La derecha ya no es lo que era. La izquierda tampoco, evidentemente. Los conceptos de derecha e izquierda nacen con las revoluciones modernas, como todo el mundo sabe, y en particular con la revolución francesa. El eje sobre el que se desplegaban ambos conceptos -derecha, izquierda- era el repertorio de atribuciones políticas del rey. En efecto, todo el mundo lo sabe. Lo que ya no sabe nadie es qué quiere decir exactamente “derecha” e “izquierda” en el contexto contemporáneo, porque el viejo marco de la modernidad política ha desaparecido y en su lugar tenemos un mapa nuevo cuya topografía apenas si se nos va revelando.
Las sucesivas crisis de la derecha clásica europea son un buen indicador, como un sismógrafo, de la nueva orografía. Las democracias cristianas en Alemania e Italia dominaron el mapa de la derecha europea durante más de medio siglo, pero la segunda acabó hundida en un mar de corrupción y la primera ha devenido en algo prácticamente indistinguible de su contraparte socialdemócrata. El conservadurismo de corte anglosajón, referencia clásica del conservador continental, ha visto cómo su identidad se disolvía en la reivindicación nacionalista del Brexit. Las derechas francesas, desde el liberalismo hasta el gaullismo, se han fragmentado en una miríada de tribus como esas familias que riñen por la herencia del abuelo. En España, el Partido Popular ha ido tomando la forma de una especie de gran contenedor que intenta dar cobijo lo mismo al activista “trans” que al patriota de viejo estilo. Si uno intentara precisar qué singulariza hoy a la vieja derecha, apenas podría anotar algo más que una vaga reclamación de impuestos bajos y cierta pertinaz tendencia a predicar moderación. El término “derecha” sigue teniendo valor posicional en la sociología política, pero ya no representa un marco ideológico. Nada de “valores fuertes”. Por eso, en un viejo libro, pudimos hablar de “derecha perdida” (En busca de la derecha (perdida), Áltera, Barcelona, 2010).
Los sedimentos del río
Cuándo se perdió la derecha? En realidad, cuando desapareció la gran oposición capitalismo/comunismo que había caracterizado al paisaje de la segunda posguerra mundial. Y sobre esto vale la pena aportar una cierta perspectiva histórica. Imaginemos un río. Los ríos, en su curso, van dejando sedimentos. No son escoria ni material de desecho, al revés: en torno a ellos crece una intensísima vida orgánica; ellos son también los que, al cabo, determinan el cauce, el caudal y, en la desembocadura, la cualidad de la playa. Además, como es bien sabido, en los sedimentos es donde aparecen las pepitas de oro. La Historia es igual: un río donde lo más importante es lo que queda debajo y quieto, porque sólo el sedimento puede impedir que el río se vuelva loco. Pues bien: en la historia política del mundo moderno, que es un río demencial, la derecha ha sido siempre el sedimento, lo que iba quedando, lo que iba permaneciendo en el fondo, lo que ha impedido que el río sea más demencial de lo que ya de por sí ha sido.
Como la naturaleza de la Historia es dinámica -como el río-, no ha habido nunca una sola derecha, sino que el carácter del sedimento ha variado en función del paisaje. Hubo una derecha monárquica y católica que trató de frenar la marea de la Revolución desde 1789. Hubo después una derecha conservadora que intentó domar las efusiones liberales, en su época revolucionarias. Y una derecha tradicional y comunitaria frente al individualismo salvaje del capitalismo. Y aun después, una derecha liberal-conservadora que se opuso a la ola democrática. Y una derecha católica frente al desbordamiento socialista y liberal, como vio Donoso. Y una derecha liberal, conservadora y democrática y capitalista (y además, cristiana), frente al totalitarismo comunista. Y por el camino, derechas autoritarias contra las turbulencias anárquicas. Y después de la segunda guerra mundial, cuando el mundo se dividió en dos, hubo una derecha que era todas esas cosas y que, finalmente, ganó la guerra (fría) contra el comunismo, que era el lado izquierdo del mundo.
Como el río se mueve, como la historia no se está quieta, y como las estructuras sociales y económicas se transforman al mismo compás, esa derecha iba adquiriendo un aspecto extremadamente heteróclito. Cosas que un día fueron la izquierda, como el liberalismo, se convertían en derecha -se hacían sedimento. Y así en el sedimento convivían, de manera generalmente incómoda, cosas de lo más contradictorio, desde el tradicionalista católico hasta el masón moderado, desde el bonapartista autoritario hasta el demócrata liberal, desde el conservador proteccionista hasta el capitalista enemigo de cualquier frontera. Sedimentos, en todos los casos.
