(Conferencia, Murcia, 5.4.2001)
Me agrada mucho ver mi nombre bajo una parodia del Popper de La sociedad abierta y sus enemigos. Al filósofo Feyerabend, paladín del llamado “anarquismo epistemológico”, le reprocharon un día el haber traducido La lógica del descubrimiento científico de Popper. Feyerabend se encogió de hombros y se limitó a responder: “Necesitaba dinero”. Traigo la cita no porque yo necesite dinero –aunque también-, sino porque, de un modo u otro, todos terminamos pasando por Popper, ya sea para glosarlo, ya para parodiarlo. Yo, personalmente, soy muy poco popperiano. Me parece que Popper se excede en su concepción individualista del hecho político, y que esa sociedad abierta suya se parece un poco a la pesadilla del mundo unificado según la expresaba Milan Kundera: “La unidad del mundo significa que nadie puede escapar a ninguna parte”, decía el checo. Así la sociedad abierta significa que nadie encuentra red al caer; esa apertura es la del vacío. Con todo, Popper sigue estando ahí, como referencia inevitable. Y es una referencia mucho más lúcida de lo que se cree: basta ver las críticas, de enorme profundidad, que al final de su vida consagró al fenómeno alienante de la televisión.
Pero no vamos a hablar de Popper, evidentemente. Vamos a hablar de lo político y de sus enemigos. Y me van a permitir ustedes que intente aportar una perspectiva relativamente original. Los lectores de La Verdad de Murcia me conocen como crítico de televisión: todos los días, desde hace diez años, escribo la crítica de televisión para este periódico, junto a todos los demás del Grupo Correo y a través de la agencia Colpisa. Pero este servidor de ustedes tiene una doble vida: además de crítico de televisión, llevo casi otros diez años metido en política, en la política cotidiana del día a día, y no como teórico –aunque también he hecho mis modestos pinitos-, sino como asesor de parlamentarios, colaborador en gabinetes de estrategia electoral y, desde hace un año, director del gabinete del Secretario de Estado de Cultura, Luis Alberto de Cuenca. Este trabajo es menos fascinante que el de teórico o investigador. Con todo, uno aprende muchas cosas. Cosas sobre la política y sobre lo político.
Por otra parte, leo la nómina de participantes en estas jornadas y siento un temor reverencial a la hora de librarme a cualquier desarrollo teórico: aquí está Dalmacio Negro, amigo mío y profesor mío, al que venero, y que ha escrito muchas y muy jugosas páginas sobre lo político; está Joaquín Abellán, también profesor y también amigo mío, que me ha hecho pasar horas sencillamente deleitosas en sus seminarios de doctorado de la Complutense; está Jerónimo Molina, cuyo libro sobre Julien Freund le convierte en el primer especialista español en la materia; están Alessandro Campi y Günter Maschke, dos estudiosos en el campo del realismo político cuyos trabajos hacen autoridad… Y para colmo, presidiéndolo todo, tenemos la figura de Saavedra Fajardo, un pensador y un hombre político al que numerosos intelectuales de todas las latitudes ideológicas, desde Manuel Fraga hasta Antonio Elorza, consideran clave en el pensamiento político del Barroco. Ante una plantilla así, a uno se le encoge el ánimo. ¿Qué podría aportar yo? En el plano teórico, desde luego, bien poco, o nada que no vaya a ser reiterativo y, sin duda, con expresión más torpe que cualquiera de mis compañeros de mesa. Por eso he optado por traer aquí una perspectiva distinta: la del profesional que hace política. O en otros términos: cómo se ve lo político desde esa trinchera avanzada que es la actividad política. También a eso obedece el título: en la política se percibe con claridad la relación entre lo político y sus enemigos.
