¿Es posible criticar la modernidad desde el interior de la modernidad? Por otro lado, ¿acaso no somos todos ya modernos, incluso cuando hablamos como post-modernos? El de “Modernidad” es un concepto discutible y discutido. No por ello ha dejado de presentarse, incluso hoy, con ropajes más propios de un ídolo. Y sin embargo, el proceso moderno suscita censuras desde su mismo nacimiento. Tales censuras pueden introducir una tentación arcaizante, de retorno a una lejana Arcadia, pasada Edad de Oro feliz, o pueden limitarse a un simple afán reformista; pueden resolverse en abierto nihilismo o incluso pueden desembocar en el vacío, la frustración y el desengaño. Todas estas direcciones posibles se perciben con mayor nitidez cuando uno escribe, piensa y vive, precisamente, desde dentro del genio moderno. Los autores españoles de la Generación del 98 son un perfecto ejemplo de semejante estado de espíritu.
Complejidad de lo moderno.
En el Fausto de Goethe hay una escena que expresa de forma singularmente plástica toda la complejidad del fenómeno moderno. Es la escena de la muerte del propio Fausto, personaje que en la segunda parte del drama –menos conocida que la primera, pero más rica y compleja desde el punto de vista filosófico- ha abandonado las preocupaciones sentimentales (el amor de Margarita) y ha encaminado sus esfuerzos al dominio material y técnico del mundo. Y es el caso que en esa escena el héroe, ya viejo y ciego, cae sobre la tierra, agonizante, consciente de que ha llegado su hora final. Al fondo se percibe un fuerte rumor de herramientas. Fausto lo escucha y muere satisfecho, pues cree que el ruido proviene del trabajo que continúa. Pero Goethe nos desengaña: ese sonido no es el de la poderosa actividad industrial desatada por el héroe, la gran obra que le sobrevivirá, sino el burdo ruido de las herramientas con que los obreros cavan ya su tumba.
En otro lugar hemos interpretado esa escena como una crítica avant la lettre del fenómeno de la técnica moderna: el hombre cree percibir un destello de su propio poder allá donde, en realidad, no hay sino un anuncio de muerte. Ese fragor tan característico del mundo técnico, y que el hombre moderno interpreta como himno a su propio poder, encierra un anuncio de inevitable destrucción. A la luz de la crisis ecológica presente, la imagen no deja de resultar fatalmente sugestiva.
Si traemos aquí esa escena del Fausto es por su ambivalencia: hay en ella un obvio reconocimiento del poder inherente al despliegue de la modernidad sobre el mundo –y no hay que olvidar que Fausto, al final, redime su alma-, pero, al mismo tiempo, Goethe cifra en su interior un mensaje de advertencia sobre la vanidad de tal despliegue. En la modernidad, que es un movimiento de emancipación históricamente vinculado a ideas y discursos de libertad en lo material, en lo religioso y en lo político, se esconde también un movimiento de dominación que hace al propio hombre esclavo de sus creaciones, de sus artefactos. Jünger, en su Libro del reloj arena, cita un refrán chino que apunta en esta misma dirección: “Los ferrocarriles serán arrastrados por hombres”. Adorno y Hoirkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración, expresaron el efecto desolador de las Luces con una fórmula todavía más patética: “La Tierra entera resplandece bajo el brillo de una triunfal desventura”.
La modernidad, pues, puede concebirse como una condena a la esclavitud envuelta en una promesa de libertad. O, si se prefiere un enunciado más caritativo, como una promesa de libertad que no deja de exigir un alto precio de servidumbre. La conciencia de esta servidumbre ha alcanzado en los últimos años del siglo XX una singular nitidez –el discurso posmoderno puede interpretarse desde esa perspectiva-, pero no es en absoluto nueva: la encontramos en los pensadores tradicionalistas del XIX, la encontramos en profundas vetas del romanticismo y la encontramos en numerosos autores que, en el tránsito del siglo XIX al XX, formulan una mirada de profunda desconfianza hacia el mundo moderno. Entre estos últimos autores, cabe citar a los españoles de la llamada “generación del 98”, testigos directos de la transformación del mundo –de su mundo. Con la particularidad de que España, a finales del siglo XIX y principios del XX, mantenía un palpable retraso en su desarrollo técnico. Y tal retraso debió de hacer más violento el choque, pues el nuevo mundo moderno había de convivir con un universo de valores todavía estrechamente ligado al orden tradicional.
Arcaísmo y modernidad.
Para despejar malentendidos, es preciso subrayar que la conciencia de las servidumbres inherentes al despliegue de la modernidad no procede, necesariamente, de una actitud tradicionalista o reaccionaria, es decir, anti-moderna. En el curso de los siglos XIX y XX, la simplificación de los discursos ideológicos ha tendido a dibujar una lógica binaria donde modernidad equivale a Bien y donde anti-modernidad equivale a Mal. En un lado, los términos triunfales de progreso, civilización, libertad. En el otro, los conceptos retardatarios y arcaizantes de conservadurismo, oscurantismo, tradición. Ahora bien, esta lógica ignora que la desconfianza hacia la modernidad, con mucha frecuencia, no ha venido de autores tradicionalistas o arcaizantes, sino de autores propiamente modernos por mentalidad y por aspiraciones. Los escritores españoles del 98 son, nuevamente, un buen ejemplo: todos ellos, sin excepción, han realizado en su interior la experiencia de la modernidad, que es una experiencia de ruptura con el orden antiguo, de apartamiento del universo tradicional, de introducción del espíritu positivista en su visión del mundo, con las lógicas consecuencias de secularización religiosa y social. Y sin embargo, todos ellos, de nuevo sin excepción, formulan críticas de hondo calado hacia el mundo moderno.
