memoria, no es un obstáculo.
En todos estos casos, el efecto del recurso a la Memoria es siempre el mismo: se trata de hacer que el pasado no pase, que esté siempre presente, que sea una referencia de permanente actualidad. Mucho más allá de la tarea pedagógica de la Historia (ilustrar a las gentes sobre las glorias y los vicios de sus antepasados), el objetivo de la Memoria es no pasar. Por supuesto, nadie podrá discutir que hay sucesos que merecen ser siempre recordados, pero esa tarea ya la cubría la Historia; la pretensión de la Memoria no es tanto que esos sucesos se recuerden siempre como que estén siempre vivos. Lo cual, por otro lado, plantea problemas no menores al trabajo de investigación histórica: si el objetivo es que un suceso sea siempre recordado tal y como se ha contado, ¿qué ocurrirá con los nuevos estudios que aporten modificaciones a esa narración original? ¿Han de ser reprobados? ¿Sólo se admitirán las modificaciones que no varíen el sentido establecido, para no “desvirtuar la memoria”?
En torno a estos problemas hubo un amplio e intenso debate, a principios de los años noventa, entre el filósofo Jürgen Habermas y el historiador Ernst Nolte. Lo que estaba en juego, en el contexto de la reunificación alemana, era saber si sería posible escribir la historia del III Reich como un episodio pasado, que pudiera relatarse cobrando la necesaria distancia o si, por el contrario, la huella de Hitler debía seguir determinando la vida colectiva de los alemanes. Nolte clamaba por la posibilidad de historizar, lo cual significaba poner distancia entre aquellos hechos y la Alemania de hoy. Habermas, por el contrario, insistía en la necesidad de que el recuerdo del nazismo estuviera siempre presente. Nolte deploró ese “pasado que no pasa”. A la vista de las polémicas actuales, puede decirse que Nolte defendía la Historia y Habermas la Memoria. Ni que decir tiene que la abrumadora mayoría de los medios de comunicación apostaron por Habermas frente a Nolte, el cual fue incluso acusado de querer “revisar” el Holocausto, cosa que no había dicho jamás.
La Memoria no es la Historia
Para abarcar en toda su complejidad este debate es preciso entender de qué hablamos exactamente cuándo decimos Historia y cuando decimos Memoria. Porque se trata, y hay que insistir en ello, de formas distintas –y, al cabo, contradictorias- de entender el pasado. Para empezar, podemos decir que la Memoria es el recuerdo que la gente conserva a partir de las vivencias propias o ajenas, y la Historia, el relato que los historiadores construyen sobre la base de datos y testimonios sometidos a examen. A partir de ahí, podemos comenzar a hacernos preguntas si llega el caso de elucidar cuál ha sido la verdad: es en ese momento cuando el debate presenta implicaciones culturales de primera magnitud.
La Memoria es una fuente de conocimiento muy estimable, pero presenta un problema: la Memoria es creativa, variable, reversible y, por tanto, no es objetiva. La Memoria es creativa porque se enriquece a cada paso (en cada transmisión) con testimonios procedentes de la experiencia o de la fantasía: cada generación añade nuevos matices y nuevos colores, de manera que velozmente se distorsiona el relato original, y no digamos ya el hecho que dio origen al relato. El resultado puede ser muy hermoso, como defenderán los flocloristas, pero no puede someterse a un criterio científico de verdad. Asimismo, la Memoria es variable porque sus contenidos varían según el tipo de aportaciones recibidas: por ejemplo, un hecho narrado como épico puede terminar revistiendo acentos religiosos, y no hay más que ver la abundante colección de ejemplares caballeros cristianos que, en el universo céltico, se corresponden con idénticas historias de viejos guerreros paganos. La Memoria también es reversible porque apunta en un sentido o en otros en función de las fuentes: la batalla de Verden, por ejemplo, donde Carlomagno aniquiló a los sajones, fue narrada en el mundo carolingio como una gran victoria contra unos salvajes de bárbaros ritos, pero fue mantenida en el folclore germánico como el criminal exterminio de las viejas creencias a manos de los cristianos del oeste, “romanos”. Y, al cabo, la Memoria es nulamente objetiva porque no puede cifrarse en hechos bien definidos –en hechos definitivos-, sino que depende siempre, indefectiblemente, de la fuente (subjetiva) que la enuncia.
