(Conferencia)
Debo comenzar manifestándoles a ustedes mi admiración por encontrarme hoy ante unos amigos, ustedes, que han acudido al reclamo de un tema que, ciertamente, hay razones para considerar abstruso: “Técnica, nihilismo, la muerte del espíritu”… Sin embargo, detrás de estos términos hay reflexiones que todos nos hacemos alguna vez, incluso varias veces al día. ¿Quién no se ha sentido alguna vez superado, desbordado, incluso desolado al constatar que en todos y cada uno de los actos de nuestra vida cotidiana dependemos de aparatos técnicos, y que la mayor parte de nosotros nunca llega a entender del todo cómo funcionan esos aparatos por dentro? Más aún: ¿Quién de nosotros no se ha hecho alguna vez la reflexión de que no todos los aparatos que utilizamos son imprescindibles, que muchos de ellos son perfectamente superfluos y que, sin embargo, ya no sabríamos vivir sin ellos? Permítanme una pregunta más: ¿Quién no ha visto en alguna ocasión que cada vez somos más ricos por fuera, porque nuestra vida es cada vez mejor, y que sin embargo somos cada vez más pobres por dentro, porque cada día es más difícil saber para qué vivimos, qué hacemos aquí? Todo esto es lo que hay tras un asunto como el de las relaciones entre la técnica y la muerte del espíritu. Nos obsesionamos con la eficacia técnica y nos olvidamos de todo lo demás. Todo lo que no sea mensurable en términos técnicos nos parece irrelevante, de valor cero. Ese valor cero es la nada. Eso es lo que quiere decir “nihilismo”.
Un planteamiento así, por lo general, alimenta sentimientos más bien lóbregos. Y no es mi intención amargarles a ustedes la noche. Así que tratemos de buscar un acercamiento algo más amable. Seguramente conocen ustedes ese chiste en el que dos personas viajan en un automóvil lanzados a toda velocidad. En un determinado momento, uno de los viajeros pregunta: “¿Pero dónde vamos?”. Y el otro, mirando su reloj, contesta: “No lo sé, pero llevamos una media excelente”. Pues bien, ese es exactamente el problema: no sabemos dónde vamos, pero llevamos una media excelente. Nos importa más conocer el éxito de la media que el destino del viaje. Y si la media es buena, nos quedamos tan contentos.
Cuando el maestro Mutis y Javier Ruiz Portella publicaron su Manifiesto contra la muerte del espíritu, manifiesto al que luego nos hemos sumado multitud, se tuvo la impresión de que alguien había dicho lo que había que decir. Por ejemplo, que hoy se ha hecho casi unánime la preocupación por lo que se ha llamado “la muerte de los valores”, una preocupación que hace muy poco tiempo –cuatro, cinco años- se consideraba “reaccionaria”. También por ejemplo, que hoy se ha hecho muy mayoritaria la sensación de que a nuestro mundo, un mundo en el que casi todo lo poseemos, le falta sin embargo mucho para llenarnos de satisfacción, sobre todo de ese tipo de satisfacción interior que nos permite mirar alrededor serenamente. En ese Manifiesto vimos que lo importante no es llevar una media excelente, sino que la pregunta principal es adónde vamos. Y vimos también que las respuestas a tal pregunta distan de ser satisfactorias. Ese Manifiesto, en definitiva, vino a decirnos que a todos, colectivamente hablando, se nos estaba olvidando algo muy importante; se nos estaba olvidando el sentido de la vida. Sabemos que vivimos, podemos encontrar razones para seguir vivos y también certidumbres para aceptar que vivimos en unas condiciones considerablemente más seguras que nuestros antepasados, pero, ¿sabemos qué sentido tiene la vida, nuestra vida, la de todos?
