Alfred Ayer dice que la pregunta acerca de Dios (qué o quién es, cómo concebirlo) es perfectamente insignificante (literalmente: sin significado), porque carecemos de asideros conceptuales comunes y rigurosos para definirlo. Y es verdad que buscar una definición unánimemente aceptada de Dios parece tarea imposible, especialmente si tratamos de formularla según reglas lógico-formales presuntamente universales. Ahora bien, ocurre que es precisamente ahí y entonces, donde los asideros conceptuales fallan, cuando inevitablemente aparece el recurso a Dios. ¿Recurriríamos al concepto de Dios si supiéramos -si pudiéramos- hacer perfectamente inteligibles todos los fenómenos que nos rodean, si pudiéramos no sólo aprehenderlos, sino también darles sentido por medio de la simple razón? Es dudoso.
La idea de Dios es inseparable de eso que Fernández de la Mora ha llamado “menesterosidad radical de la condición humana”. Desde Dios puede entenderse lo que de otro modo permanecería siempre oscuro. Por utilizar los términos de Jünger: allá donde ya no corta la tijera de la razón (esa razón instrumental/técnica tan cara a Ayer y a todos los epígonos de la Ilustración), ahí es donde la necesidad de Dios se hace patente. Y tal necesidad sí posee todos los rasgos de universalidad que antes nos faltaban. Porque, en efecto todos los hombres, en todos los tiempos y en todas las lenguas, han pronunciado el nombre de Dios. Unos lo han pronunciado de manera polifónica, como corresponde a una realidad que es diversa y plural hasta la maravilla y hasta la catástrofe; otros la han modulado en una sola tonalidad, y otros aún han llegado a hacerlo inefable. Pero Dios siempre ha estado ahí. Dicho de otra manera: Dios no es el mismo Dios en cada idioma -por eso Ayer no lo entiende-, pero todos los idiomas expresan la misma necesidad de Dios.
Ahora bien, sentado el hecho de que la idea de Dios parece inseparable de la condición humana, nos queda todo lo demás por resolver: ¿Qué es exactamente Dios? ¿Cómo entenderlo? ¿Como presencia, como esencia, como existencia, como sentido? Aquí navegamos entre los peligrosos arrecifes de la experiencia interior, que es el asiento inevitable de toda visión de lo divino, pero que al llegar a los estratos más profundos roza la incomunicabilidad. ¿Cómo comunicar fehacientemente el amor, el odio, la melancolía? Sólo la poesía parece capaz de lograrlo. Por eso Heidegger remitía la cuestión del Ser a la palabra poética. Pero tampoco el poeta alcanza la cumbre en todos los casos. El ejercicio, sin embargo, parece necesario. Digamos, pues, que aquí entendemos a Dios como esencia. Y ello porque no podemos entenderlo de otro modo.
Dios no puede ser un sentido.-
¿Podríamos entender a Dios como sentido? Sentido, aquí, quiere decir aquello que da significación a las cosas; no sólo una dirección, sino también un por qué. Y así, la primera aproximación a Dios como sentido es la del hombre que mira en derredor y constata que todo en el mundo se mueve animado por un orden extraordinario: los recorridos uniformes de los astros, el ritmo repetitivo de las estaciones, la precisión casi mecánica con que unas especies conviven (y combaten) con otras, las pautas inmutables de nacimiento, crecimiento y muerte... La sinfonía de la naturaleza es tan perfecta, su partitura es tan compacta y sus instrumentos se hallan tan bien compenetrados, que parece lógico presumir la existencia de un gran director, una mente suprema que ha instaurado ese orden y que, por tanto, también ha de garantizar que todo cuanto existe tenga un sentido. Pero esta concepción de Dios como sentido también funciona cuando algo quiebra el orden. Tal es la primera tentación de la persona en tiempos de tribulación: cuando la vida nos golpea, cuando el dolor nos aflige más allá de toda posible resistencia, cuando sólo cabe la desolación. En ese momento el recurso a Dios puede surtir efectos de consolación metafísica. “Dios sabe lo que hace” y “Él nos da y Él nos quita” son las letanías más repetidas en la tristeza de los obituarios y también en las exequias tras una catástrofe. También aquí se busca en la mente divina una explicación -un sentido- para lo que parece incomprensible. Pero advirtamos que tal concepto de Dios como sentido todavía no es una justificación de su existencia como persona divina, ni tampoco como presencia junto a nosotros ni como esencia sobrehumana, sino que es sólo la sumisión -fatal, trágica- a unas reglas que no ha dictado el hombre y que son tan irracionales, tan carentes de lógica, que sólo cabe atribuirlas o bien al caos (una idea que parece repugnante a la razón), o bien a una inteligencia superior, tan superior que nos resulta inaccesible e ininteligible.