Inversamente, la Historia aspira a todo lo contrario. Aspira a ser no creativa, sino más bien acumulativa, de manera que las nuevas aportaciones, los nuevos descubrimientos, las investigaciones añadidas se mantengan dentro de la coherencia interna del objeto de estudio y se plieguen a él. Quizá sea más aburrido, pero puede imaginarse hasta dónde llegaría el caos historiográfico si cada historiador se propusiera contar un mismo episodio como si se tratara de un episodio distinto cada vez. Asimismo, la Historia aspira a ser no variable, sino estable, de modo que los hechos consolidados puedan ir engarzándose, como las piezas sucesivas de un mosaico, hasta completar una imagen plena de una época o un suceso. Ello no excluye la aparición de nuevas revelaciones que produzcan un giro copernicano en un terreno concreto (por ejemplo, lo que supuso el desciframiento de la escritura lineal B para el helenismo), pero aquí lo importante es que el terreno quede bien circunscrito. Del mismo modo, la Historia aspira a ser no reversible, sino tendencialmente irreversible, en la medida en que, aquí, de lo que se trata es de obtener una explicación de los hechos lo más aproximada posible a la verdad, y no relativizada en función de las fuentes. Por ejemplo, es obvio que el general Waffen SS Degrelle no contará el cerco de Tcherkassy de la misma manera que el mando militar soviético, pero, precisamente, lo que el historiador intentará será fijar la fiabilidad de las fuentes contrapuestas (de las memorias divergentes) en función de los hechos contrastados. Por último, y como característica esencial, la Historia aspira a ser objetiva, en la medida en que su propósito es fijar un cuadro real, verídico, cuyos rasgos han sido comprobados y verificados con un mínimo margen de error. Ya sabemos todos que hay historiadores que subrayan unos hechos y silencian otros, pero esta es una cuestión de probidad profesional que no afecta a la credibilidad de la disciplina, sino a la de quien la ejecuta. También sabemos que las divergencias en la interpretación de los datos pueden ser abismales, pero eso, en principio, no debería conculcar la calidad –objetiva- de la exposición de los hechos.
La Memoria es, probablemente, más hermosa que la Historia, porque goza del ingrediente de la imaginación, pero es inútil si lo que uno pretende es saber qué ha pasado realmente en un tiempo y en un lugar. En Etnología se sabe bien que es imposible historizar a los pueblos que construyen su pasado con Memoria: nadie puede trazar la Historia de los pueblos indígenas en la Amazonía o en las selvas centroafricanas por la sencilla razón de que, allí, nadie ha guardado una secuencia periódica de hechos que pueda transmitirse de generación en generación, y mucho menos posible sería contrastar la veracidad de los hechos narrados. Estos pueblos viven en una atmósfera legendaria, mítica, cuyos sucesos y protagonistas pertenecen a un mundo que no es propiamente humano, sino que se nutre de la intervención de espíritus, animales, fenómenos naturales, etc. Al mismo tiempo, la participación de seres humanos en esos relatos adquiere siempre rasgos fabulosos y, por otro lado, de imposible objetivación, pues la personalidad de los supuestos protagonistas, decantada a través de la narración legendaria, varía extraordinariamente según quién cuente el relato.
Es posible que aquí, en este cultivo fantástico de la Memoria, haya un cierto secreto de la felicidad, algo así como una forma de eludir lo que Cioran llamaba la “caída en el tiempo” con el adanismo del primer hombre, pero no es este el asunto que aquí nos interesa. Lo relevante, ahora, es que la construcción del pasado a través de la Memoria es incompatible con un criterio elemental de verdad fáctica. Y por cierto que tampoco hace falta marcharse a la Amazonía o al Zaire para descubrirlo: basta con acercarse al escenario de un accidente y preguntar a tres testigos diferentes para obtener tres relatos (tres memorias) distintas y, probablemente, contrapuestas (¡los periodistas lo sabemos bien!); sólo después el hecho se objetivará a través del periódico del día y de los sumarios judiciales. Es muy importante subrayar que, con estas consideraciones, no pretendemos minusvalorar la importancia de la Memoria, sino, simplemente, ponerla en su adecuado lugar: la Memoria no es la Historia; puede ser una herramienta a su servicio, pero sólo previo sometimiento a riguroso examen crítico. Por eso hablar de “memoria histórica” resulta, en este contexto, una patente contradicción.