Yo no sé si ustedes conocen en qué consiste el trabajo de un Asesor de Gabinete, ya sea en el nivel de las Secretarías de Estado, ya en el de los Ministerios. En cierto modo, podemos compararlo a la función de los Estados Mayores en el Ejército: proveer de información al estratega, asegurar la coordinación de las unidades que actúan, planificar los ritmos y los periodos de las operaciones… Es un trabajo cuyo contenido depende mucho de la personalidad del jefe, pero en términos generales, y desde luego en lo que a mí respecta, podemos definirlo así: empujar las materias de Gobierno hasta el umbral mismo de la decisión. Cuando una materia cualquiera –en mi caso, por ejemplo, la apertura del nuevo Museo de Altamira- llega hasta el momento mismo en que ha de tomarse una decisión, entonces el Asesor se retira y aparece el gobernante, el que decide: el Político. Por supuesto, siempre cabe orientar de una u otra manera la decisión del jefe. Pero, también por supuesto, en todo ese trabajo previo tampoco faltan las orientaciones de quien a la postre habrá de decidir. Una vez tomada la decisión –para seguir con el ejemplo de Altamira: acelerar los trabajos de construcción, imponer una fecha de plazo y planificar toda la miríada de decisiones técnicas imprescindibles para ello-, entra a trabajar la Administración, los funcionarios, eso que conocemos como Estado. También entonces entra a trabajar la oposición, que con alguna frecuencia, sea del color que sea, le espeta a uno la misma acusación: “Usted está politizando las cosas”. Pero por supuesto que estamos politizando: si no hay decisión política, no puede abrirse jamás el nuevo Museo. Y precisamente en eso consiste nuestro trabajo: en politizar.
¿Por qué goza de tan mala fama el término “politizar”? Uno se lo encuentra por todas partes: en los debates literarios, en los comentarios empresariales, en las negociaciones financieras, incluso en la prensa deportiva… E incluso en la política, a modo de autocaricatura que a veces mueve a consternación. Y siempre se utiliza con el mismo sentido: “politizar” equivale aquí a someter tal o cual cuestión a intereses que se presume políticos, con la triste connotación de espurios o malignos. ¿Y por qué los intereses políticos habrían de ser moralmente peores que los económicos, o los ideológicos, o los empresariales? ¿Quizá porque se emplea lo “político” como equivalente de lo “partidista”? Quizá. Pero no siempre es así: no faltan ejemplos en los que una decisión económica del Gobierno, imaginemos que en pos del mejor interés para la comunidad, se ve acusada de estar “politizada” por el simple hecho de que interviene desde fuera en un proceso económico que sus agentes desearían autónomo. Aquí lo que molesta no es que haya tal o cual partido detrás; aquí lo que molesta es la intervención de la esfera política sobre otra esfera que intenta mantenerse independiente. Pero si ese proceso económico afecta a la totalidad de las gentes del país, si pone en escena decisiones de alcance colectivo, si en su ejecución intervienen factores elementales de opción y de conflicto, ¿entonces acaso ese proceso no es político? ¿Acaso las decisiones de grandes empresas transnacionales que funden sus capitales, que pactan con Gobiernos, que desterritorializan sus factorías y despiden a cientos de miles de personas para “mejor competir”, acaso estas decisiones no poseen un fuerte carácter político –en el contexto de esos nuevos poderes políticos que son los grandes feudos de la economía transnacional?
Lo político no se reduce a la política. La política sólo es la actividad específica de lo político. Pero es la actividad en la que lo político se manifiesta de manera más nítida. Aquí me van a permitir ustedes que siga a Julien Freund. Y que, siguiendo al alsaciano, definamos lo político como una constante de la naturaleza humana, en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Una constante que consiste en ordenar la convivencia humana en un espacio dado, con vistas a obtener el bien común. La definición del bien común no es propiamente política; es más bien filosófica. Pero informa las eventuales manifestaciones de lo político. Lo político es la constante; la política es la variable. El bien común es el horizonte al que la actividad política debe tender para que lo político alcance rasgos estimables. Ya sabemos que el bien común es difícilmente alcanzable: con esto pasa como con la felicidad o con la belleza, ideas puras cuyo reflejo terrenal siempre será imperfecto. Pero del mismo modo que la mera búsqueda de la belleza ya puede procurarnos una vida razonablemente bella, y del mismo modo que la mera búsqueda de la felicidad ya puede procurarnos una vida razonablemente feliz, así la mera búsqueda del bien común puede procurarnos unos ordenamientos políticos razonablemente aceptables. Tal búsqueda, evidentemente, nunca podrá liberarse de las coacciones de lo político: habrá de ser inevitablemente conflictiva, polémica, aunque el conflicto y la polémica puedan resolverse en formas superiores de concordia interior y de protección frente al enemigo exterior; habrá de apoyarse sobre otras tantas constantes de la naturaleza social humana cuales son las oposiciones mando-obediencia, público-privado, amigo-enemigo… Son díadas polémicas, de oposición, pero insisto en que su finalidad es la concordia y el bien común. Este paisaje inevitablemente conduce al político a adoptar ciertas actitudes imprescindibles. La decisión es quizá la más clara. Pero también aquí hay que introducir un importante matiz: decisión no quiere decir “ordeno y mando” –entonces podríamos desviarnos del bien común-, sino que decisión quiere decir voluntad (política) de alcanzar un objetivo vinculado al bien común. Esa voluntad, esa decisión, no excluye la negociación, sino que la integra como una de sus eventuales posibilidades. Téngase esto en cuenta cuando, a lo largo de mi exposición, emplee el término “decisión” como manifestación eminente de lo político.