El ámbito del espíritu es precisamente el ámbito que se ocupa de patrullar ese mundo difícil y bello, ese mundo de las razones últimas, ese mundo del sentido de la vida. Y es innegable que hoy el espíritu no es exactamente un valor en alza. Miremos hacia donde miremos, encontramos cosas como una sociedad del espectáculo que ha convertido la trivialidad en valor, una desesperada carrera por el éxito profesional o social, una enseñanza obsesionada con la eficiencia técnica (obsesionada por la instrucción en detrimento de la formación), encontramos una vida económica cuyo horizonte ya no son las personas, sino el dinero en sí mismo; encontramos una actividad científica donde la conquista de conocimientos se limita al campo de lo inmediatamente aplicable y explota ese campo hasta la extenuación… Encontramos, en fin, una vida organizada en torno a criterios esencialmente técnicos. Y una vida sin espíritu. Una vida cuyo único sentido podría resumirse en la palabra “eficacia”. Y por eso la técnica, el mundo de la técnica, se nos muestra como la antítesis del mundo del espíritu. De esto quisiera yo hablarles hoy aquí, acogido a la generosidad de la Fundación Botín. Si les parece, podemos empezar viendo qué es la técnica, cuál es su lugar en el orden humano. Después trataremos de descubrir por qué la técnica ha alimentado el nihilismo y, con él, la muerte del espíritu. Y terminaremos explicando qué puede uno hacer para no contentarse con llevar una media excelente, sino para saber adónde vamos, incluso si es a costa de una menor velocidad.
Hay toda una corriente de opinión que abunda en juicios negativos sobre la técnica. Ella, la técnica, sería la responsable de las catástrofes ecológicas y también de los desórdenes de la vida social, así como de la decadencia cultural. Otra corriente contraria sostiene que la técnica es un bien en sí misma, que es la máxima expresión del progreso y que detenerla o ralentizarla significa retroceder en nuestra evolución de seres humanos. Otros, en fin –quizá los más-, piensan que la técnica no es buena ni mala, sino que es neutra, y que todo depende de cómo la utilicemos, del fin al que destinemos algo que sólo es un medio, un instrumento. Seguro que ustedes se reconocen en al menos una de estas tres opciones. Pues bien: yo les ruego que olviden las tres y que tratemos de empezar a pensar el problema desde el principio.
Primera pregunta: ¿Qué es la técnica? Y primera respuesta: la técnica es el modo en que el ser humano se adapta al medio para dominarlo y sobrevivir. Vamos a imaginarnos a cualquiera de las damas o los caballeros que vivían hace miles de años en esa maravilla que es la cueva de Altamira. Vivían rodeados de animales extraordinariamente adaptados: fieras con gruesas pieles para protegerse de la lluvia y el frío, con sistemas de regulación térmica incorporados en su propio metabolismo, con garras para despedazar enemigos, con poderosos dientes para desgarrar y masticar presas, con instintos que les surten de pautas de comportamiento adecuadas para cada problema de la vida… Hoy es más difícil ver a esos bichos, pero los tenemos en los documentales de La 2. Todo animal es un milagro de adaptación al entorno; a un entorno concreto. Sin embargo, el hombre no lo es: no tenemos piel gruesa, ni garras poderosas, ni dientes particularmente fuertes. Nadamos peor que los peces, corremos peor que los caballos o los perros, no volamos ni podemos vivir en los árboles, tampoco tenemos instintos acabados… Somos animales incompletos, imperfectos. En muchos sentidos, el hombre de Altamira se sentiría inferior. Y tendría miedo.
Y sin embargo, justamente por no tener ni gruesas pieles ni reguladores térmicos especialmente finos, somos capaces de vivir tanto en climas semidesérticos como en zonas semiglaciales, en Alaska como en el Sahel; por no tener dientes particularmente poderosos ni estómagos especializados, somos capaces de comportarnos indistintamente como depredadores carnívoros o como mansos herbívoros; por no tener instintos completos, acabados, tenemos una cosa que se llama libertad. Somos animales imperfectos, pero hemos desarrollado algo que nos permite colmar esa laguna hasta sobrepasar las capacidades de los otros animales. Ese algo es la inteligencia adaptativa y cognitiva, es la capacidad para fabricar útiles. Y la técnica es justamente eso: la técnica es el modo en el que el ser humano se adapta al medio para dominarlo y sobrevivir. La técnica es lo que nos hace específicamente humanos, es la naturaleza específica del hombre.