La Historia no es la Memoria
La Historia, desde un punto de vista filosófico, representa exactamente lo contrario de la Memoria: es la tentativa de adueñarse del tiempo, de objetivarlo en secuencias de hechos, de otorgarle un sentido (no necesariamente una dirección) de manera que pueda proveernos, cuando menos, de herramientas pedagógicas para desenvolvernos en nuestra propia circunstancia temporal. Por supuesto que en el nacimiento de la Historia influyen también otros elementos: la vanidad del hombre grande que desea dejar esculpido su paso por el mundo, el deseo de cobrar prestigio a través de un pasado glorioso, etc. En todo caso, el afán de objetivación es una constante en el trabajo histórico desde los griegos y aun antes. Por eso la Historia requiere instrumentos que están muy lejos de la fantasía, de la creatividad, de la subjetividad narrativa que caracterizan a la Memoria.
Ese afán de objetivación no ha descartado nunca el recurso a falsificaciones, al contrario. Las innumerables leyendas negras corresponden a esa categoría: se trata de versiones adulteradas de la verdad histórica que pretenden suplantar a ésta. Un caso extremo de leyenda negra es aquel que oscurece tanto su objeto que termina haciéndolo opaco, invisible: es el caso de la damnatio memoriae, la memoria maldita, institución que encontramos tanto en el antiguo Egipto como en la vieja Roma –y también en algunos casos mucho más recientes- y que consistía en la proscripción de cualquier recuerdo, en la aniquilación de toda huella dejada por una persona. Pero incluso en la falsificación y hasta en la aniquilación hay un reconocimiento previo de una objetividad determinada: la leyenda negra o la damnatio memoriae no aspiran a proponer una fuente alternativa a la narración ordenada de hechos, sino que pretenden hacerse pasar por tales anulando el objeto o deformándolo de manera que sea verosímil; una y otra permanecen dentro de la lógica de la Historia, esa lógica según la cual el pasado está compuesto por hechos que deben ser comprobables y verosímiles. El destino de las leyendas negras, incluso de las más exitosas, suele ser siempre el descrédito final: algún día llega alguien y pone en claro los hechos, ya se trate de los templarios, de la España habsbúrguica o de Napoleón. Todo lo más, la leyenda negra llega a pervivir en la esfera de la memoria, en la novela histórica o en la historia-ficción, es decir, en una esfera que ya no es la de la Historia. Con todo esto no queremos decir que la Historia sea necesariamente veraz, sino algo un poco más modesto, a saber, que la veracidad, el menos en teoría, forma parte de sus virtudes ideales.
En ese sentido, resulta sumamente sugestiva esa deriva observada en el último medio siglo, sobre todo en el espacio de occidente, desde la esfera de la Historia hacia la esfera de la Memoria. Este proceso nos está queriendo decir algo. Es como si de repente nuestra civilización, agobiada por el peso de la Historia, por la crudeza de una biografía colectiva rara vez jubilosa, hubiera tratado de refugiarse en los brazos siempre maternales de una Memoria que, al fin y al cabo, puede escribirse siempre en favor del narrador. Los ejemplos son muy abundantes: ahí están, por citar sólo estos, la memoria perdida de los incas (perdida, en efecto, porque nadie la prosiguió), de los celtas (idem), la memoria ancestral del pueblo vasco, y también, en otro plano más realista, la memoria de los republicanos españoles, de los judíos perseguidos por los nazis, de los pied noir franceses en la Argelia de la descolonización… ¿Por qué en estos casos se habla tantas veces de Memoria y tan pocas veces de Historia? Todos estos argumentos, los argumentos “memoriables”, tienen la virtud de poder desplegar una poderosa atracción afectiva. Con frecuencia son objeto de narraciones novelescas y cinematográficas cuya relación con cualquier atisbo de veracidad histórica es ya no coincidencia, sino milagro. Y por consiguiente, se adaptan muy bien a las reglas de la comunicación en la sociedad de masas, que precisa de elementos de impacto e, inversamente, huye despavorida de la enojosa rutina científica de la Historia académica. Ahora bien, estos argumentos son recibidos por los lectores o por los espectadores como hechos veraces; no porque se pregunten críticamente acerca de su veracidad, sino porque actúan sobre su ánimo como si realmente hubieran sucedido. Es el ejemplo de El código Da Vinci o de El reino de los cielos: ningún historiador que desee seguir mirándose al espejo por las mañanas podría avalar estos relatos, pero, para muchos millones de individuos, ambos relatos constituyen fuentes innegables de verdad.