Por otra parte, lo que tiene el sedimento es que, por su propia naturaleza, prefiere la conservación al cambio. De ahí la identificación, fruto de las circunstancias, entre las ideas de la derecha y los poderes establecidos, entre la derecha de ideas y la derecha de intereses, entre el que cree que es bueno mantener lo que hay y el que quiere mantener lo que hay porque es bueno para él. Ser conservador, en el plano de las ideas, no tiene por qué significar conservar las estructuras de poder, por ejemplo. Pero, en la realidad histórica, las estructuras de poder han tendido a identificarse con las ideas conservadoras por una pura estrategia de supervivencia. Con frecuencia esa estrategia ha conducido a que la derecha de intereses aplaste a la derecha de ideas. Un buen ejemplo es la Restauración española, cuando los conservadores de doctrina, que eran los de Maura, quedaron apartados en provecho de los conservadores de intereses, los “idóneos” de Eduardo Dato, por voluntad expresa de la institución conservadora por antonomasia, que era la Corona. El resultado, como es sabido, fue pésimo para las ideas conservadoras, pero también para la derecha de intereses, que al final tuvo que llamar a un general.
La gran ruptura
Precisamente uno de los rasgos mayores de nuestro tiempo es que eso que se llama “derecha de intereses”, es decir, la estructura de poder que busca conservarse y perpetuarse, ha roto por completo con la derecha de ideas, vale decir con los principios y valores de todos aquellos que iban tratando de poner límites al desbordamiento del río de la modernidad. Hoy la derecha de intereses se encuentra sumamente cómoda en el fragor del río, lo cual, por otra parte, ha hecho que los grandes partidos clásicos de la derecha occidental hayan dejado de ser “derecha” desde el punto de vista de las ideas.
Seguramente el proceso empezó en los años 60 del siglo XX -pongamos en las tópicas revueltas de 1968-, cuando se fue construyendo una mentalidad que hacía compatible la protección de la estructura económica capitalista con la introducción de elementos ideológicos que venían abanderados por la izquierda. La izquierda occidental, aburguesada y obesa, dejó poco a poco de ser una fuerza de clase (obrera) para convertirse en una plataforma de reivindicaciones individualistas. Al mercado, por su parte, le resultaba mucho más rentable una sociedad individualista (porque favorecía el consumo) que una sociedad comunitaria tradicional. Así se firmaron las nupcias del orden capitalista con las efusiones emocionales de una izquierda que ya había dejado de representar un peligro para él. Al revés, a partir de ahora sería el poder económico el que abanderaría las “nuevas ideas”. Si la izquierda ya había conquistado de facto el poder cultural, ahora ponía su bandera en la fachada de palacio. La izquierda seguía diciéndose “izquierda”, aunque fuera extremadamente burguesa, pero la derecha ahora quería decirse “centro”. Estaba claro quién había ganado.
En los últimos años de la guerra fría, la pertinaz oposición capitalismo/comunismo permitió mantener la ilusión de que aún se estaba peleando por algo. Fueron los tiempos de Reagan y Thatcher. Pero la ilusión resultó fugaz: cuando se desplomó el bloque comunista, lo único que quedó en pie fue un sistema capitalista que había terminado interiorizando los tópicos emancipadores del discurso de la izquierda, transformados mientras tanto en una pura apoteosis emocional del “yo”. Se olvida con frecuencia que cuando Fukuyama escribió su “Fin de la Historia”, poema épico del triunfo del liberalismo, le añadió una coda nietzscheana: “El último hombre”, glosa del individuo alumbrado en la incubadora del nihilismo. Porque eso exactamente es lo que vino entonces. Ahora lo llamamos “woke”.
A partir de aquel momento, todo el empeño de la derecha política clásica residió en presentarse como “centro”. Un episodio particularmente expresivo fue cuando Anthony Giddens, el gurú del laborista Tony Blair, parió aquella idea de la “tercera vía”. En España, el Partido Popular de José María Aznar se apresuró a recoger la idea para destilarla en el alambique del “centro reformista”, es decir, una derecha posicional que cada vez se reconocía menos en la derecha tradicional… sabiendo que ésta, en cualquier caso, seguiría mansamente atada a las siglas del PP porque no tenía otro lado donde ir. Capitalismo con sentimientos. Nadie ha expresado mejor la nueva combinación que el Partido Demócrata norteamericano, referencia mayor de la decadente derecha (perdón: centro) occidental.