Para entender las razones de esta actitud es preciso apartarse de la lógica binaria antes mencionada y constatar el efecto traumático que la modernidad ha suscitado en el pensamiento europeo del siglo XIX. Marshall Berman, en su estudio Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia estética de la modernidad (Siglo XXI, Madrid, 1988), ha explicado este sentimiento tomando pie en autores tan innegablemente modernos como Marx o Baudelaire. Este último, el poeta de Las flores del Mal, acusa la modernidad como un vértigo que se apodera del espíritu y que empuja al hombre a una búsqueda incesante de sí mismo –tanto más incesante desde el momento en que se trata de una búsqueda condenada a dar frutos estériles. “Corre, busca –escribe Baudelaire en El pintor de la vida moderna-, ¿qué busca? Busca algo a lo que llamar modernidad”. Pero la modernidad no aparece; es una atmósfera más interior que exterior, atmósfera nacida de aquella sucesiva cadena de escisiones que explicó Hegel: primero la Reforma, afirmación del individuo ante Dios; luego, la Ilustración, afirmación del individuo ante la verdad y el conocimiento; por último, la Revolución, afirmación del individuo frente al poder. Esa cadena de escisiones permite entender el sentido profundo de la frase que da título al tratado de Berman y que, muy significativamente, procede del Manifiesto Comunista de Karl Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.
En Marx, como en Baudelaire y como en los autores del 98, se percibe la clara conciencia de la modernidad como trauma, como disolución de todo lo sólido. Un trauma que, eso sí, es preciso cabalgar, sumergirse en él, apurarlo hasta el fondo. Pero no por una suerte de entrega inconsciente al Espíritu del Tiempo, sino por la certidumbre de que es preciso dar respuestas a lo que hay. La revolución, por supuesto, es una de esas respuestas. Pero, también aquí, sería incompleto abordar el fenómeno desde una perspectiva simplemente binaria, como si la revolución fuera una simple entrega de la voluntad colectiva al genio moderno. Al contrario, la revolución, entendida como oposición a un estado de cosas y afirmación de otro estado posible, puede entenderse también como un afán de embridar a la modernidad. Desde ese ángulo adquiere todo su sentido una enigmática frase de Walter Benjamin: “Las revoluciones son el freno de seguridad del género humano”. En definitiva, no puede decirse que la oposición crítica a la modernidad sea necesariamente un rasgo de mentalidad arcaica.
La España moderna.
Es sabido que la modernidad compareció en España en fecha relativamente tardía, bastante más tarde que en Inglaterra, Francia o Alemania. Factores políticos, sociales, religiosos y económicos determinan ese retraso. Y ese carácter tardío de la modernidad en España queda muy bien reflejado en la literatura: nuestros autores, en efecto, no empiezan a incorporar a sus obras las problemáticas específicamente modernas hasta finales del siglo XIX, mientras que los de otras naciones europeas vienen haciéndolo desde mediados de esa centuria.
Indagar en las causas del retraso de la modernidad en España, siquiera sea someramente, nos llevaría por derroteros que nos apartarían del objeto de este texto. Limitémonos a señalar que, como de costumbre, todo es cuestión de perspectiva: mientras que Jordi Nadal teoriza sobre el fracaso de la mentalidad positivista en España, y ahí cifra la causa de nuestra tardanza, Leandro Prados de la Escosura analiza el ritmo histórico del progreso económico español, lo compara con el de otras naciones y concluye que, después de todo, nuestra modernización no fue tan precaria como se pretende. En lo que sí podemos estar de acuerdo es en que el mal moderno, en España, no conoce formulaciones literarias hasta finales del siglo XIX y principios del XX, es decir, cuando se expande eso que se ha llamado “segunda revolución industrial”. Antes, la modernidad no es problema. Una obra tan emblemática como los Episodios nacionales de Galdós, escrita a lo largo del último cuarto del siglo XIX y que en muy buena medida puede ser descrita como una crónica de la modernización de España, a veces llega a adquirir rasgos de ingenuo himno al progreso –nada extraño en quien fue diputado sagastino- y sólo en muy raras ocasiones cede a la tentación de correr a refugiarse en ninguna Arcadia pasada.
Para hallar un “dolor de la modernidad” en España habrá que esperar, curiosamente, a la primera generación literaria propiamente moderna, que es la generación del 98. El hecho es este: todos estos autores son modernos por formación y por convicciones, pero, igualmente, todos ellos formulan de una u otra manera fuertes reproches al universo de la modernidad. En esos reproches, a veces se recurre al sueño de la Arcadia y a veces –las más de las veces- no. Pero la crítica queda ahí formulada, y no puede decirse en ningún caso que se trate de críticas tradicionalistas. Un somero recorrido por la obra del 98 podrá mostrarnos como modernidad y anti-modernidad se dan la mano en estos autores.
Para recorrer aquí ese camino hemos optado por escoger cuatro ámbitos característicos de la modernidad, cuatro conceptos que poseen la virtud de expresar la esencia moderna. Se trata de la Ciudad, hábitat moderno por excelencia; Dios, imagen central en el orden antiguo y cuyo destronamiento –la secularización- sintetiza el orden moderno; la Máquina, figura moderna por antonomasia y el Progreso, concepto vertebral de la visión moderna del mundo.