Por supuesto, las consecuencias de este tipo de suplantaciones son limitadas: durarán lo que dure el impacto comercial del producto y quizá mañana sean contrarrestadas por invenciones de memoria que circulen en sentido contrario. Pero, ¿qué ocurre cuando la Memoria transmitida a través de los medios de comunicación de masas no se circunscribe a argumentos lejanos, remotos, secundarios, sino que afecta a materias que despiertan una viva sensibilidad política y social? ¿Qué ocurre, por ejemplo, cuando la Memoria sustituye a la Historia en asuntos tan palpitantes y lacerantes como una guerra reciente o un exterminio cuyos testigos aún viven? En estos casos ocurre que la dicotomía memoria/historia deja de ser un juego académico-conceptual para convertirse en un asunto de la mayor trascendencia pública; ocurre que los difusores de Memoria (por ejemplo, los medios de comunicación) contraen una responsabilidad que exigiría de ellos un celo absoluto; ocurre que los profesionales de la Historia adquieren tal peso que deberían extremar las cautelas metodológicas para no alimentar pasiones subterráneas, y ocurre que los responsables políticos, tan aficionados a proveerse de legitimaciones históricas, harían bien en mantenerse a prudente distancia si en algo estiman la paz civil.
La compleja situación que estamos viviendo hoy en España responde a esta lógica: una compleja dinámica de suplantación de la Historia por la Memoria en torno a un suceso tan explosivo como una guerra civil. El proceso se agrava por el hecho de que quien impulsa el conflicto es un poder político, con el objetivo de legitimarse y deslegitimar al rival. De manera que, al reactualizar el pasado, al hacer que la Historia ceda ante la Memoria, la guerra vuelve a hacerse presente, si no en la calle, sí en las conciencias.
Cuando la Historia y la Memoria se hacen la guerra
Volviendo al plano meramente conceptual, esta deriva desde la Historia hacia la Memoria presenta un gaje no menor: como la Memoria no descansa sobre datos o hechos concretos y sujetos a verificación o crítica, sino sobre un determinado relato construido en todas sus piezas, cualquier confrontación de la Memoria con la Historia, esto es, cualquier confrontación del relato con la realidad, adopta un aire de tragedia. Cuando la Memoria y la Historia coinciden en torno a un mismo objeto, el choque se hace inevitable. Los ejemplos son numerosos.
Encontramos una manifestación extraordinariamente gráfica de la divergencia entre Memoria e Historia en la polémica acerca del Valle de los Caídos (polémica, por cierto, un tanto coja, porque las voces que disienten de la versión-memoria son sistemáticamente silenciadas). ¿En qué consiste la divergencia? La versión-memoria dice que el Valle de los Caídos fue construido por el general Franco como mausoleo para sí mismo, con el trabajo forzado de 20.000 presos políticos republicanos, de los cuales 14.000 murieron entre grandes sufrimientos. La versión-historia, por el contrario, sostiene que Franco no construyó el Valle para sí, sino que su inhumación fue decidida por el Gobierno vigente en 1975 (por eso está enterrado en un lugar tan inusual como la parte posterior del altar); que no trabajaron 20.000 presos, sino que en los diez años de construcción del monumento hubo 2.000 obreros (es la cifra proporcionada por los arquitectos), de los cuales sólo una parte fueron presos, y no forzados, sino voluntarios reclutados por las empresas constructoras, con salario y redención de pena por trabajo; tampoco, evidentemente, pudo haber 14.000 muertos, sino que los fallecidos en accidente laboral fueron 14 según el jefe de enfermería de la obra y 18 según versiones de otros enfermeros. Se constatará que es difícil encontrar un ejemplo mayor de divergencia entre una versión y otra. En una circunstancia así, lo racional sería aplicarse al estudio de las fuentes originales para elucidar unas cuantas cuestiones fundamentales: ¿Consta en algún lugar que Franco decidiera ser inhumado en el Valle? ¿Quién posee una relación de los obreros que trabajaron en el Valle? ¿Y quién la lista de los presos excarcelados para trabajar allí? ¿Dónde figura el número de muertos en accidente laboral? Curiosamente, son las preguntas que nadie se está haciendo: la mayoría de las voces, desde los medios de comunicación hasta historiadores supuestamente profesionales, se están limitando a repetir la versión más discutible, la menos acorde con los hechos constatados, que en este caso es la versión-memoria, pero que, eso sí, guarda el paso de la doctrina gubernamental. En tal contexto, el historiador que pretenda aplicar un mínimo espíritu científico se expondrá al riesgo de excomunión. Riesgo que no pocas veces se traduce en agresiones físicas, como hemos visto recientemente.