Volvamos a Altamira: esas damas y esos caballeros construyeron útiles en piedra, en hueso, en madera. Eso es técnica. Viajemos ahora en el tiempo y vayamos desde Altamira hasta Aracillum, el último baluarte de la resistencia cántabra contra los romanos: durante miles de años, otras damas y otros caballeros, animales imperfectos pero sumamente inteligentes, aprendieron a cultivar la tierra para garantizarse alimentos, a domar bestias, a navegar… Todo eso también es técnica. Durante miles y miles de años, los humanos han fabricado técnica. Y a nadie se le ocurrió que eso pudiera ser nihilismo, que eso pudiera acarrear la muerte del espíritu o provocar una crisis ecológica. Los egipcios levantaron pirámides; los romanos construyeron ciudades, acueductos y calzadas; los griegos incluso llegaron a fabricar elementales máquinas de vapor… Es verdad que no hicieron locomotoras, sino relojes y juguetes, como Herón de Alejandría. ¿Por qué los griegos no construyeron vehículos, sino juguetes? Tenían los conocimientos; no les hubiera costado mucho idear los medios. ¡Ah, claro!: Es que tenían otros fines. Porque la técnica antigua –por ejemplo, la de la época de los romanos- no es, en términos de ingeniería, muy distinta a la que los europeos utilizábamos en el siglo XVII. Pero sí es muy distinta en términos de finalidad, es decir, en la función que una sociedad otorga a los medios técnicos. La técnica antigua era una; la técnica moderna es otra. La técnica antigua –y eso, hasta hace muy poco tiempo- era, antropológicamente hablando, natural, una técnica cortada a medida del hombre; la técnica moderna ha hecho que el propio hombre quede cortado a la medida del aparato técnico, que el hombre se vaya convirtiendo en algo artificial.
Este es uno de los grandes asuntos que apasionan a los estudiosos cuando se inclinan sobre él: la naturaleza de la técnica antigua. ¿Cuál era esa naturaleza? ¿Y por qué era tan distinta a la actual? Vamos a afrontar la osadía de resumir esta cuestión en unas pocas palabras. Y digamos, pues, que la técnica antigua se caracterizaba, ante todo, por poseer unas fuertes connotaciones religiosas. Porque en el mundo antiguo, la tierra, la materia, poseía un alma. Hoy todavía es posible ver cómo en ciertos lugares del mundo se reza antes de cortar un árbol. Y los que hemos tenido una infancia rural recordamos cómo, hace apenas treinta años, la gente trazaba una señal de la cruz sobre el pan, antes de partirlo, en signo de agradecimiento a la generosidad divina, es decir, en signo de sacralización de las cosas de la tierra. Por nuestros historiadores sabemos que eso ha sido así durante miles de años: orar antes de abrir una mina, saludar a la tierra antes de arar un campo. Son imágenes que aún tenemos grabadas. ¿Pero se imaginan ustedes a un biotecnólogo santiguándose antes de proceder a una extracción de células madre de un embrión congelado? No, ¿verdad? Pues ahí está la gran diferencia.
La técnica antigua –que ha sido, de hecho, la única forma de técnica que el hombre ha conocido durante decenas de miles de años y hasta fechas históricamente muy recientes-, la técnica antigua operaba sobre una materia a la que se confería dignidad propia, porque la tierra, la naturaleza, poseía una sacralidad. Por eso no era posible adoptar hacia la tierra, por ejemplo, una actitud de “explotación de recursos naturales”, como se dice hoy. La técnica antigua no era una técnica de explotación y rendimiento, sino una técnica de adaptación y convivencia. Porque en la visión antigua del mundo, y esto es así en todas las culturas del planeta, todo guarda relación con todo, el mundo es una unidad, y no se puede alterar uno de los elementos del conjunto –por ejemplo, la tierra- sin alterar el conjunto mismo –la vida. No crean ustedes que esto está tan lejos. Tampoco en las ciencias. Hace sólo doscientos años Goethe trataba de perfilar leyes macrocósmicas en el microcosmos de las plantas.