La percepción de Dios como sentido -tan humana, demasiado humana- puede no ser más que una mera reacción de animal afligido que busca un consuelo ante situaciones de desgarro y dolor. Y todos sabemos que, en tanto que bálsamo, no deja de ser eficaz. Pero igualmente nos llena el alma de preguntas sin respuesta: ¿Cómo es posible que la misma potencia que ha generado tanta maravilla haya sido capaz de enviarnos por igual tanto dolor? Si Dios preside el sentido último de todo cuanto acontece, ¿qué dios sería ese capaz de presidir el sufrimiento de seres inocentes, la calamidad, la catástrofe? La concepción de Dios como sentido quiere ser una respuesta al eterno misterio de las causas últimas de la vida y de la muerte, pero nos arroja contra otra pregunta brutal: ¿Por qué? Y eso nos hunde en una zozobra insuperable, porque la única respuesta posible para esta nueva pregunta es el imperativo dogmático: “Tened fe”. Y la fe, en esas condiciones, equivale a abrazar la tragedia. Ahí reside aquel “sentimiento trágico de la vida” del que hablaba Unamuno. Pero también ahí arraiga la desesperanza de un Cioran cuando define a Dios como “una desesperación que comienza donde acaban todas las demás”.
La difícil existencia de Dios.-
“Tened fe”. Fe, ¿en qué? En Dios, naturalmente. Pero esta fe exige un nuevo movimiento. Ya no se trata sólo de contemplar y admitir -y admirar, y a veces maldecir- la preminencia de un orden de origen sobrehumano, sino que ahora también es preciso explicar quién impone ese orden, cómo actúa, por qué es bueno creer en ello y por qué es malo descreer; cuáles son sus imperativos, cuáles sus atributos y, en fin, todos esos campos que los teólogos han roturado hasta la extenuación. Se trata, en fin, de demostrar que Dios existe: Dios como existencia. Pues la existencia de una o varias personas divinas, con sus propios atributos definidos y diferenciados, daría razón de todo cuanto en el mundo es y está. Ahora bien, la de la existencia de Dios es, por definición, una cuestión irresoluble. De entrada, cada cultura se ha hecho una idea muy diferente de las formas y condiciones de existencia de Dios. Y luego está el no pequeño inconveniente de que tal existencia, que para ser obvia habría de ser activa, sin embargo no se ve; no consta. Espíritus elevados, bajo determinadas circunstancias han podido tener la experiencia de una dimensión sobrehumana y sobretemporal (luego nos referiremos a ello), pero tales experiencias no constituyen una prueba de la existencia de Dios en el sentido lógico-racional tan caro a la escolástica cristiana.
La existencia de una persona divina con atributos claramente inventariados es una cuestión de fe. Y la fe dista de ser un don unánimemente repartido. Por eso, si Dios existe, la existencia no podría ser su principal cualidad, pues la idea de Dios es universal por definición (todos los hobres y en todos los tiempos la han formulado), y sin embargo nos consta que su existencia no es universal, pues no todos la percibimos de igual modo e incluso hay quien no la percibe en absoluto. Si Dios existe, no lo sabemos, o al menos no de forma consciente. Y cabe dudar de que alguien pueda persuadir a otro de que Dios existe, pues tal certidumbre anida en el fondo de la conciencia, en un lugar tan hondo que la comunicación se convierte en intercambio de monólogos.