Como la Memoria es un relato que elude el control del examen crítico, los casos de falsificación son mucho más posibles en las versiones-memoria que en las versiones-historia. El historiador que miente, que falsifica o, simplemente, que se equivoca, tarde o temprano termina cayendo en algún cepo. Por el contrario, un cultivador de Memoria poco escrupuloso podría seguir manteniendo indefinidamente una ficción sin que nadie se hiciera la menor pregunta; sólo el trabajo de los historiadores –esto es, del enemigo metodológico- podría arrebatarle la careta. Eso es lo que ha ocurrido en el patético caso del presidente de la Amical de Mauthausen, Enric Marco.
El caso de Enric Marco es un buen ejemplo de cómo la exaltación de la Memoria puede conducir a la degeneración de la Historia. Este hombre, Marco, ha sido durante casi treinta años uno de los testigos oficiales del Holocausto: el relato de sus sufrimientos en el campo de concentración de Mauthausen ha llegado a todas partes, desde los colegios a los que acudía para contar su vida con subvención oficial hasta el mismísimo Congreso de los Diputados. ¿Cómo dudar de la perversidad del régimen nazi después de un testimonio como el de Enric Marco? Hasta que se ha descubierto que Enric Marco, en realidad, jamás estuvo en Mauthausen ni en ningún otro campo de concentración: todo ha sido una fabulación, una mixtificación formidable de un vivales que durante treinta años ha explotado el cuento del Holocausto. “El sueño de la memoria produce comediantes”, ha escrito Horacio Vázquez Rial. Este caballero, Marco, ha estado viviendo de la Memoria. En este caso, el rigor de la Historia ha sido más fuerte. No así en otros.
¿Qué consecuencias tiene el hallazgo de “estafas de la memoria” como esta o como otras muchas desveladas en el último medio siglo en torno a la tragedia de los Lager alemanes? ¿Acaso el régimen nazi va a ser menos condenable por esa picaresca? Evidentemente, no. Pero, objetivamente, la existencia de testimonios imaginarios resta credibilidad al conjunto de la explicación histórica vigente sobre el nazismo. Ocurre que la interpretación vigente del nacionalsocialismo no es propiamente histórica, sino que incorpora numerosos elementos de carácter afectivo, sentimental. Esos elementos se sustentan sobre el testimonio personal de las víctimas. Y además –y esto es lo decisivo-, la función del discurso sobre el nazismo no es interpretar un hecho histórico, sino hacer permanentemente actual ese hecho (el “pasado que no pasa”, como decía Nolte), del mismo modo que el objetivo de la incesante evocación de la Shoah no es medir objetivamente su alcance, sino convertirla en el acontecimiento por antonomasia. En este contexto, ¿cuál es el efecto del caso Marco? Letal: he aquí que, durante treinta años, un caballero ha estado encabezando una asociación de víctimas de Mauthausen… sin haber estado en Mauthausen. Pregunta inevitable: ¿Es que ninguno de los verdaderos supervivientes había reparado en que nunca antes se cruzó con ese señor? Y eso por no entrar en preguntas más molestas.
En efecto, el ‘caso Marco’ no pasaría de ser la triste fábula de un mitómano si no fuera porque ha surgido en el contexto del Holocausto, que, por otro lado, es el ejemplo más espinoso de las polémicas relaciones entre Memoria e Historia. ¿Por qué es espinoso? Por una sola razón: el veto de hecho –en ciertos lugares, de iure- para replantear no sólo las conclusiones del tribunal de Nuremberg, sino también otros elementos como la extensión de las cámaras de gas y los hornos crematorios o la cifra de seis millones de muertos. El asunto es extraordinariamente complejo. Por un lado, tenemos una versión-historia oficializada que arranca del juicio de Nuremberg. Por otro, tenemos una versión-memoria que arranca de los años de la guerra y que ha ido enriqueciéndose con testimonios y con relatos posteriores. Ambas versiones han confluido en la construcción de un corpus narrativo intrincado, a veces contradictorio, cuyos rasgos básicos nadie podría poner cabalmente en discusión si no fuera, precisamente, porque los hechos constatados se han cruzado con aportaciones subjetivas. También influye especialmente el hecho de que el relato del Holocausto (la Shoah) se haya convertido en argumento fundacional no sólo del Estado de Israel, sino también de buena parte del orden mundial nacido en 1945. Semejante presión sobre el acontecimiento-memoria hace que el menor roce con la versión-historia se perciba como una amenaza de incalculables consecuencias.