Evidentemente, todo esto cambia en un cierto momento. Hay un momento a partir del cual la tierra deja de verse como algo con alma y pasa a verse como materia inerte puesta a disposición del hombre; a partir de ese momento, nada prohibe entrar en ella y obtener el máximo rendimiento posible. El hombre ya no tiene conciencia de que al alterar la materia esté rompiendo unidad alguna, equilibrio alguno. Eso desata todos los frenos. Y desde el momento en que se trata de obtener el máximo rendimiento posible, también empieza a adquirir una importancia decisiva el instrumento, el útil con el que se trabaja –porque de su perfección creciente depende que el rendimiento sea mayor. Sólo a partir de ese momento empezará a verse en la técnica una amenaza. Y sólo a partir de ese momento puede hablarse de una relación directa entre técnica y nihilismo.
Este proceso de transformación, este paso de la técnica antigua a la técnica moderna, podemos denominarlo como insurrección de la técnica. La técnica deja de ser un saber instrumental para convertirse en una finalidad. Deja de ser un medio de vivir para convertirse en una forma de vida, en un fin en sí mismo. ¿Cuándo empieza todo esto? Es una pregunta difícil, pero no faltan las respuestas. Lynn White dice que todo comienza en la Europa occidental de en torno al año 1000, cuando los conocimientos hidráulicos, antes limitados a la labor de moler el grano, comienzan a aplicarse a otros usos industriales. Casi simultáneamente, en Europa empieza a utilizarse un nuevo tipo de arado tirado por ocho bueyes, un arado que cavaba más hondo y más rápidamente; dejaba la tierra agotada en pocos años, pero multiplicaba la producción, y por eso empieza a imponerse rápidamente. A partir del siglo XII empieza a emplearse sistemáticamente la potencia del viento en los molinos. En el siglo XIII Europa ya había recuperado el liderazgo técnico, hasta entonces en manos del Islam. A partir del siglo XVIII, como todos sabemos, los avances técnicos se multiplican a velocidad exponencial.
La gran cuestión es saber por qué fue posible ese cambio; por qué fue posible que los hombres –y más exactamente, los hombres europeos de la baja Edad Media- comenzaran a ver la técnica de otro modo y la naturaleza de otro modo. Lynn White aporta una respuesta que tiene mucho que ver con la cuestión del espíritu. Según White, el cambio fue posible porque el cristianismo occidental había desacralizado el cosmos. Esto tiene que ver con la partición de la Creación que dibuja la Biblia: a un lado, las cosas de Dios, entre las que se incluye al hombre; al otro, las cosas de los hombres, la tierra, sobre la que se abre la veda bajo el imperativo de “creced y multiplicáos”. Las religiones pre-cristianas, e incluso buena parte de la propia tradición cristiana, mantienen el aliento sagrado de la tierra: no sólo es un don de Dios, sino que en ella misma está Dios. Es una idea que veremos retornar en San Francisco de Asís, por ejemplo. Pero a partir del momento en que se traza una clara división entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo humano, entre lo santo y lo material, entre el alma y el cuerpo, a partir de ese momento no hay nada que se oponga a que lo terrenal, lo material, quede desacralizado y, por tanto, sea puesto a libre disposición del hombre.
El hecho, en todo caso, es que la insurrección de la técnica tiene como fundamento esa separación: si la materia ya no es santa, nada impide conquistarla a placer. Si nada impide conquistarla a placer, los aparatos técnicos pasan a ocupar un lugar de primera importancia. Y de forma casi natural, la carrera en pos del mejor instrumento pasa a convertirse en el fin sustancial de la vida. Las primeras revoluciones industriales aceleran el proceso a partir del siglo XVIII. La burguesía, ya dominante, encuentra en la técnica su mejor aliado para una expansión sin límites del crecimiento económico, expansión que es a la vez la que garantiza el poder político y social de la propia burguesía. Y como el crecimiento económico –la acumulación de riqueza mediante la explotación cada vez mayor de los recursos naturales- se considera bueno en sí mismo, nadie tiene autoridad moral para detener el proceso. Todo cuanto no es mecánico se ve desdeñado. Lo orgánico y lo espiritual son reducidos a lo mecánico, a lo cuantificable y, en ese sentido, a lo no orgánico, a lo que está “muerto”. La técnica ha de ir adelante pase lo que pase, lo cual significa que el proceso queda fuera de control. Spengler lo expresa con una metáfora sugestiva: “La criatura levanta la mano contra su creador”.