Desde esta perspectiva, uno constata cómo los enemigos de lo político están por todas partes. Y más: que en cierta medida, buena parte de la actividad política consiste en sortear los obstáculos que plantean los enemigos de lo político. Con una precisión: que a veces los propios profesionales de la política son los primeros enemigos de lo político. Esto se ve en todas las áreas de la actividad política. También en la política cultural, que es el campo que va a procurarnos los ejemplos para examinar al asunto. Les invito a ustedes a un paseo por la pista de obstáculos de lo político a lo largo de un día cualquiera en la actividad de un profesional de la gestión pública. Luego ya me dirán si lo político tiene enemigos o no.
Un ejemplo, pues: de un tiempo a esta parte, se ha puesto de moda entre los políticos disipar la responsabilidad de la decisión haciéndola depender de órganos intermedios, ajenos al propio mundo político como, por ejemplo, consorcios en los que están representadas diferentes fuerzas sociales. Vuelvo al ejemplo de Altamira: con el objeto de acelerar la decisión, en la pasada legislatura se creó un consorcio donde al Estado, titular del Museo, se añadieron el ayuntamiento, la comunidad autónoma y una poderosa fundación privada. El político creó el consorcio, le transfirió la responsabilidad de la decisión y se quitó de en medio. Resultado: parálisis total durante tres años seguidos. Para desbloquear la situación fue preciso violentar esos términos de difusión de la responsabilidad en que se sustentaba el pacto, recobrar el liderazgo –político- e imponer objetivos a todas las partes. Y lejos de despertar resistencias, lo que encontramos fue una disposición plena de todas las partes a seguir el nuevo camino trazado en esta legislatura, además de felicitaciones constantes por el “nuevo impulso”. Es un ejemplo que, ciertamente, arroja reflexiones más bien melancólicas sobre los límites de la palabra “consenso”.
¿Por qué se había complicado la vida el Gobierno constituyendo tal consorcio? Ciertamente, siempre es importante contar con la anuencia, la colaboración e incluso la participación de los grupos sociales y de las instancias locales, pero, ¿hasta el punto de crear ex novo un organismo sin entidad política propia al que se confía la decisión (política) sobre una materia determinada? No es un caso único: España está llena de consorcios o comisiones de este género, tanto en la época socialista como ahora. La creación de estas instancias difusas de decisión obedece, en realidad, a una exigencia más ideológica que política: se trata de demostrar con los hechos que la política –los políticos- se pliegan a la sociedad, eso que se llama, con curioso tropo, “la sociedad civil”. Quizá no sea una mala solución en unos tiempos en que los Estados carecen de posibilidades para acometer ciertas acciones si no es con la inyección de dineros privados. Pero el hecho es que incluso esos consorcios no pueden funcionar si de entrada se renuncia a ejercer la atribución más característica de lo político, que es la decisión. Lo político no es, pues, cuestión de organismos, de aparatos, sino de voluntades. Quedémonos, en todo caso, con la constatación: en la vida política de los últimos años es frecuente ver cómo lo político renuncia a sus atributos… por causa de los propios políticos.