La Ciudad: el trauma.
La Ciudad no es sólo un concepto moderno: hay también una Ciudad antigua, como nos enseñó Fustel de Coulanges, y una Ciudad medieval, como nos ilustró Pirenne. Pero entre el concepto antiguo y el concepto moderno de Ciudad hay diferencias esenciales, que afectan a la raíz de la posición del hombre en la sociedad. La Ciudad moderna crea un mundo nuevo. Y eso se percibe mucho mejor, precisamente, si la comparamos con la Ciudad anterior a la modernidad.
Si hay una novela que explora hasta las últimas simas la esencia de la ciudad pre-moderna en España, esa es La Regenta de Clarín, donde Vetusta encarna toda la complejidad y todas las contradicciones del orden tradicional. La crítica ha tendido a interpretar Vetusta como un simple trasunto de Oviedo. Es probable que Clarín no pretendiera otra cosa. Sin embargo, el hermeneuta puede aspirar a algo más. Basta con estudiar la composición física de Vetusta. Clarín, en efecto, nos dibuja una ciudad gobernada desde la torre de la catedral, situada en lo alto del paisaje (“La Encimada”) y sustentada en los caserones de la vieja nobleza, los cuales, a su vez, quedan circundados por un área comercial que, siempre hacia abajo, se extiende hasta los nuevos barrios fabriles que se amontonan en la periferia (“La Vieja Fabrica”). Y es imposible recrear mentalmente este paisaje y no pensar en la estructura gráfica del orden tradicional europeo, con esas tres funciones –oratores, bellatores, laboratores- que encajan perfectamente con la división social socrática que Platón refleja en su República, con la trifuncionalidad del panteón religioso indoeuropeo elucidada por Dumezil y con los componentes político-religiosos del ordo medieval tal y como los ha planteado Duby. Ese orden trifuncional, materializado en estamentos, fue el esqueleto del poder en Europa hasta la Revolución Francesa. La modernidad acabó con él. Es verdad que, en la Vetusta de Clarín, eso todavía no ha ocurrido: el centro de la acción sigue estando en el mundo viejo, donde el clero y la nobleza mantienen el protagonismo social. Esto es significativo: Clarín escribe entre 1883 y 1885, y el mundo que ve no es todavía, propiamente, un mundo moderno, como aún no lo es, en esa misma fecha, el mundo que está describiendo Galdós. Sin embargo, en los barrios periféricos de Vetusta, como en las zonas marginales del Madrid galdosiano, están empezando a llamar a la puerta nuevos grupos sociales que reclaman para sí el protagonismo de la Historia. Y esos grupos van a ser, poco a poco, los que vayan ocupando el centro de la escena en la narrativa posterior al Desastre del 98, cuando la modernidad ya sea un hecho consumado y cuando la vieja ciudad –el mundo de Vetusta- ya no sea más que un universo congelado. Esos nuevos grupos que llegan en masa a la periferia de las ciudades son los que van a vivir en carne propia el proceso de la modernización. Y en el relato de su desdicha aparece la visión de la ciudad como trauma.
El Madrid que aparece en La Busca de Baroja, por ejemplo, es una síntesis del trauma urbano. Ese Madrid no es propiamente una ciudad en el sentido antiguo del término: una comunidad más o menos cerrada y más o menos organizada (orgánica), sino que es propiamente una jungla urbana, un entorno hostil donde la periferia es mucho mayor que el centro y donde la supervivencia pasa por la degradación moral. Entre la Vetusta de La Regenta y el Madrid de La Busca (escrita en 1904) han pasado veinte años. En la historia real, entre el mundo de Vetusta y este otro mundo barojiano ha pasado algo más de tiempo: medio siglo, tal vez. En ese periodo, la ciudad, en España, ha cambiado de rostro bajo la presión del proceso económico moderno. En 1860 se ha inaugurado el Ensanche de Barcelona, con lo que el entorno rural queda devorado por la urbe. Ese mismo año se aprueba el ensanche de Madrid: la construcción de las rondas va a dotar de un espacio propio a la nueva burguesía, mientras el proletariado que acude a las ciudades queda en el extrarradio, en la periferia. Ahí se hacinan esos nuevos grupos sociales a los que antes nos referíamos: expulsados del campo por la pobreza o la falta de perspectivas, o aun por las expectativas de la pujanza industrial urbana, esos grupos llegan a la ciudad en busca –precisamente- de prosperidad. Pero lo que encuentran, como el Manuel de La Busca, es sordidez, miseria, ruina física y desequilibrio moral. La búsqueda que anima al inmigrante es la expectativa de la prosperidad; por el contrario, la “busca” a la que hace referencia el título barojiano –y que, por cierto, en Madrid siguió existiendo “oficializada” hasta los años cincuenta del siglo XX- es la de los traperos, chatarreros y chamarileros que recorren el submundo urbano para negociar con sus despojos físicos. El mensaje es este: la ciudad rompe los lazos entre los hombres. Y así empieza a vivirse la ciudad como trauma.