En este punto es forzoso decir algo sobre el revisionismo histórico en torno a la segunda guerra mundial, por más que este tipo de exploraciones suelan conducir con frecuencia a arenas movedizas. Básicamente, el revisionismo consiste en someter a examen crítico determinadas certidumbres relativas a los sucesos ocurridos entre 1939 y 1945 y, en particular, concernientes a la deportación y exterminio de judíos y otras minorías en los campos de concentración alemanes. Este revisionismo se apoya en diferentes pruebas de hecho o, mejor dicho, en la ausencia de determinadas pruebas: no hay un documento firmado por Hitler donde se ordene ejecutar el Holocausto, no existe constancia suficiente de la extensión de cámaras de gas y hornos crematorios, no hay certidumbre total sobre la cifra de internados y asesinados en los campos, etc. En este contexto hay revisionismos de diversos grados, según el punto del relato que toquen. Por supuesto, tampoco faltan versiones-historia del Holocausto que someten los datos a examen crítico y concuerdan con lo esencial de la versión-memoria. Una versión “fuerte” del revisionismo es el “negacionismo”, que directamente niega la existencia del Holocausto. Por razones que en realidad no tienen nada que ver con la veracidad de los hechos (porque la realidad de las deportaciones, internamientos y muertes en masa es un hecho innegable), las teorías de revisionistas y negacionistas han sido metidas en el mismo saco, aun cuando se trata de posiciones distintas. Y, después, ese saco se ha arrojado al fuego so acusación de alimentar el antisemitismo y el nazismo, lo cual tampoco tendría por qué ser forzosamente así.
El hecho es que, hoy, los datos relativos al Holocausto judío no pueden ser sometidos a examen crítico, mientras que, desde diversas instancias, el relato se hace presente todos los días. Así la Shoah se ha convertido en Memoria en estado puro. Y el resultado es contraproducente: la hiperprotección de una Memoria tabú no sólo alimenta casos como el de Marco –que son numerosos, como recientemente recordaba Jon Juaristi-, sino también una turbia explotación industrial y comercial del exterminio como la que hace pocos años denunciaba Norman Finkelstein. Paradójicamente, la transformación del acontecimiento en Memoria, la huida de la Historia, no proporciona una mayor solidez, sino una mayor vulnerabilidad.
Como la Memoria tiene alergia al examen histórico, la mera hipótesis de que la una pueda someterse al otro termina derivando en una cierta “histeria de la Memoria” que es, sin duda, la consecuencia más preocupante de toda esta problemática. Hace pocos meses, el profesor francés Bruno Gollnisch, de la Universidad Jean Moulin (Lyon-III), era excluido por cinco años de toda función docente e investigadora por haber sugerido que los historiadores especializados pudieran interrogarse con toda libertad sobre los acontecimientos de la segunda guerra mundial. El ‘caso Gollnisch’ ha sido especialmente interesante por lo que tiene de proceso sobre lo no dicho. En una entrevista le preguntaron acerca del Holocausto. Él, especialista en extremo oriente, contestó que podía opinar con conocimiento de causa sobre Midway, Pearl Harbor u otros hechos significativos de la guerra en el Pacífico, pero que no era competente sobre “el drama concentracionario, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad cometidos en el oeste”, y “deseaba que los historiadores especializados pudieran interrogarse en toda libertad”. En otro momento, Gollnisch reprobaba la conducta de los jueces de Nuremberg al dar por buena la versión soviética sobre la matanza de Katyn, atribuida entonces a los alemanes y que, como es sabido, fue finalmente asumida por Gorbachov como un crimen de guerra cometido por el Ejército Rojo. El conjunto de esas declaraciones, convenientemente trastocadas, arrojaban un saldo letal: Gollnisch ponía en duda el Holocausto. Cosa que, en realidad, nunca hizo, pero que fue el motivo de que, finalmente, un tribunal le condenara a esos cinco años de exclusión de la docencia. Bruno Gollnisch, por otro lado, es un destacado nombre del Frente Nacional de Le Pen. Al llegar aquí, el lector habrá pensado: “Ah, claro: eso lo explica todo”. Bien: ahora podemos sugerir que se reflexione sobre ello.
Se mire como se mire, y a fecha de hoy, es forzoso concluir que la aportación de la versión-memoria ha fragilizado la versión-historia del Holocausto: éste ha dejado de ser un acontecimiento datable, verificable y descriptible, para convertirse en una suerte de verdad religiosa con rasgos de tabú. Y eso ha menguado de manera innecesaria su valor histórico.