Dios como esencia.-
No sabemos, pues, si Dios existe. Sin embargo, nos consta que Dios es. De aquí arranca nuestra convicción de que Dios es una esencia. Y esto, naturalmente, exige determinadas aclaraciones preliminares. Una de las maravillas de la lengua castellana es la doble herencia directa del essere y stare latinos como ser y estar, respectivamente. Ser posee un carácter de permanencia; estar lo posee de contingencia. Si decimos “Aurora es hermosa”, hablamos de una cualidad permanente; si decimos “Aurora está hermosa”, indicamos que en este momento es hermosa, pero que mañana puede no serlo. Yendo más lejos, y en el contexto de cuanto aquí estamos escribiendo, podemos aproximar las nociones de ser y estar a los conceptos heideggerianos de sein y da-sein, ser y ser-ahí (o estar). El Da-sein es la forma concreta en que se manifiesta el Sein; la existencia nos habla de una esencia previa a ella. Podemos completar la explicación con una referencia al idealismo platónico: la idea es; la realidad, el objeto, está. Digamos que el estar es lo concreto y el ser es lo abstracto. Y volvamos al hilo de nuestra meditación: la razón consciente no puede decir de Dios que existe (en la forma activa en que las religiones teístas lo presentan) porque no lo vemos, porque no está. Sin embargo, sí puede constarnos que es; no podemos asegurar la presencia de lo divino como existencia, pero sí podemos afirmar su esencia.
La experiencia de lo prodigioso.-
¿Por qué podemos afirmar que Dios es? ¿Y cómo cabría definir a eso que es? Aquí debe tomar la palabra la experiencia interior. Antes nos hemos referido a las experiencias de ciertos espíritus singulares que han sido capaces de situarse en una dimensión sobretemporal. Los ha habido en todas las épocas y en todas las culturas: son los místicos. Los más favorecidos de entre ellos han podido transportarse hasta profundidades abisales repetidas veces y siempre con idéntica intensidad. No existe una explicación racional satisfactoria para estas experiencias, que pueden definirse propiamente como comunión con Dios. En general, estas experiencias de comunión se hallan completamente fuera del alcance de la gran mayoría de los hombres. No es tan infrecuente, sin embargo, ver, oir o incluso vivir de primera mano experiencias aisladas que nos ponen en contacto directo con lo numinoso en el sentido clásico del término. A nosotros nos ha sido dado vivir dos experiencias de ese género. Venciendo el pudor que la educación racionalista nos impone sobre estas cuestiones, en el presente contexto tales experiencias pueden y deben ser contadas.
La primera ocurrió durante un ascenso en solitario a una montaña: la Cabeza de Hierro mayor (2250 m.) en la Sierra de Guadarrama, entre Segovia y Madrid. Podemos describirla como una súbita percepción ultrasensible. Y fue la intuición, en un ambiente riguroso de hielo y sol, de que un orden general subyace a todo lo existente. Esa percepción, traducida a lenguaje consciente, podría explicarse como “todo tiene sentido; todo guarda relación con todo; todo encaja con todo”. No es una experiencia rara: muchas personas la han vivido alguna vez. Quizá se trate de un atisbo aislado, lejano como un eco, de aquella scintilla animae con la que Meister Eckehart describía al conocimiento ultrarracional. Una scintilla, por otra parte, que en nuestro caso se fue tan rápidamente como vino -aunque su huella permanece.
La segunda experiencia es más sólida en la medida en que se produce fuera de la conciencia singular: se trata de la sanación de un caso de esterilidad femenina en el ámbito de unas apariciones marianas. Son muchos los prodigios reales o imaginarios que acontecen en torno a las manifestaciones religiosas de este género. Si traemos aquí este caso concreto es porque, por un azaroso cúmulo de circunstancias, estamos en condiciones de atestiguar la radical realidad física de este hecho: desde los diagnósticos médicos previos, unánimes en su veredicto de esterilidad irreversible, hasta el nacimiento de un hijo perfectamente sano nueve meses después del formidable esfuerzo de fe de aquella mujer. “La fe mueve montañas”, dice el adagio. Y es verdad.