Aquí es inevitable pensar en el efecto de la extensión universal y acrítica del liberalismo, o mejor dicho, de esa forma de entender del liberalismo que consiste en reducir drásticamente el peso de las instancias políticas y aumentar de manera no menos drástica el peso de las instancias privadas, con el sobreentendido de que tales instancias privadas suelen ser, siempre, instancias económicas. Sobre el carácter genuinamente liberal de esta tendencia –en realidad, puro economicismo- habría mucho que hablar; me limito a remitirles a ustedes a los trabajos de Dalmacio Negro sobre el asunto. Pero el hecho es que esa abstención de la decisión política invoca, precisamente, el alma liberal. Es probable que Erich Fromm acertara cuando describió el fenómeno psicológico del totalitarismo como “miedo a la libertad”. Del mismo modo, podemos definir el efecto psicológico del liberalismo como “miedo a la decisión”.
Pero, en fin, volvamos a situarnos en el paisaje: ya hemos tomado la decisión, ya hemos impulsado la materia, ya hemos hecho política de acuerdo con los atributos de lo político. Y ahora, ¿qué? Ahora aparecen simultáneamente dos nuevos enemigos: uno, dentro, es la inercia administrativa; otro, fuera, es la opinión. Pero, ojo: cuando hablo de la inercia administrativa no hablo de la Administración como cuerpo de funcionarios, que generalmente es de una probidad sublime; en España tenemos cierta tendencia a denostar a los funcionarios como deporte nacional, pero debo decir, porque es de justicia, que la Administración General del Estado, al menos en el estrato del Estado central, está compuesta por profesionales excelentes, especialmente en el nivel de los subdirectores generales, que es algo así como el nivel elemental de combate. Cuando hablo de inercia administrativa me refiero a otra cosa: me refiero a la tendencia a hacer que el procedimiento prevalezca siempre sobre la decisión; no que la acompañe o la respalde, como debiera ser preceptivo, sino a que la ahogue. Eso es la inercia administrativa. Luego hablaremos de ella, pero no sin hacer antes otra advertencia: que cuando hablo de la opinión como un nuevo enemigo de lo político tampoco me estoy refiriendo a los medios de comunicación, cuya función crítica es indispensable, sino a la tendencia, más bien reciente, de los medios a anteponer la polémica a los hechos, a emplear la eventual agitación social como argumento informativo, en vez de emplear como argumento el hecho que ha dado lugar a esa agitación. También de eso hablaremos después.
Inercia administrativa, decía. Todos ustedes saben que los Estados de Derecho, desde sus primeras definiciones formales, son Estados donde la decisión política ha de atenerse a la ley, donde la ley protege a los ciudadanos, donde no es posible actuar arbitraria ni despóticamente contra el ordenamiento legal, donde el Derecho constituye el fundamento mismo de la existencia del Estado. Este no es un rasgo democrático, como ahora se dice abusivamente, porque es perfectamente imaginable un estado de carácter autoritario donde las decisiones de la autoridad, sin embargo, hayan de atenerse a códigos escritos inviolables. El régimen de Franco es un ejemplo muy claro: frente al caso de los regímenes totalitarios, donde la voluntad de la cúpula política hace ley, el régimen de Franco se recubrió de un aparato jurídico-administrativo que atenuaba el carácter autoritario de la decisión. Así, y sobre todo por la obsesión administrativista de los ministros del “desarrollismo”, el régimen de Franco pasó del estado de guerra al Estado de paz. No es, ya digo, un rasgo democrático, pero sí es un rasgo liberal, en la medida en que la sujeción a la ley constituye una evidente limitación del poder.