¿Están condenadas, pues, Memoria e Historia a hacerse incompatibles? No necesariamente. En ocasiones la vigencia de una versión-memoria puede servir para que la Historia termine reconociendo oficialmente unos hechos sistemáticamente obliterados. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con el oscuro asunto de los presos de guerra alemanes muertos en los campos de concentración aliados después de 1945. Al contrario que en otros frentes de guerra, donde todos los bandos violaron sistemáticamente la Convención de Ginebra, en el frente occidental sí se dispensó a los presos de guerra un trato, por lo menos, legal, y ello por ambas partes. Hasta que la derrota del III Reich inundó literalmente de presos alemanes los campos de Francia, con frecuencia bajo administración americana. Muchos de ellos no volverían jamás. Eso alimentó la versión-memoria de que americanos y franceses dejaron morir de hambre y enfermedad a cientos de miles de soldados alemanes. ¿Qué había de verdad en ello? Este caso generó y sigue generando una fuerte polémica. Según los trabajos de James Bacque, en los campos de concentración occidentales habrían muerto entre ochocientos y novecientos mil prisioneros de guerra alemanes a causa del hambre y el abandono, y el responsable habría sido el propio Eisenhower. Los contradictores de esta tesis oponen el argumento de que la cifra de presos alemanes era muy inferior a la que Bacque esgrime: no cinco millones doscientos mil, sino tres millones ochocientos mil; de esa reducción se deduce inmediatamente un descenso en la cifra de muertos en prisión. Pero, por el camino, se descubre que entre los muertos había desde ancianos de más de ochenta años (un tal Karl Schröder) hasta niños de dos años (un tal Camille Fuchs). ¿Qué hacían esas personas en un campo de prisioneros de guerra? ¿Qué más había allí, además de soldados derrotados? Estos interrogantes obligan a hacer muchas preguntas nuevas, y todas ellas sólo pueden responderse mediante una investigación más profunda del sistema concentracionario aliado tras la segunda guerra mundial. Es decir, que la polémica sobre la Memoria va a generar conocimientos nuevos en el plano de la Historia.
El caso de los presos de Eisenhower está dando lugar a una concienzuda revisión de cifras y datos en fuentes oficiales. La Historia, como disciplina, ganará con ello. Conviene tomar las polémicas historiográficas como lo que son: cuando se trabaja de buena fe, se trata de puntos oscuros que sólo pueden ser resueltos a fuerza de investigación. Mientras tanto, habrá discusiones, pero éstas servirán para esclarecer mejor el objetivo. Uno, naturalmente, puede optar por tal o cual vía de investigación y por tal o cual interpretación, e incluso defenderlas con ardor jacobino, pero sería frívolo deducir de ahí filosofías políticas con carácter general: un hecho histórico sólo es un hecho histórico. Claro que esto despoja al hecho del aura casi mágica que caracteriza a la Memoria.
Si hemos traído aquí estos casos no es para entrar en disquisiciones acerca de quién tiene o deja de tener razón, sino para ilustrar las diferencias entre Memoria e Historia, el roce –a veces, colisión- inevitable entre una y otra, y las consecuencias que todo ello tiene en el plano del conocimiento y en la idea que nuestras sociedades se hacen de sí mismas. El choque entre Memoria e Historia, en efecto, nos está queriendo decir algo.
Seguramente las pasiones que hoy se despiertan en torno a la interpretación de la Historia tienen que ver con una asfixiante necesidad colectiva de saber dónde estamos exactamente. Es una necesidad, por otro lado, muy específicamente moderna. Sabemos que en la edad antigua los grandes hombres gustaban de inscribirse en un pasado brillante para proyectar su propia figura. A partir del siglo XIX, es como si esa tentación se trasladara desde el individuo egregio a los pueblos, a las naciones, que buscarían en la historia una fuente nueva de legitimidad colectiva. Los grandes impulsos de la Historia como disciplina científica arrancan de esas fechas. Pero son también las fechas en las que comienzan las grandes manipulaciones de la Historia. La pretensión de describir el devenir histórico como un corpus provisto de una dirección determinada es muy antigua: arranca con el cristianismo, que fija expresamente un final de los tiempos identificado con el Apocalipsis y la Redención. Puede evaluarse fácilmente el impacto de esta visión en un mundo que, hasta entonces, o bien carecía de sentido de la Historia, o bien le confería un final ineludiblemente catastrófico, como en aquella creencia popular griega que vaticinaba la extinción del mundo después de 72.000 años solares. De manera que la fe cristiana aporta un elemento nuevo en la idea que el hombre se hace de su posición en la tierra. Ahora bien, conviene subrayar que se trata de una idea exclusivamente religiosa, metafísica: la finalidad única del devenir humano es el Juicio Final y la Redención, es decir, una finalidad exterior al propio devenir, ajena a los movimientos de los hombres. De ahí a imaginar que la Historia posee un sentido en sí misma hay un gran trecho. Y ese trecho no se cubre hasta el siglo XVIII, cuando los ilustrados secularizan las viejas convicciones religiosas y las convierten en esperanzas materiales, y la felicidad del Paraíso celestial se transmuta en utopía del paraíso en la Tierra, como explicó Louis Rougier. A partir de ahí, todas las grandes ideologías modernas, religiones de un mundo sin religión, convierten la Historia en terreno de su propia epifanía. La Historia, para el hombre moderno, no ha sido sólo una narración; con frecuencia ha actuado como una revelación.