El prodigio es irreductible a la materia.-
El prodigio nos habla del espíritu, de un reino situado más allá y más acá de la materia. Los acontecimientos de este género dan testimonio de una realidad situada más allá de las reglas físicas comúnmente admitidas. Y, como es natural, el hombre moderno, topógrafo del espíritu obsesionado por introducir en las reglas de la geometría incluso lo inasible, ha tratado de hallar respuestas positivistas capaces de despejar estos enigmas. Ahí halla su origen la parapsicología, por ejemplo. Y así hay también quien explica las percepciones ultrarracionales como producto de estados alterados de conciencia inducidos por causas físicas (una deficiente combustión de oxígeno, quizá) o quien remite los prodigios -las sanaciones, por ejemplo- a la capacidad de autosugestión de la mente humana. A priori, desde luego, cualquier interpretación es posible; pero ello es así porque ninguna interpretación es válida. Las explicaciones de orden psicológico o parapsicológico para los prodigios no son más sólidas que las explicaciones de orden metafísico o divino. En rigor, ningún temperamento racional podrá admitir una explicación del tipo “causalidad autosugestiva” para la sanación de una esterilidad si esa explicación no contiene una descripción detallada de cómo la actividad subconsciente o inconsciente de los centros neuronales ha sido capaz de rectificar una disfunción dada del aparato reproductor. Mientras tal descripción no exista, el recurso argumental de la “autosugestión” será un simple expediente de urgencia para despachar la cuestión de lo prodigioso eludiendo la intervención de un estrato sobrehumano, es decir, un simple mito alternativo, físico esta vez, al mito divino.
¿Llegará a ser posible tal descripción? ¿Podrán explicarse alguna vez los prodigios por causas estrictamente materiales? ¿Podremos conocer el sistema nervioso central humano hasta el extremo de desvelar qué mecanismos desatan el prodigio? Es imposible contestar a esta pregunta. Pero sí es posible presumir que tales hallazgos, que sin duda podrían iluminarnos sobre la dinámica de los procesos mentales, no aumentarán nuestros conocimientos sobre su origen. Jacques Monod veía dos grandes fronteras para el conocimiento científico: el origen de los primeros sistemas vivientes y el funcionamiento del sistema nervioso central humano. Y ambas fronteras pueden llevarse aún más lejos: la del origen de los primeros sistemas vivientes puede desplazarse hasta el origen de la materia, y la otra puede hacerse impenetrable si la situamos no en el funcionamiento, sino en el origen mismo del sistema nervioso central del hombre. Con ésto pasa algo semejante a lo que ocurre con la teoría del “Big bang”: podemos reconstruir a título de hipótesis -más controvertida, por cierto, de lo que comúnmente se cree- la historia de la materia hasta la primera décima de segundo, pero, de ahí hacia atrás, todos nuestros instrumentos de medición se vuelven locos. Y dado el carácter propiamente “milagroso” (seguimos a Monod) de la creación, las teorías acerca de su origen físico, incluso cuando se apoyan en sólidas razones, terminan sumiéndonos en aquel estado de ánimo que describió Mauriac: “Lo que dice este profesor es mucho más increíble aún que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos”.
Excurso: la comunión del espíritu y la materia.-
Las explicaciones materialistas acerca de las cosas del espíritu terminan produciéndonos siempre una impresión consternante, como si se tratara de una respuesta dogmática ante lo que no se entiende -exactamente la misma impresión que históricamente ha producido la resistencia eclesial a aceptar los datos de la investigación material. El dogmatismo del espíritu y el dogmatismo de la materia no están tan lejos el uno del otro: ambos responden a la misma lógica, pues se refugian en certidumbres cerradas para eludir la abierta incertidumbre del mundo. Hoy las explicaciones materialistas nos parecen insuficientes. Ello no se debe a que hoy hayamos conocido nuevos fenómenos de orden sobrenatural, sino más bien al hecho de que las expectativas abiertas por el positivismo científico, que pretendían dar cuenta de todo cuanto en el mundo es, se han frustrado, lo cual inevitablemente empuja a enfocar el conocimiento con otro aliento.