Para que esta sujeción sea eficaz, es muy importante observar el procedimiento a la hora de tomar una decisión. Pensemos, por ejemplo, en la adjudicación de obra pública: es una materia tan proclive a la corrupción que el reglamento es extraordinariamente pesado y escrupuloso, desde los plazos mínimos de estudio de los proyectos hasta los periodos de exposición pública y de alegaciones. Ahora bien, puede ocurrir que, en la práctica cotidiana, la vigilancia del procedimiento se transforme en un arma para obstaculizar la decisión. Por ejemplo, cuando un agente externo –pensemos en la oposición en un Ayuntamiento- acude a los recursos legales para agotar los plazos de ejecución presupuestaria. O por ejemplo, cuando ese mismo agente recurre sistemáticamente ante los tribunales cualquier decisión política y éstos, por la razón que fuere, se hallan predispuestos a obstaculizar al poder ejecutivo: pensemos en la costumbre de la sección cuarta de la Audiencia Nacional de favorecer sistemáticamente a ETA no por simpatía hacia el terrorismo, sino por antipatía hacia el juez instructor Garzón. A partir de ese momento, la imagen del poder cambia y podemos hablar abiertamente de Nomocracia: el poder del procedimiento legal anula el poder del Ejecutivo político.
Este caso de la Audiencia Nacional es, por fortuna, poco frecuente. Y de hecho, la presión del procedimiento jurídico-administrativo sobre la decisión política suele revestir fórmulas mucho menos lacerantes, y algunas de ellas propiamente cómicas. Volviendo al plano de la política cultural, puedo poner un ejemplo que a los ciudadanos de Murcia probablemente no les resultará desconocido. Se trata de los problemas que estamos encontrando con el nuevo Museo de Arqueología Subacuática de Cartagena. No voy a explicar en detalle el proceso, porque es largo y bastante enojoso, sino que me limitaré a su conclusión: por una presumible irregularidad de procedimiento en la contratación, la Intervención General del Estado –la instancia encargada, entre otras cosas, de fiscalizar hasta la última peseta que gastamos- ha decidido que el proceso de contratación vuelva a empezar desde cero, lo cual supone multiplicar por dos el gasto del Estado. De manera que el fiscalizador, por atender más al fuero que al huevo, termina provocando una duplicación del gasto que supuestamente debe controlar. A nosotros nos ha correspondido recurrir a nuestra vez esta decisión ante el Consejo de Estado, que para evitar una absurda duplicación del gasto público va a tener que anteponer el sentido político común a la fidelidad escrupulosa al procedimiento. Espero que con este ejemplo quede claro a qué me refiero cuando hablo de “inercia administrativa”.
No estoy muy seguro de que este enemigo de lo político deba ser especialmente denostado. Gracias a él, los ciudadanos quedan a salvo de muchos abusos. Pero sí es obvio que, en los gigantescos Estados modernos, el volumen de la Administración se ha convertido en un obstáculo insuperable para acometer ciertas decisiones. Y eso puede llegar a perjudicar a los propios ciudadanos. Por eso la reforma de la Administración figura siempre como prioridad elemental de todos los Gobiernos. Sospecho que también por eso queda siempre como reforma pendiente: al fin y al cabo, ha de ser esa misma Administración cetácea la que opere la agilización administrativa. Es como poner a un rinoceronte a hacer piruetas sobre los árboles.
El otro enemigo al que antes me he referido es lo que he llamado “la opinión”. Insisto en que no se trata de la prensa, cuya tarea de discusión pública y debate de las grandes cuestiones resulta esencial. Por “opinión” entiendo aquí otra cosa. Entiendo, por un lado, la tendencia de los medios de comunicación, especialmente en los últimos años, a anteponer la polémica a los hechos, o sea, a anteponer el espectáculo a la realidad. Y entiendo también, más allá de los medios informativos, la presión de los apriorismos ideológicos ya no sólo sobre la decisión, sino incluso sobre quien toma la decisión.
Polémica, digo. Es verdad que la política es polémica por definición: polemos. También lo es lo político, en la medida en que implica un conflicto de perspectivas, de posibles decisiones opuestas. Pero, ojo: esta polémica sería una cualidad de la cosa, un accidente de lo político, no su único rostro visible. Sin embargo, esto último, reducción a la polémica, es lo que desde hace algunos años se viene haciendo en los medios. Sé lo que me digo: llevo dieciocho años haciendo periodismo.