Fue Karl Löwith quien dijo que tratar de buscar el sentido de la Historia en la Historia misma era como agarrarse a las olas al naufragar. En cierto modo, el gran pecado de la modernidad ha sido esa desmesura del horizonte histórico, esa excesiva presunción de hallarse en la cresta de la ola de la Historia, de ser Historia misma: la perpetua vanguardia, la novedad permanente, la última palabra, el último grito. Hasta que el último grito se transformó, a caballo de los horrores del siglo XX, en último aullido, en alarido mortal. Y a partir de ese momento ha habido una especie de retracción de la Historia, de congelamiento de la modernidad. Nunca hemos tenido tantos museos como hoy, nunca –ni siquiera en el romanticismo- se ha escrito tanta novela histórica como hoy, nunca ha estado tan presente el pasado como hoy lo está a través de los relatos de la televisión o el cine. Pero, simultáneamente, nunca como en los tiempos actuales, los tiempos posmodernos, ha habido una conciencia tan precaria de la propia situación en el curso histórico, tanta incertidumbre en torno a qué pintamos aquí. En cierto modo, la posmodernidad consiste precisamente en eso: se pierde la seguridad de hallarse en la cresta de la ola –las olas responden con su fluida inconsistencia al anhelo desesperado del náufrago de Löwith.
Frente a eso, la Memoria otorga una certidumbre: un relato que reconforta, que aporta un sentido aquí y ahora. La Memoria, al ser un relato creado e interpretado desde el presente, permite al hombre encontrarse un sitio en el decurso histórico. El problema es que la Memoria, por definición, no es verdad.
Por su parte, la Historia enseña siempre frustraciones: el dolor, la ambición o el fracaso son la cobertura inevitable de la felicidad, la abnegación o el heroísmo. Ahora bien, esas son las mismas cosas que enseñaba ya el mito. Sísifo levanta perpetuamente una roca hasta la cima de un monte para que desde allí vuelva a caer, del mismo modo que los hombres construyen imperios que serán devastados para renacer de sus cenizas y volver a perecer. Prometeo roba audazmente el fuego a los dioses y sufre castigo eterno por ello, del mismo modo que cada nueva conquista de los hombres –desde la silla de montar hasta la energía nuclear- se traduce en guerras más cruentas y nuevas calamidades. Tántalo, condenado a padecer hambre y sed, sufre la agonía de vivir rodeado de manjares y licores que nunca puede alcanzar, del mismo modo que los grandes proyectos humanos, concebidos en nombre de la felicidad y el bien, sufren el tormento de la frustración perpetua. El genio mítico es inagotable. Pero lo que nos interesa subrayar aquí es más bien esto otro: el mito demuestra que la naturaleza humana, por encima y por debajo de los tiempos, se ha mostrado inalterable. La Memoria puede acabar bien –es un relato. La Historia nunca acaba bien –es la condición humana.
Con el fin de la modernidad ha concluido el ciclo redentor de la Historia. Ya nadie puede esperar que un amanecer radiante salude nuestro camino, ni siquiera en las versiones blandas del “fin de la Historia” hegeliano. Hoy nos encontramos, colectivamente, ante la obligación de mirar a nuestra propia Historia con severidad. Es un ejercicio áspero. El refugio en la Memoria resulta mucho más llevadero. Pero eso no es sino una reacción de defensa, frecuentemente torpe, como esconder la cabeza debajo del ala. Lo que hoy nos haría falta sería, más bien, serenidad y distancia. Ambas cosas se han convertido en lujos muy poco asequibles.