Pero si la perspectiva materialista ha manifestado su insuficiencia a la hora de desentrañar el origen de lo maravilloso, no menos equivocado resultaría adoptar la posición contraria, a saber: la de presumir un origen necesariamente maravilloso para todo aquello que no entendemos. Esa ha sido -señalémoslo al paso- la actitud tradicional de la Iglesia de Roma, y su resultado ha sido que toda nueva adquisición del conocimiento se traducía en un retroceso de la fe. No: tan insuficiente es predicar la jerarquía de la materia sobre el espíritu como su contrario. En el origen de ambas posturas -aventuramos- puede rastrearse la vieja oposición, primero bíblica y luego cartesiana, entre espíritu y materia, entre res cogitans y res extensa. Una oposición perfectamente artificial, pues, si ambas esferas aparecen por igual en nuestras vidas, ¿no sería más acertado pensar que materia y espíritu representan dimensiones diferentes de lo mismo, que una y otra coexisten de forma inextricable? Pensamos que adoptar una perspectiva de este género permitiría acercarse con mayor profundidad a los problemas que aquí estamos dibujando, y muy especialmente a la naturaleza de lo prodigioso.
El significado del prodigio.-
Con todo, lo prodigioso suscita otra pregunta: ¿La evidencia de lo prodigioso demuestra la existencia de Dios? En otros términos: el hecho de que ante la conciencia aparezcan en forma activa fuerzas que podemos definir como pertenecientes al reino del espíritu, ¿es suficiente aval para predicar acto seguido que ese reino tiene un rey, y que tal rey es Dios? No es fácil responder a esta pregunta desde la perspectiva común de un Dios dotado de atributos personales; entre otras cosas, tal perspectiva suscitaría la pregunta subsiguiente de por qué Dios mueve prodigios en unos casos y en otros no, una nueva pregunta a la que sólo se podría responder arguyendo la voluntad aleatoria de Dios -pero el adagio de que “el espíritu sopla donde quiere” tiene mucho de desolador.
En rigor, nadie puede responder a la pregunta de si la evidencia de los prodigios acredita la existencia de un Dios concebido en los términos convencionales de nuestra cultura. Dejemos la respuesta para quienes ha recibido la iluminación de lo inefable. Pero, en un plano más humilde, sí podemos sostener que, para el hombre de conocimiento, la evidencia de los prodigios sí puede dar testimonio fehaciente de la presencia activa de una dimensión espiritual en la materia (”Algo sobrenatural subyace en el fondo de la materia”, nos dijo una vez el premio Nobel Carlo Rubbia), y esa presencia del espíritu, a falta de una definición mejor, puede legítimamente ser remitida a un Dios concebido en el sentido en que Eckehart lo concibió: la unidad ideal del ser, de la que todas las criaturas reciben su actualidad y hacia la que todas las criaturas aspiran a retornar.
No es posible un mundo sin Dios.-
Es también esta perspectiva la que nos hace pensar en la imposibilidad de un mundo sin Dios, de un mundo al que los hombres le hubieran amputado su realidad espiritual. Citamos a Jünger: “Una de las verdades más grandes que se han dicho es el dístico en el que Angelus Silesius afirma que sin el hombre no puede Dios vivir un sólo instante y que, si el primero es reducido a la nada, también el segundo tiene que exhalar necesariamente su espíritu. La libertad del ser humano frente al Universo se testimonia primeramente en la palabra: del ser humano reciben los dioses su nombre, él se lo impone”. Ahora bien -sigue Jünger-, “De eso no ha de inferirse que los dioses sean creaciones del hombre. Los dioses son, más bien, nombres extraídos del fondo del mundo, en el que no hay nombres; en ese fondo está la realidad de los dioses. Esa realidad es en todo caso más poderosa que la imperfecta palabra que intenta delimitarla. Y es más poderosa también que toda personalidad que el hombre pueda imaginarse como ser organizado y adornar con atributos” (El Estado Mundial, § 25). Por lo mismo, lo que el materialismo destruye no son meros nombres, sin auténticas realidades.