¿En qué consiste esta reducción a la polémica que termina convirtiendo a la opinión en un enemigo de lo político? Consiste en lo siguiente: en buscar el ruido antes que las nueces. Por ejemplo: el Ministerio de Cultura quiere construir en Málaga un Museo de Bellas Artes; el Ministerio quiere hacerlo rehabilitando un viejo palacio, el Cuartel-Convento de la Trinidad, situado en una zona desfavorecida de Málaga; el Ayuntamiento de Málaga y ciertos sectores ciudadanos quieren hacerlo utilizando un inmueble actualmente en uso, el Palacio de la Aduana, de emplazamiento más céntrico, pero que exigiría desalojar a la subdelegación del Gobierno en la ciudad, allí situada. El Ministerio, creo que con criterios de bien común bastante sensatos, defiende la opción de la Trinidad porque permite cubrir varios objetivos a un tiempo: satisface la necesidad de tener un Museo con un inmueble extenso y amplio, permite rehabilitar un monumento hoy prácticamente en ruinas y, además, facilitará la resurrección de una zona de la ciudad bastante deprimida. El Ayuntamiento y las plataformas ciudadanas tienen una perspectiva opuesta. Así las cosas, la polémica pública era inevitable. Y hubiera sido benéfica si tal polémica consistiera en examinar las razones en pro y en contra de cada una de las opciones. Sin embargo, la polémica no ha consistido en eso: la polémica, en los medios de comunicación locales y en alguno nacional, ha consistido en poner en escena un enfrentamiento popular-ciudadano contra el llamado “Estado central”, como una especie de versión pequeñita y algo cómica de Fuenteovejuna. La movilización social no ha tomado asiento sobre la discusión de opciones en búsqueda del mejor bien común, sino que ha consistido en la movilización en sí misma, por sí misma y sobre sí misma, como si estuviéramos obligados a resucitar perennemente de manera ritual algún tipo de atavismo psicológico, quizás alguna versión posmoderna de la muerte del padre (del padre-Estado). La polémica, en fin, se ha centrado en el ruido y a él le ha otorgado todo el protagonismo, olvidando las razones del ruido; olvidando las nueces.
Este mismo tipo de fenómeno lo reencontramos una y otra vez en prácticamente todas las polémicas sobre materias que afectan al bien común. Pensemos en el asalto de inmigrantes a las oficinas del Defensor del Pueblo, o en la discusión parlamentaria sobre las parejas de hecho: los medios han preferido limitarse a la escenificación de la revuelta, amplificándola de manera insensata, antes que explicar las razones que la mueven. Tal actitud, en unas sociedades que desde hace doscientos años consideran la opinión pública como factor esencial de la vida política, significa algo tan simple como esto: la primitivización del debate social, la desaparición de la opinión pública como factor digno de crédito, la sustitución del bien común por otros intereses que generalmente se reducen a la mejor venta de emociones e impactos. Y de paso, la evacuación de lo político, que desaparece de la escena o queda confinado a un lugar marginal.
Este primitivismo de la representación pública (una suerte de imaginaria revuelta permanente contra el poder) constituye una de las variables con que la opinión se convierte en enemigo de lo político. La otra variante a la que antes he hecho referencia no deja de guardar relación con ella: se trata de la presión de los apriorismos ideológicos sobre la decisión política y sobre la persona –el político- que ha de tomar la decisión.
¿Cómo funciona esa presión? Aquí podemos traer otro ejemplo dentro del ámbito del Ministerio para el que yo trabajo: la reforma de las Humanidades en la enseñanza. Es un hecho que el sistema educativo español, especialmente a raíz de la LOGSE, nos ha conducido al fracaso colectivo. Es un hecho que ese fracaso se percibe especialmente en el campo de las Humanidades, es decir, de las disciplinas no técnicas. Es un hecho, en fin, que no cabe rectificación si no es mediante una revaloración del esfuerzo en el aprendizaje y una reintroducción obligatoria de las disciplinas humanísticas clásicas (por ejemplo, la Historia) en los planes de enseñanza. Pues bien: aunque todo esto sean hechos, y aunque nadie los discuta, sin embargo hay quien se opone a la reforma. ¿Y por qué razones? Exclusivamente por razones ideológicas: porque se antepone la hipotética libertad del alumno a la necesaria obligatoriedad del aprendizaje, porque se antepone la fascinación –más naif que otra cosa- por la técnica a la certidumbre de que sólo las Humanidades procuran una buena base desde la que acceder luego a otros conocimientos. Y yo, personalmente, puedo dar fe de que el mismo partido con el que se pactó un acuerdo de mínimos sobre la reforma (ya he dicho antes que la negociación forma parte del repertorio de instrumentos de la decisión), ese mismo partido, llegado el trámite parlamentario, se ha opuesta a la reforma. ¿Por qué? Según unos, por la presión de los intelectuales de ese partido, que fueron los mismos que alumbraron la LOGSE. Según otros, porque en ese momento no convenía a sus intereses estratégicos inmediatos. Sea por la razón que fuere, el hecho es que, acto seguido, al servicio de esa oposición entró el habitual abanico mediático dispuesto a otorgar carta de naturaleza intelectual a una postura sencillamente irracional.