Es muy sintomático que Baroja resuelva la trama de su historia con una opción ética primaria: o el mundo depravado del suburbio, o la moral simple y algo cazurra de la herencia rural, una herencia que viene a encarnarse en los personajes del señor Custodio y de la madre del protagonista, Manuel. No es menos importante el hecho de que esa moral arcaica se nos presente bajo unos trazos de simpleza casi cómica, muy lejos de las divagaciones que acometen a otro personaje barojiano, Andrés Hurtado, en El árbol de la ciencia. Pero es que la violencia del desafío urbano no admite mayores matices: o se deja uno “llevar por la corriente” –así lo dice textualmente Baroja, con lo cual da a entender que la naturaleza moral de la ciudad es de por sí nociva-, o busca cobijo en esos viejos valores de la modestia, la laboriosidad y el esfuerzo que son, al cabo, valores campesinos, esos mismos valores que han permitido sobrevivir durante siglos a los siervos de la gleba.
Podemos abundar en la mención a El árbol de la ciencia para subrayar que, en el mundo de Baroja, el estigma moral arrojado sobre la ciudad no existe sólo en los sórdidos ámbitos de la periferia y el suburbio, marcados por la insalubridad y la pobreza, sino que se extiende a la ciudad en su conjunto: los hospitales de El árbol de la ciencia son auténticos desolladeros de reses anónimas donde el médico, mientras trata de remendar vidas, ha de procurar mantenerse lo más lejos posible de cualquier implicación personal, esto es, ha de mantener un anonimato paralelo al del mundo en que se desenvuelve. Es como si la expansión sentimental de la subjetividad resultara incompatible con la atmósfera urbana, con la rígida objetividad que ésta exige, una objetividad que tiene mucho que ver con el carácter frío y neutro de la máquina. Así, el profesional acomodado de la ciudad no es menos amoral que el ratero encanallado del suburbio, y su vida no se rige por opciones más nobles que la de éste. Volvemos a encontrar aquí el símil implícito de la jungla: la urbe, perdida la dimensión humana que la caracterizó en otro tiempo –por ejemplo, en los tiempos que Clarín retrata en La Regenta-, se convierte en un escenario zoológico gobernado por reglas semejantes a las que pautan las relaciones entre el depredador y su presa. El despotismo del orden antiguo ha dejado paso a la esclavitud anónima y generalizada del orden moderno.
Inversamente, el escenario natural adquiere en Baroja visos de nobleza y elevación moral propiamente arcádicos, dignos de un Hesiodo –aunque, eso sí: de un Hesiodo en zapatillas. Véase el caso de Zalacaín el aventurero, donde el individualismo un tanto selvático del protagonista se nos muestra envuelto en rasgos ocasionalmente sublimes. Esta superioridad de lo natural sobre lo civilizado se condensa de forma muy elocuente en un singular personaje del Zalacaín: el viejo Tellagorri, esa especie de Zaratustra rural que proclama “Roba lo que puedas y conserva lo que tengas” mientras masca la caña de su rústica cachimba. Un personaje paralelo a este Tellagorri, el también viejo Iturrioz, que actúa como mistagogo de Hurtado en El árbol de la ciencia, no consigue expresar la misma potencia anárquica frente a la civilización. ¿Por qué? Precisamente, porque Iturrioz es un civilizado. Y por eso su vindicación de libertad interior –una vindicación resignada y trágica, nunca optimista ni, menos aún, ilustrada- resulta mucho menos verosímil. En este punto, el paisaje humano de Baroja enlaza con las observaciones del etólogo Konrad Lorenz: la civilización es una domesticación, y toda domesticación implica una pérdida de libertad. Y si la ciudad es la forma más alta de la civilización moderna, la conclusión es clara: modernidad y libertad constituyen magnitudes rara vez compatibles.
Ahora bien, nos equivocaríamos si viéramos en esta dicotomía barojiana una simple actitud “reaccionaria”. La ciudad es una jungla, pero los personajes de Baroja suelen sobrevivir en ella. Y además, lo hacen en mejores condiciones que si hubieran permanecido en ámbitos rurales. El mensaje no es, pues, una simple invectiva contra la modernización y una bucólica apelación al arcaísmo moral como tabla de salvación frente a los males modernos, sino algo bastante más complejo: la modernidad se percibe como trauma, pero es preciso vivir ese trauma –y superarlo.
No, no hay “reacción” en Baroja. De hecho, el Baroja de principios de siglo es, políticamente hablando, más bien “progresista”, por seguir utilizando términos tópicos. Y más aún: en la historia del pensamiento, buena parte de la reacción ideológica de “izquierda” frente a la modernización, desde Proudhon hasta Sorel, viene a incidir en esa misma búsqueda de un nuevo equilibrio que compense la ruptura del lazo social que la modernización ha traído consigo. No estamos lejos de los sentimientos del socialismo llamado “utópico”. Tampoco es un azar que la izquierda española de la época abunde en configuraciones doctrinales comunitarias y organicistas. En efecto, un término tan cargado de connotaciones equívocas como el de “democracia orgánica” no es un invento de la derecha tradicional, sino de la izquierda krausista. Y es completamente lógico: la modernidad es traumática de por sí, y entre sus inconvenientes trae consigo el de la pérdida de la solidaridad comunitaria. En esas condiciones, se impone volver a pensar la sociedad como un todo integrado. Y a esa tarea van a entregarse mentes tan dispares como las de Fernando de los Ríos y Lamennais. ¿O quizá no eran tan dispares?
Dios: lo que se oculta.