Todos los pueblos, en todos los tiempos y en todas las lenguas, han pronunciado el nombre de Dios. Y allá donde ese nombre ha sido desterrado o trivializado, los pueblos han elevado altares a otros dioses (desde la Razón hasta la Técnica, pasando por la Ideología y el Dinero), y eso cuando no han terminado invocando de nuevo el retorno de los dioses viejos, tal y como ha ocurrido en Rusia. En un ejercicio conceptual cabe imaginar que Dios, sin el hombre, pudiera no existir; pero un ejercicio de simple observación obliga a constatar que el hombre, sin Dios, jamás ha existido. Por eso no es imaginable un mundo sin Dios. Podemos pensar que se trata de una noción inherente a la estructura de nuestro neocórtex o que responde a una realidad patente; eso nadie puede saberlo. Pero el hecho es que ahí está, y no es aventurado presumir que ahí estará siempre; así es y así será.
Dios y la Ciudad.-
La cuestión que se plantea entonces es la de saber cómo actuar ante la presencia de Dios. Si pensamos que Dios es una esencia permanente, que en los prodigios se manifiesta la existencia de una dimensión espiritual que incluye a la noción de Dios y que no es posible un mundo sin Dios, entonces parecerá natural preguntarse cómo vivir de acuerdo con esa realidad. Y esta pregunta afecta tanto al propio nomos interior (la relación personal con el criterio ético) como a otras cuestiones algo más pedestres, y entre ellas la de cuál ha de ser la propia relación personal con la formas en que el culto divino se manifiesta: los ritos religiosos populares, las instituciones eclesiásticas, etc. A este último respecto, consideramos que por muy independiente que llegue a ser el juicio personal, uno nunca deja de formar parte de su pueblo. Es el ejemplo del filósofo clásico: su espíritu puede sobrevolar latitudes muy alejadas de la sensibilidad de sus vecinos, pero la Ciudad a la que pertenece sigue siendo su Ciudad. En ese sentido, los ritos populares, en la medida en que son expresión de la identidad colectiva, abren un diálogo permanente con las convicciones personales. Si religión proviene del verbo religare, quien desee poner su espíritu en sintonía con el de su comunidad no puede prescindir de la comunión con los ritos de ésta, no puede desligarse de ellos. Esos ritos, en nuestro caso, son los de la religión popular católica. Pero decimos más todavía: por encima y por debajo de todas las estructuras intermediarias (Iglesias, teólogos, etc.), la comunión con esos ritos, que son la expresión comunitaria de lo sagrado, no tiene por qué implicar necesariamente una conformidad dogmática.
Esto último que decimos se entenderá mejor desde una perspectiva no racionalista del hecho religioso, desde una perspectiva no moderna -desde una perspectiva exactamente contraria a la que la propia Iglesia pretende imponer. Toda religión presenta siempre tres dimensiones: la moral, la dogmática y la ritual. La moral es un código de comportamiento individual y colectivo. En el caso europeo, la moral cristiana propiamente dicha debe tanto al Nuevo Testamento como a la herencia grecolatina y a la propia dinámica social. Lo que en ella resulta insoportable, y especialmente la presión sobre la conciencia individual, no es tanto una herencia de la religión tradicional como una incorporación moderna de las religiones reformadas; de hecho, la moral pública siempre ha sido -y sigue siendo- considerablemente más tolerante y laxa en la Europa católica que en la Europa protestante, y para verificarlo basta comparar la literatura barroca española con la literatura religiosa anglosajona de esa misma época. Dicho esto, es igualmente conveniente subrayar que ninguna moral civil ha conseguido regular las relaciones sociales con la misma eficacia que la moral religiosa. Esto ya lo vio Cicerón: “No sé -escribe- si una vez eliminada la piedad para con los dioses, no desaparecería también la fidelidad y la unión social de los hombres, y aun de la misma justicia, que es la más excelsa de todas las virtudes” (De natura deorum, I, 2, 4). Aceptar las convenciones sociales en materia moral es una forma de organizar la jungla; lo peligroso sería que la propia religión estimulara la vida salvaje, como ocurrió con el primer cristianismo. Nada exige aquí aceptar igualmente una dogmática. Por ejemplo, el mandamiento “No matarás” no implica en absoluto la fe en un Dios “uno y trino”. Son esferas diferentes.