La insurrección de la técnica pone de relieve un rasgo característico de nuestro tiempo: la técnica se convierte en un fin en sí misma; todas las energías sociales que la técnica moviliza no tienen más objetivo que acelerar el crecimiento de la propia técnica. De ese modo, la técnica se instala en el corazón de nuestras sociedades como eje absoluto de los objetivos comunes. El cuadro institucional clásico que ordenaba la vida de los hombres queda subordinado al número, a los subsistemas económico-racionales, utilitarios. Todo lo vivo, incluyendo al hombre, queda sometido al cálculo técnico. La técnica confunde al hombre: en lugar de ser considerada como medio, como instrumento de dominación, se convierte en potencia rectora –y redentora- que inspira visiones del mundo, filosofías caracterizadas por reducir el hecho humano a la racionalidad abstracta. Esas filosofías vienen a justificar el gran error de la Era de la Técnica: mutilar la vida orgánica y convertirla en cálculo mecánico. Y esas filosofías inspiran a su vez unas antropologías donde todo lo humano queda reducido a razón mecánica, ignorando deliberadamente las dimensiones biológicas y espirituales del hombre. Es la negación de la vida. Es el nihilismo.
Por así decirlo, la técnica se convierte en destino: toda la estructura social, política y económica se orienta hacia el avance técnico, identificado con el progreso humano. En la película Metrópolis, de Fritz Lang, hay una imagen que expresa esto con mucha fuerza: la del operario cuya única función en la vida consiste en mantener en la posición adecuada las agujas del reloj que regula el trabajo de producción. No es el operario quien domina a la máquina; es la máquina la que dicta el ritmo, y el papel del hombre es servir a la máquina. En muchos aspectos, es una buena metáfora del sistema que hemos creado: todos al servicio de la máquina.
Todavía hubo un tiempo en que llegó a pensarse que la técnica nos redimiría: saciaría nuestra hambre, sanaría nuestras enfermedades… Hoy, sin embargo, todas esas presunciones han demostrado ser vanas. Dos ramas concretas de la aplicación técnica –la genética y lo nuclear- han planteado por primera vez la posibilidad real de modificar o de suprimir la vida. A partir de ese momento, la técnica se convierte en un elemento de negación de la vida, de destrucción y, por tanto, se convierte en el exponente más claro del nihilismo. La técnica hubiera sido inviable de no haberse producido antes una expulsión del espíritu. Con el campo abierto, la técnica se adueña de todo. Pero ese poder termina desembocando en nihilismo, en destrucción. Esa es la relación entre muerte del espíritu, técnica y nihilismo. Lo que encontramos al final del camino es una especie de gigantesca broma macabra: creíamos haber dominado el mundo al desterrar a lo sagrado de sus campos y ocuparlo con nuestras máquinas; ahora nos encontramos con que nuestras máquinas nos ponen al borde del colapso.