Lamennais fue un autor político-religioso que evolucionó hacia lo social para terminar en lo religioso-social. En la escena de sus exequias fúnebres (1854) hay una patética grandeza: el viejo hidalgo legitimista bretón, transformado en defensor de los desposeídos, cruza París en un modesto ataúd escoltado por decenas de miles de desharrapados. En España sería difícil encontrar un ejemplo parecido de compromiso entre la fe religiosa y la reivindicación social. Entre otras razones, porque apenas puede hablarse de un pensamiento religioso autónomo del dogma romano. Sin embargo, la crisis de la idea de Dios, que es otra de las características de la modernidad, tampoco va a dejar de manifestarse entre nosotros. Pero no lo hará con la aspiración de reformar el orden social, sino con la voluntad –precaria, tantálica- de buscar un asiento donde sustentarse, algo sólido que “no se desvanezca en el aire”. Es el caso de Unamuno.
Los escritores reconocen en Unamuno a un gigante de las letras, algo disminuido, sin embargo, por un exceso de preocupaciones filosóficas. Los filósofos, por su parte, le ven como a un pensador poco sistemático y bastante disperso, al que un exceso de subjetividad literaria apartó de la posibilidad de elaborar un pensamiento sólido. Esto también podría ser interpretado como un producto específico de la modernidad: la permeabilidad de los géneros literarios. No es, en todo caso, nuestro tema. Sí lo es, por el contrario, esa obsesión religiosa que empapa toda su obra y que permanentemente le empuja al abismo de desear a Dios sin verlo. Si la crisis de la conciencia religiosa –la ocultación de Dios- es un rasgo mayor del mundo moderno, Unamuno merece figurar ahí con todos los honores.
La tensión religiosa es tan fuerte en Unamuno que sería imposible ventilar el asunto en pocas líneas. El formidable estudio de Pedro Cerezo Galán Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno (Trotta, Madrid, 1996) dedica más de ochocientas páginas al problema. Después de este texto, ya nada puede decirse que no sea una glosa de Cerezo. Pero es que Cerezo, al hilo del continente que aquí estamos explorando, recupera un drama poco conocido de Unamuno (La venda, 1899) que viene como anillo al dedo para sintetizar el carácter moderno de la tribulación religiosa unamuniana. Y como quiera que Cerezo se detiene poco en La venda, aquí continuaremos el trabajo pendiente.
Hay un párrafo en La agonía del cristianismo que resume bastante bien el fondo moderno del problema religioso unamuniano: “¿Creía Pascal? Quería creer. Y la voluntad de creer, la will to believe, como ha dicho William James, otro probabilista, es la única fe posible en un hombre que tiene la inteligencia de las matemáticas, una razón clara y el sentido de la objetividad” (en Obras Completas, VII, p. 346, Escélicer, Madrid, 1966). Esa es, en efecto, la única fe posible en un hombre cuyo espíritu se ha acomodado ya a la horma de la modernidad. El arcaico cree en Dios como algo natural; al moderno le hace falta un esfuerzo de la voluntad, pues Dios ha desaparecido del horizonte vital de los hombres. No es difícil encontrar en este camino a Kierkegaard, otra de las obsesiones de Unamuno. Ahora bien, la fe como voluntad de creer plantea dos preguntas concomitantes: ¿Por qué? ¿Por qué desplegar tal esfuerzo de voluntad? ¿Y para qué? ¿Qué se espera encontrar –o, inversamente, de qué se quiere escapar? Aquí es donde entra La venda.
La venda es una alegoría brutalmente conmovedora. Su protagonista es una joven ciega, María, que mediante una operación quirúrgica comienza a recobrar la vista. El padre de María yace moribundo. Le asiste otra hija: Marta. Y María, esa ciega que comienza a ver, acude a visitar a su padre. Se acerca al lecho aún con los ojos vendados, aún a ciegas, pues sobradamente conoce el camino. El padre, al recibirla, suplica a su hija que se quite la venda para ver la luz de su mirada. La muchacha responde: “Te conozco, padre, te conozco; te veo, te veo muy bien, te veo con el corazón”. Pero Marta, la otra hija, quita violentamente la venda de los ojos de María. ¿Para que María vea al padre moribundo? ¿Para que el padre vea los ojos de María? El hecho es que María, aterrorizada ante la imagen del padre moribundo, clama para volver a ser ciega: “¡Padre! ¡Padre! ¡La venda otra vez! ¡No quiero volver a ver!” (OO.CC., cit., V, 244). Cerezo se entrega a reflexiones sin respuesta: “¿Es la fe acaso el refugio consolador ante la muerte de Dios, que no se quiere ver? ¿O tal vez para la fe nunca muere el Padre, que se resueña y se ve en el corazón? Ambas lecturas son posibles” (op. cit., p.236).
La alegoría de Unamuno adquiere un sentido bastante claro si interpretamos sus términos en el sentido habitual de la modernidad: la luz como razón y conocimiento (Ilustración, Luces), la venda como obstáculo para el conocimiento de la verdad. El ingrediente nietzscheano de la muerte de Dios cabe aquí como muerte del padre (nada que ver con la fórmula homónima freudiana). Y entonces La venda es una alegoría de la crisis de lo sagrado en la modernidad, donde el misterio ha quedado súbita y violentamente expuesto ante la mirada de los hombres. La visión es dolorosa, por supuesto: es aquel mismo “excesivo resplandor del fulgor celeste” contra el que Hölderlin nos prevenía en uno de sus versos. Y Heidegger, justamente para protegerse los ojos, aconsejaba huir de la luz excesiva de la razón instrumental y acogerse a la tenue claridad de la Lichtung, el claro del bosque, donde el Ser aparece dulcemente y su luz no hace daño al espíritu.