La esfera dogmática, que es esta segunda, forma parte de la presión sobre la conciencia individual y es una característica exclusiva de las religiones monoteístas, que aspiran a organizar no sólo los pensamientos, sino también los arrière-pensées. Ahora bien, esta pretensión, en el ámbito de civilización dominado por el cristianismo, ha caducado: hoy el dogma oficial de la religión dominante -y por fortuna- ya no está en condiciones de acaparar la organización de la vida individual y colectiva, y ello es así incluso en los pueblos donde el catolicismo romano ha sido tradicionalmente la única fuente de legitimidad tradicional, como es el caso de España. Tiene mucho interés constatar ese juicio reciente del cardenal Ratzinger según el cual el cristianismo se acerca a su muerte. No se trata, obviamente, de una muerte por extinción, sino de una muerte por transformación. Pero tal muerte abre nuevas expectativas en el mundo del espíritu.
Relativizado el origen religioso de la moral y “adelgazado” el peso de la dogmática, ¿qué le queda a la religión? El rito. Y el rito es, además, la única forma propiamente comunitaria de la religión en nuestro ámbito cultural. En el rito se manifiesta no sólo una celebración cultual, sino también una comunión social. Y no deja de resultar llamativo que la propia Iglesia-institución venga prodigando sus críticas hacia los ritos populares, a los que acusa de ser ocasión de inmoralidad y de desbordamientos pasionales. En el caso concreto de España, estas críticas son ya moneda corriente desde hace muchos años cuando llega el momento de celebrar la Pasión (la Semana Santa) o las diversas romerías a las capillas de las mil vírgenes que salpican la geografía ibérica. Las reticencias eclesiales son muy explicables: los ritos populares son manifestaciones formalmente vinculadas a una dogmática, pero en el fondo responden a una lógica distinta, una lógica con frecuencia anterior al dogma. En la sacralidad colectiva, es la propia comunidad la que se convierte en religión. Desaparecen los intermediarios y el pueblo celebra su propia comunión con su memoria y con su sentido de lo divino. El rito escapa a todo control. El rito es, en rigor, la religión de la Ciudad. Y el filósofo, creemos, no debe mostrarse ajeno a ella.
La hora postrera.-
Desde esta perspectiva, la participación en el rito forma parte de la pertenencia a la Ciudad. Esto es muy complicado en un contexto urbano, pero en los ambientes rurales es una exigencia de la propia convivencia. Es la misma diferencia que hay entre una iglesia de construcción reciente, con sus ladrillos y sus vigas de hierro, y una iglesia antigua, con sus piedras y su musgo. Personalmente (y aquí volvemos a entrar en el reportorio de las preferencias radicalmente personales), nosotros nos sentiríamos muy mal si mañana nos enterraran en una masiva necrópolis urbana, previo funeral en un artificio moderno con aspecto de iglesia. Pero descansaremos tranquilos en el pequeño camposanto de nuestro pueblo, junto a la familia, entre encinas y espliego, después de que nuestros amigos nos hayan despedido en la vieja iglesia de granito y teja, bajo el tañido de unas campanas forjadas por un herrero cuyo apellido aún vive en la vecindad. ¿Visión reaccionaria? Seguramente, pero ante el instante final es preciso saber reaccionar. Y para después esperamos el mismo proceso que Borges dibuja en su relato El Inmortal: “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto”. Y en ese ser todos es donde retornaremos a aquella “unidad ideal del ser” de la que hablaba Eckehart; ahí es donde alcanzaremos la última comunión con esa esencia que es Dios.