En el final del Fausto de Goethe –de la segunda parte, la que no suele representarse, pero que es, como suele pasar, la más interesante- hay una escena que representa muy sugestivamente nuestra situación, la situación del hombre que ha quedado atenazado en brazos de la técnica. El viejo Fausto, que ha conquistado tierras el mar y se ha convertido en un industrial a gran escala, un creador de ciudades y fábricas, se siente morir. Está ciego. Se ve viejo y cansado. Un día cae a tierra, exhausto. Nota cómo la muerte le llega. Pero muere satisfecho, porque, en su agonía, oye al fondo el zumbido del trabajo, el ruido de las máquinas y las herramientas, el sonido de la gran obra de trabajo que él mismo ha desatado y que el viejo Fausto recibe como señal de que su obra le perdurará. Pero el pobre Fausto ignora que ese ruido de herramientas no proviene de los talleres que por todas partes ha sembrado, no nace de la gigantesca fragua del esfuerzo técnico; ese ruido de herramientas es que el que producen los sepultureros que, con pico y pala, cavan la tumba del propio Fausto. Me parece que vale la pena reflexionar sobre la metáfora. Cuando nos extasiamos con vuelos espaciales, cuando nos fascinamos con reproducciones clónicas, cuando vemos en el poder de las fábricas nuestro propio poder, quizá convenga pensar si acaso todo ese ruido no será el de los operarios que están cavando nuestra tumba.
Si traemos aquí esa escena del Fausto es por su ambivalencia: hay en ella un obvio reconocimiento del poder inherente al despliegue de la modernidad sobre el mundo –y no hay que olvidar que Fausto, al final, redime su alma-, pero, al mismo tiempo, Goethe cifra en su interior un mensaje de advertencia sobre la vanidad de tal despliegue. En la modernidad, que es un movimiento de emancipación históricamente vinculado a ideas y discursos de libertad en lo material, en lo religioso y en lo político, se esconde también un movimiento de dominación que hace al propio hombre esclavo de sus creaciones, de sus artefactos. Jünger, en su Libro del reloj arena, cita un refrán chino que apunta en esta misma dirección: “Los ferrocarriles serán arrastrados por hombres”. Adorno y Hoirkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración, expresaron el efecto desolador de las Luces con una fórmula todavía más patética: “La Tierra entera resplandece bajo el brillo de una triunfal desventura”. Si la técnica se ha hecho con el dominio del planeta es porque en su interior hay una promesa de libertad; sólo así ha podido convertirse en una fuente de esclavitud.
La modernidad, pues, puede concebirse como una condena a la esclavitud envuelta en una promesa de libertad. O, si se prefiere un enunciado más caritativo, como una promesa de libertad que no deja de exigir un alto precio de servidumbre. La conciencia de esta servidumbre ha alcanzado en los últimos años del siglo XX una singular nitidez –el discurso posmoderno puede interpretarse desde esa perspectiva-, pero no es en absoluto nueva: la encontramos en los pensadores tradicionalistas del XIX, la encontramos en profundas vetas del romanticismo y la encontramos en numerosos autores que, en el tránsito del siglo XIX al XX, formulan una mirada de profunda desconfianza hacia el mundo moderno.
Para entender las razones de esta actitud es preciso constatar el efecto traumático que la modernidad ha suscitado en el pensamiento europeo del siglo XIX. Marshall Berman, en su estudio Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia estética de la modernidad (Siglo XXI, Madrid, 1988), ha explicado este sentimiento tomando pie en autores tan innegablemente modernos como Marx o Baudelaire. Este último, el poeta de Las flores del Mal, acusa la modernidad como un vértigo que se apodera del espíritu y que empuja al hombre a una búsqueda incesante de sí mismo –tanto más incesante desde el momento en que se trata de una búsqueda condenada a dar frutos estériles. “Corre, busca –escribe Baudelaire en El pintor de la vida moderna-, ¿qué busca? Busca algo a lo que llamar modernidad”. Pero la modernidad no aparece; es una atmósfera más interior que exterior, atmósfera nacida de aquella sucesiva cadena de escisiones que explicó Hegel: primero la Reforma, afirmación del individuo ante Dios; luego, la Ilustración, afirmación del individuo ante la verdad y el conocimiento; por último, la Revolución, afirmación del individuo frente al poder. Esa cadena de escisiones permite entender el sentido profundo de la frase que da título al tratado de Berman y que, muy significativamente, procede del Manifiesto Comunista de Karl Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.