Pero también podemos conjeturar, aun a modo de juego, que La venda puede tener otro significado, o mejor dicho: que puede ser interpretada dentro de otro contexto que no es exactamente el de la Ilustración. En esta tarea nos ayuda Schopenhauer, un autor cuya obra, como es sabido, Unamuno consumió con desesperación. Porque, en efecto, la noción de “venda” puede aproximarse a la de “velo” en Schopenhauer: un velo que no es sino el velo de Maya hindú, es decir, la ilusión de la vida individual, ese tejido de pasiones, egoísmos, necesidades físicas y servidumbres morales que el ser humano combina con su necesidad metafísica. Sólo quien consigue rasgar el velo de Maya –desprenderse de la venda- accede al conocimiento de la esencia de la vida, que es dolor. El resultado es, pues, el mismo que turba a María, pero con una esencial diferencia: en la interpretación “ilustrada” del drama de Unamuno, la venda es metáfora de una fe benéfica y consoladora, aunque mistificadora, que oculta la cruda verdad de una vida abominable, mientras que, en una interpretación estrictamente schopenhaueriana, esa venda no sería sino un impedimento evasivo y sentimental que hay que saltar descubrir la esencia dolorosa que impregna al mundo más allá de la mera percepción subjetiva. La cualidad de la venda, pues, depende de cómo queramos interpretar lo que hay tras ella. En un sentido “ilustrado”, la venda sería figura de la religión que oculta la verdad positiva, científica; en un sentido distinto, la venda podría ser figura de la subjetividad individual –emparentada, pues, con el sentimiento ilustrado- que oculta la radical realidad metafísica de la existencia. En el sentido ilustrado, lo que hay tras la venda –el padre moribundo- es cruda realidad objetiva, positiva, cuantificable. En el sentido schopenhaueriano, lo que hay tras la venda es conocimiento metafísico de algo más profundo que la mera realidad observable. Ambas visiones coinciden en dos cosas. Una: las dos producen dolor, si bien la primera proviene de un abandono de Dios y la segunda nace de lo contrario, a saber, del conocimiento de lo sobrenatural. Y dos: ambas exigen como requisito previo haber pasado por la prueba moderna de la muerte de Dios, en el sentido de que ambas serían inconcebibles de no haber mediado la sustitución –moderna, ilustrada- de la verdad sobrenatural por la verdad positiva.
Seguramente es excesivo atribuir a Unamuno el deseo de acompañar a Schopenhauer en su viaje. Pero la contraposición entre estas dos maneras de entender La venda nos sirve para valorar el carácter muy moderno y nada arcaico de la religiosidad de Unamuno. Incluso en aquellos casos en que la tribulación unamuniana se resuelve a favor de un retorno sin ambages a la fe, el Dios que nace de esa operación nada tiene que ver ya con el del mundo antiguo, rey y juez del orden natural. Por el contrario, es un Dios confinado a lo sobrenatural, a ese rinconcito del cosmos –utilizamos términos de Giorgio Colli- en el que le situó Descartes. Un Dios, pues, que mal puede volver a descender, envuelto en hábitos regios, sobre la vida de los hombres. Es el Dios doloroso e insuficiente del hombre moderno, ese hombre que, según el ilustrado Julien Offroy de Lamettrie, no es sino “una máquina más compleja”.
La máquina: una ausencia.
La máquina es la figura basilar de la modernidad. Más que la revolución, más que el sufragio, más que la secularización de la ciudad, nada expresa con tanta fuerza el alma moderna como la máquina. Hay máquinas en todas partes: en el espacio público y en el espacio privado, en el ámbito doméstico y en el ámbito laboral, en el ocio y en el negocio, en la ciudad y en el campo, e incluso la mecanización de los hábitos individuales de conducta es una característica de la modernidad. ¿O que otra cosa es la esclavitud del reloj, la dependencia del teléfono, la omnipresencia del automóvil? El uso industrial de la máquina de vapor, a mediados del XVIII, abre el mundo al dominio de la máquina. Instrumento de emancipación y, simultáneamente, de dominación, la máquina es la figura de la modernidad. En España, país de modernidad tardía, la máquina se convierte en parte del paisaje natural desde mediados del siglo XVIII, y especialmente tras la implantación del ferrocarril. El mundo en el que escriben los autores del 98 está empezando ya a ser un mundo mecanizado, vale decir moderno. Nada sería más lógico que descubrir en las páginas del 98 alusiones permanentes a la máquina, pues el mundo ya es incomprensible sin ella. Y sin embargo, uno lee las páginas del 98 y la máquina no está. En vano buscaremos una imagen de la máquina o del mundo mecanizado, un juicio de valor –ético, histórico, moral, siquiera económico- sobre ese artefacto que se ha convertido ya en eje de la vida de los hombres.
Antonio Machado viajaba mucho en tren, figura eminente de la técnica decimonónica (Friedrich List no dudaba en aseverar que el tren haría a los hombres más felices). Don Antonio, con frecuencia, incluso escribía en el tren. Pero lo que escribía no tenía nada que ver con ese mundo: Machado hablaba de soledades, de paisajes, de reductos del alma individual completamente ajenos a la atmósfera de la máquina. Iba a bordo de ella, pero, desde el punto de vista de lo interior, era como si la máquina no existiera. Un carácter muy semejante descubrimos en Valle Inclán o en Azorín, autores cuya sensibilidad va a fijarse precisamente en todo aquello que es ajeno al Espíritu del Tiempo –de su tiempo.