En la mente de todos estarán otros ejemplos de cómo la presión ideológica puede interferir en la búsqueda del bien común. Cito sólo dos: los bandazos del Partido Socialista en la Ley de Extranjería y los bandazos del Partido Popular en la Ley de Parejas de Hecho. En ambos casos encontramos, al fondo del proceso, el mismo detonante: la presión ideológica externa y, por parte de los políticos, el miedo a “quedar mal” ante esa presión. Y la casa, sin barrer.
¿Podemos ir concluyendo? Hemos descrito a unos cuantos enemigos de lo político. El profesional de la política se los encuentra todos los días, hasta el punto de que podríamos titular mis palabras de la siguiente manera: “Tribulaciones de un día de actividad pública”. Ahora bien, quiero subrayar que estos enemigos se corresponden muy bien con los que Freund denuncia y que Jerónimo Molina enumera en su obra sobre este autor: miedo e inseguridad, tiranía de la opinión pública, degradación del Derecho y apoteosis de la legislación, olvido del enemigo, politización de lo privado y despolitización de lo público. Hubiera podido estructurar mi intervención al revés: enumerar los enemigos teóricos y demostrar luego sus correspondencias con la práctica. Pero he preferido hacerlo de esta otra manera: exponer la práctica y deducir de ella cuáles son los enemigos de lo político. Porque creo que esta es una vía más expresiva a la hora de dibujar el cuadro “Lo político y sus enemigos”.
Por supuesto, y elevándonos hacia un plano más general, me parece obvio que todo esto hay que ponerlo en relación con el progresivo deterioro del Estado moderno como ámbito de lo político y como terreno de la política. Es un hecho que el Estado ha entrado en crisis: basta pensar en esas compañías transnacionales cuyos ejércitos de seguridad privada superan en efectivos y presupuesto a los ejércitos regulares de cualquier pequeño Estado-nación. Basta pensar, también, en la presión que las grandes compañías de electrónica han ejercido sobre los Estados europeos para que la Unión no condene a Gran Bretaña por el “caso Echelon”, aquel asunto de espionaje industrial angloamericano contra Europa. Noticias como estas, que surgen todos los días, nos están diciendo algo muy nítido: hoy el bien común y el destino colectivo empiezan a ventilarse en instancias que ya no son las de la política clásica. Y sin embargo, lo político sobrevive: podrá desaparecer el Estado moderno, como en su día desaparecieron el Sacro Imperio Romano Germánico o la Polis griega, pero lo político no desaparecerá jamás, porque está en la naturaleza humana. Y digo más: para quienes tenemos una idea primaria de la libertad, esta es una certidumbre esperanzadora. Frente a los otros poderes que hoy vemos en liza (el mediático, el financiero, el industrial, etc.), poderes que a su vez trazan entre sí nuevas alianzas, lo político sigue siendo la única instancia capaz de defender a la persona singular y a sus comunidades. Por eso el político que renuncia a lo político está incurriendo, quizás sin saberlo, en un grave atentado contra la libertad. Y por eso el político, si verdaderamente quiere revestir a su actividad de la dignidad que tenía en los tiempos clásicos, debe oponerse a los enemigos de lo político. No exagero: empieza a ser cuestión de vida y muerte para la comunidad.