El nihilismo, en efecto, arranca aquí, en ese lado destructor de la técnica que está escondido detrás del discurso emancipador, detrás del discurso de la libertad y del progreso. La modernidad siempre ha tratado de justificarse a través del recurso a la libertad: el formidable despliegue técnico que el mundo empieza a vivir a partir del siglo XVII era simplemente un instrumento para llegar a mayores cotas de felicidad individual y prosperidad material. En 1623, Bacon, en su Nueva Atlántida, cifraba la felicidad del hombre en la extensión universal del dominio humano sobre la naturaleza. En el siglo XIX, Friedrich List –por otro lado, un autor sumamente interesante- sostenía que el ferrocarril era el paso más importante que el ser humano había dado hacia su plenitud. Todavía hoy el discurso dominante considera que el desarrollo técnico es imprescindible para el progreso humano, y palabras como progreso o libertad justifican cualquier nuevo abuso de las biotecnologías. Ahora bien: hoy vemos cómo el desarrollo técnico se extiende por todas partes, pero la prometida felicidad, aquella emancipación soñada, no llega. Por eso empezamos a pensar que, en realidad, tal emancipación no era sino la máscara que ocultaba una potencia bastante menos amable: la dominación pura y desnuda, la voluntad de poder. Y esa voluntad de poder, ese gigantesco proyecto de sumisión (técnica) de todo lo vivo, sería la verdadera esencia de la modernidad.
Ortega decía que al hablar de la técnica suele olvidarse que “su víscera cordial” es la ciencia. De manera que lo que hay detrás de toda técnica es siempre la voluntad de conocimiento, esa libido sciendi que caracteriza no sólo al hombre moderno, sino a todos los hombres de todos los tiempos. Eso que dice Ortega es verdad en general, pero hace ya tiempo que ha dejado de serlo. Hoy –y, de hecho, desde hace muchos años- ya no existen progresos científicos en disciplinas que no quepa traducir inmediatamente en aplicaciones técnicas. Unos escenarios científicos como los del siglo XVIII –o en los siglos anteriores-, cuando había beneméritos sujetos dedicados en cuerpo y alma al conocimiento que reposa en sí mismo, como los mencionados estudios de Goethe sobre las plantas, eso ya es hoy inimaginable. Esto se ha visto con gran claridad en la Física, por ejemplo: el físico René Thom, el creador de la Teoría de las Catástrofes, llegó a denunciar públicamente que los programas científicos de investigación no práctica habían sido directamente suprimidos en Francia y en los Estados Unidos. Del mismo modo, la llamada “comunidad científica” privilegia sin dudar un instante los programas más rápidamente rentables –esto es, más rápidamente aplicables- sobre los que exigen más esfuerzo, aunque éstos últimos sean, desde el punto de vista ético, más inocuos. Un buen ejemplo es la investigación sobre células madre: no hay razón científica alguna para creer que el cultivo de células madre extraídas de individuos adultos permita menos conocimientos que el las extraídas de embriones, y hay todas las razones éticas del mundo para sostener que trabajar con las primeras es menos problemático que trabajar con las segundas. Pero trabajar con embriones es más barato y provee a los laboratorios de un material mucho más extenso. De modo que siempre se elegirá la opción más rentable. No, la ciencia ya ha dejado de ser la víscera cordial de la técnica. La técnica ya reposa sólo sobre sí misma. Todo lo demás, lo niega. Su voluntad de poder es una filosofía de la negación.
Hay un sarcasmo salvaje de Nietzsche que lo expresa con nitidez. Dice así: “Máquinas que tienen su fin en sí mismas. ¿Es esta la comedia de la humanidad?”. Nietzsche puso en relación sólo muy lateralmente técnica y nihilismo. Él veía el nihilismo en una lógica de otro género. Veremos, sin embargo, que ambos conceptos tienen mucho que ver. El nihilismo, según Nietzsche, aparece cuando la civilización deja de creer en ciertas realidades supraterrenales y supratemporales que dan sentido a la vida colectiva. Llamémoslas “Dios”. La “muerte de Dios” de la que habla Nietzsche alude en realidad a la desaparición de toda referencia sobrehumana. Hasta un determinado momento de nuestra historia, la imagen de Dios ha sido el horizonte de nuestras vidas; la cultura occidental es una cultura construida ante la imagen de Dios en el horizonte. Pero procesos de carácter cultural –y, entre otros, el fenómeno de la ilustración técnica y científica- hacen que ese horizonte se vaya desvaneciendo: a partir de una idea cada vez más antropocéntrica del mundo, una idea según la cual el hombre es la finalidad última de la existencia, la imagen de Dios termina borrándose como quien borra una pizarra con una esponja. Es la muerte del espíritu. El adagio que define esta situación es bien conocido: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Lo cual también se puede entender así: “Si Dios no existe, nada tiene sentido”.