Ramiro de Maeztu se interesó mucho por la vida en la civilización industrial. Sus escritos de Londres –un periodo de intensa actividad periodística y, en cierto modo, política- están llenos de alusiones al mundo del trabajo. Estamos a principios del siglo XX y la cuestión social es en Gran Bretaña, como en el resto de la Europa industrializada, la cuestión política por excelencia. De un fino observador de la realidad como era Maeztu cabría esperar alguna visión concreta de la nueva circunstancia técnica del ser humano. Pero Maeztu, cuando habla de la industria, se limita a sus potencialidades como factor de trabajo y de riqueza: el sujeto de la mirada sigue siendo el ser humano –ya el trabajador, ya el patrono-, y la máquina permanece en un segundo plano, mero acompañamiento mudo e inerme de los hombres y sus afanes.
No hay interpretaciones de la máquina en Unamuno, cuya visión de la modernidad industrial se mantiene en la ecuación industria = progreso. En la singular posición unamuniana, esa ecuación tendrá un significado positivo bajo el imperativo de “europeizar España” e, inversamente, un significado negativo cuando el imperativo sea “españolizar europa”. La industrialización aparecería entonces, grosso modo, como antagonista del “casticismo” que Unamuno teorizó. Pero tampoco esto es una visión de la técnica moderna. Como mucho, cabría aproximar las posiciones de Unamuno y de Maeztu a la del Ortega que, varios años después, identificará técnica con ciencia. Ahora bien, lo que caracteriza a la técnica moderna es justamente el haberse emancipado de la ciencia. Esto lo vio mucho mejor Spengler. Si la máquina se presenta en el primer tercio de siglo como una figura protagonista, es justamente porque ya no se trata de un elemento subordinado –por ejemplo, subordinado al proceso del saber, del conocimiento-, sino que es ella, la propia máquina, la que pasa ahora a dictar sus leyes y sus ritmos a la investigación científica. Pero tal representación, según parece, queda fuera del alcance de nuestros autores, quizá porque, en la España de su tiempo, la mecanización todavía es un proceso incipiente
Pío Baroja no es un escritor ajeno al mundo de la máquina: sus escenas del Madrid de principios de siglo no pueden entenderse si no es en el contexto de un mundo que comienza a mecanizarse. Sin embargo, en ningún lado encontraremos una visión de la máquina, de su significado, de lo que implica para la vida de los hombres. Tampoco en sus novelas náuticas, aun cuando con frecuencia reflejan el paso de la vela al vapor, existe nada que pueda interpretarse como una “lectura” del hecho de la mecanización. En Pilotos de altura, novela que se abre con la escena de la botadura de un moderno navío –pero sin más consecuencias que la fiesta subsiguiente-, se nos habla de cómo el vapor afectó a la composición de las tripulaciones: de la bohemia del mar que caracterizaba a los últimos grandes veleros, se pasó a unos conjuntos humanos mucho más disciplinados. Es, desde luego, un juicio que podría acercarse a la observación jüngeriana –veinte años más tardía- de cómo la técnica induce la uniformización humana, la adaptación del propio carácter humano a los rasgos de la máquina. Pero estamos hablando de apenas tres líneas escritas de pasada, mera observación marginal en las memorias de un viejo marino de los tiempos de la vela transatlántica cual es el Ignacio Embil de Pilotos de altura. No hay en Baroja, tampoco, una interpretación de la máquina como vector mayor de la modernidad.
Hay ausencias que hacen más ruido que ciertas presencias. ¿Cómo es posible que “los del 98” no vieran lo que estaba pasando? ¿Quizá no eran tan modernos como creemos? ¿O quizás, inversamente, no estaban suficientemente despegados de la modernidad?
Y el progreso: la maldición.
Ahora bien, en el propio Baroja vamos a encontrar una crítica muy sustanciosa de todo lo que ese mundo de máquinas representa: se trata de la pesimista visión del progreso en Paradox, rey. Una visión que aquí debe ser resaltada, pues el progreso es el término-fetiche por excelencia de la modernidad.
La situación de Paradox, rey es una ácida paráfrasis del colonialismo occidental. Ese grupo de expedicionarios que llega al África profunda y se hace con el poder en una tribu, envolviendo sus propósitos en palabras de libertad, es un reflejo simultáneamente trágico y cómico de los efectos del progreso en las culturas no occidentales. Tanto más desde el momento en que la construcción de artefactos técnicos tiene un papel preponderante en la obra. Y dentro de esos artefactos, el protagonismo le corresponde a la nitroglicerina, lo cual da pie a Baroja para escribir un fantástico “Elogio metafísico de la destrucción” que, puesto por el autor en boca de un Cíclope, constituye un magnífico ejemplo de nihilismo industrial: “Destruir es cambiar; nada más. En la destrucción está la necesidad de la creación. En la destrucción está el pensamiento de lo que anhela llegar a ser. Destruir es cambiar; destruir es transformar. En el mundo en que nada se aniquila, en el mundo en que nada se crea, en el mundo físico, en el mundo moral, en el mundo en que la nada no existe… Destruir es cambiar; destruir es transformar. (…) En la tierra que se rompe con el arado, en el mineral que se funde en el horno, en el cuerpo que se volatiliza, en el prejuicio que desaparece… Destruir es cambiar; destruir es transformar (…) Destruir es cambiar. No, algo más. Destruir es crear”.