La nueva orografía
La evolución ideológica del capitalismo merece ser explicada con algún detalle, porque en el imaginario popular permanece vivo el tópico que identifica sistema capitalista con derecha, pero hace tiempo que esto no es así. Daniel Bell explicó en su día que el orden capitalista descansaba sobre una poderosa contradicción cultural: para su despliegue, el capitalismo necesita sociedades edificadas sobre valores de esfuerzo, ahorro, entrega y sacrificio, es decir, sociedades de corte tradicional, pero el propio capitalismo hace que las sociedades empiecen a pivotar sobre valores de consumo y hedonismo, es decir, los valores contrarios, de manera que el sistema económico -pensaba Bell- iba a entrar en violenta contradicción con el sistema cultural. Lo que no se le ocurrió a Bell es que el capitalismo pudiera generar su propio sistema cultural, y aquí es precisamente donde estamos hoy, al menos en el espacio de Occidente.
El factor clave ha sido la transformación del propio capitalismo, que ya no se define tanto por el producto como el dinero, ya no tanto por lo industrial como por lo financiero. Esta transformación implica cambios radicales, por una parte, en el orden político, porque las naciones se convierten en obstáculos para el despliegue del nuevo poder, y por otra, en el orden social, porque los viejos valores y las viejas estructuras (familiares, comunitarias, etc.) son incompatibles con una atmósfera que exige la apoteosis de lo individual. El capitalismo financiero del siglo XXI requiere una sociedad de individuos aislados en un mundo donde los lazos de carácter comunitario o nacional se han hecho extremadamente frágiles. Y ese mundo, a su vez, encaja a la perfección con el perfil ideológico creado por la izquierda posmoderna, con su repertorio de nuevos derechos, nuevas víctimas, nuevos credos y nuevas histerias, todo ello en pos de la extrema emancipación individual. El universo ideológico del globalismo no es sino el sistema cultural creado por el capitalismo del siglo XXI. Por eso el poder, hoy, se encuentra mucho más cómodo con la nueva izquierda que con la vieja derecha.
Son todas estas conmociones (sísmicas) las que han hecho surgir la orografía en la que hoy nos movemos, que ya no tiene nada que ver con la de los siglos XIX y XX. La tierra se abre, grandes moles se elevan, aquí y allá surgen chorros de lava y, en esta otra parte, se extiende una planicie donde antes había un mar. Ese señor tan de derechas dice ahora que el aborto es un “derecho humano” y aquella señora tan de izquierdas lucha por los intereses de los fondos transnacionales de inversión. Los Estados trabajan para disolver las naciones, el capitalismo atiborra de millones a los predicadores del nihilismo y los sindicatos, transformados en poder fáctico con presupuesto estatal, hacen su parte ocultando al pueblo las verdaderas causas de su malestar. Sobre el nuevo mapa se despliega un poder apenas visible que impone su autoridad con consignas apocalípticas, catástrofes climáticas y emergencias pandémicas. Bajo ese poder, hombres que no son hombres y mujeres que no son mujeres, comiendo insectos y depositando toda su identidad -toda- en los algoritmos de unas máquinas controladas por un amo invisible.
Volvamos al río, al sedimento. Porque, entre tanta conmoción, allí permanece sin embargo, acumulado ahora como estratos fósiles, todo el depósito de la experiencia. Aquellas cosas que la derecha histórica quiso defender siguen estando allí: una dimensión espiritual (religiosa) de la existencia, el respeto por la tradición cultural heredada, la defensa de las instituciones comunitarias naturales (la familia, evidentemente), el arraigo en una comunidad política reconocible (llamémosla nación), la solidaridad antes que la igualdad, el arraigo antes que lo global, lo concreto antes que lo abstracto y lo orgánico antes que lo mecánico. Por ejemplo. La gran novedad es que, hoy, ya no hay un poder que ampare todas esas cosas, al contrario: todas ellas se dirigen expresamente contra el poder establecido.
Si alguna vez la expresión “revolución conservadora” ha sido pertinente, es precisamente en nuestro tiempo, porque todo impulso desde la derecha real sólo puede ser ya revolucionario. ¿No es estimulante?