Nótese la asimilación conceptual de la tierra rota con el alto horno y con el “prejuicio que desaparece”. Aquí Baroja, tal vez sin proponérselo, levanta la punta del velo y nos muestra a la modernidad como un proceso global, simultáneamente moral y técnico. Por otro lado, semejante descripción de la esencia destructora del progreso guarda evidentes paralelismos con la crítica contemporánea de la modernidad. El canto del Cíclope barojiano no deja de recordar la célebre respuesta de Le Corbusier a un concejal de una ciudad francesa: “Ustedes –acusaba el munícipe- llegan con sus máquinas, destruyen cuanto había, arrasan el paisaje, levantan artefactos nuevos, y eso es nihilismo”, y el arquitecto contestó: “Es que eso es exactamente nuestro trabajo”. En tal nihilismo del progreso insiste el capítulo XIV del Paradox, rey, “Los buenos y los malos”, cuando el autor da voz a un coro que incluye no sólo al mago Bagú, personificación del mundo mítico primitivo, sino también a la Luna y a los animales del bosque. Entre ellos, unos bendicen a los extranjeros occidentales por la tarea de transformación aplicada sobre el paisaje, mientras que otros los maldicen exactamente por la misma razón. Es una paráfrasis obvia de la ambigüedad del progreso. ¿Y el autor? ¿De qué parte se pone Baroja? Propiamente hablando, de ninguna de las dos: es verdad que los extranjeros occidentales, los transformadores, quedan retratados como violentos petulantes que aniquilan en nombre del bien, pero sus antagonistas, los pueblos primitivos, aparecen como bárbaros, ignorantes, salvajes, encadenados a sus propios mitos, sin merecimientos para la redención.
Lejos de todo progresismo –por ejemplo, del progresismo de un Jules Ferry, que durante la III República francesa avaló el colonialismo en nombre del progreso de la civilización-, pero también lejos de cualquier tentación arcádica o reaccionaria, Baroja tiende un manto de negro pesimismo sobre la naturaleza humana. Ese pesimismo se pone de manifiesto, por ejemplo, en el diálogo entre dos soldados coloniales:
- “Pero, ¿por qué esa cochina República [Francia] nos obliga a andar a tiros con esta gente?
- Hay que civilizarlos, caballero Michel.
- Pero si ellos no lo quieren.
- No importa; la civilización es la civilización.
- Sí, la civilización es hacer estallar a los negros metiéndoles un cartucho de dinamita, apalearlos a cada instante y hacerles tragar sopa de carne de hombre.
- Pero también se les civiliza de veras.
- ¿Y para qué quieren ellos esa civilización? ¿Qué han adelantado esos del Dahomey con civilizarse? ¿Me lo quieres decir, caballero Raboulot? Ya tienen pantalones, ya tienen camisa, ya saben que un rifle vale más que un arco y una flecha; ahora múdales el color de la piel, ponles un poco más de nariz, un poco menos de labios, y llévalos a divertirse a Folies-Bergères”.
Este planteamiento se mantiene hasta el final de la obra. En muy pocos y muy breves capítulos, Baroja relata con ferocidad los estragos que el progreso causa entre los naturales de lo que antes era una tribu ignota y ahora se llama Uganga. Las nuevas enfermedades físicas no son el menor de esos estragos, pero también se cuentan las enfermedades morales. Y sin embargo, eso es la civilización.
Paradox, rey se cierra con una breve proclama de cinismo deliberadamente provocador. Después de explicar la inmensa mortandad que el progreso ha causado en los nativos, Baroja escribe: “Tras de la misa, el abate Viret pronunció una elocuentísima arenga. En ella enalteció al ejército, que es la escuela de todas las virtudes, el amparador de todos los derechos. Y terminó diciendo: Demos gracias a Dios, hermanos míos, porque la civilización verdadera, la civilización de paz y concordia de Cristo, ha entrado definitivamente en el reino de Uganga”. El hecho de que Baroja haga proceder el texto de L’Echo de Bu-Tata, el periódico local, añade rasgos aún más siniestros a la humorada barojiana.
Es importante insistir en que esta crítica del progreso no guarda relación alguna con la que hubiera podido formular un pensador tradicionalista del siglo anterior. Es verdad que, en Paradox, rey, la obra nihilista del progreso técnico aniquila el orden sagrado de la naturaleza. Pero tal aniquilación no despierta en Baroja la inquietud de componer un canto fúnebre; de hecho, ese “orden sagrado de la naturaleza” aparece permanentemente contaminado por la influencia maléfica de los brujos y la superstición. Por el contrario, lo que Baroja hace es reducir la supuesta emancipación transportada por la modernidad a una esclavitud nueva: sobre la vieja esclavitud de la magia, la esclavitud subsiguiente del progreso. Frente a la dialéctica progreso versus tradición que la modernidad abandera, y donde el progreso juega el papel del Bien frente al Mal de la tradición, Baroja no opone un antagonismo inverso, sino que multiplica los sarcasmos sobre los dos términos de la díada. Arcaísmo y modernidad no son tanto valores contrapuestos como maldiciones que se desploman sobre los hombres. Y son maldiciones equivalentes.
Conclusión.
A pesar de sus carencias, de su subjetivismo y de sus obsesiones, “los del 98” supieron identificar de dónde venía el ruido que escuchó el Fausto agonizante.