El nihilismo es la actitud de quien asume la muerte de Dios y la eleva a norma de conducta. Nietzsche, como sabemos, quería ir más allá del nihilismo. Aspiraba a un sobrehumanismo capaz de ir más allá de lo “humano, demasiado humano”; su idea del superhombre consiste en que la civilización sea capaz de ir más allá del hombre, de esa pequeñez que es el hombre. Para eso habría que derribar todo lo que estorbara: “Lo que está cayendo, empujadlo”. Y a eso lo llamaba nihilismo activo. Pero él veía que el nihilismo peor, y el más extendido, sería el nihilismo pasivo: el de quienes se instalan cómodamente en la negación de toda norma, de toda obligación, de todo sentido superior de la vida. No es tanto el nihilismo del anarquista ruso que filosofa sobre el sinsentido de la vida, al estilo de los personajes de Dostoievski, como el nihilismo del individuo egoísta y hedonista que convierte su ombligo en centro único de la existencia individual y colectiva, al estilo de… al estilo de tantos y tantos de nuestros contemporáneos. Pues bien: ese nihilismo, hijo de la muerte del espíritu, hubiera sido imposible de no haber mediado la técnica, esa técnica que llegó a hacernos creer –y aún hoy lo dice- que podemos ser como dioses. Si nosotros somos como dioses, ya no hacen falta dioses. Si no hacen falta dioses, el mero término “espíritu” es un estorbo. Pero, evidentemente, por mucha técnica que dominemos nunca seremos como dioses. Quien lo dude, que haga la siguiente prueba: cuando se vea atrapado en un atasco de tráfico, mire enderredor, observe los rostros de sus congéneres y pregúntese, con sinceridad, si de verdad son como dioses.
Jünger dice que al nihilismo hay que vencerlo en el propio pecho, es decir, dentro de uno mismo. Somos todos y cada uno –no el Gobierno, ni los bancos, ni las cadenas de la televisión, sino todos y cada uno de nosotros- los que hemos de plantearnos si sabemos adónde vamos, si no estaremos convirtiéndonos en burdos adoradores de la nada. Eso se decide en mil cosas pequeñas, en mil asuntos cotidianos: en las pautas de consumo –qué compramos y por qué-, en la educación de los hijos –a qué enseñanzas concedemos prioridad y por qué-, en las formas de ocio –a qué entregamos nuestro tiempo creativo, y por qué-, en la medicina que escogemos para curarnos, en fin, en la vida de todos los días. También, por supuesto, hay que exigirle ese mismo tipo de opción a los gobernantes, a aquellos que tienen la capacidad para decidir sobre la vida de muchos. También ellos han de vencer al nihilismo en su propio pecho, y ese pecho suele ser más ancho y alto que el de los demás. Pero quede claro: de lo que estamos hablando, ante todo, es de una gran revolución interior. Ya decía San Agustín que es en el interior del hombre donde habita la verdad.
A lo mejor recuerdan ustedes lo que antes decíamos sobre las ideas que la gente se hace de la técnica: que es un mal en sí misma, una condena; o que es un bien en sí misma, porque es el progreso; o que es neutra, y que todo depende de quién la use y para qué. Podemos entrar ya a comentar esas tres opciones.
La técnica no es un mal en sí misma: es la naturaleza misma del hombre y no podemos vivir sin ella. Pero eso no quiere decir que no podamos prescindir de los aparatos. La técnica es humana mientras está subordinada a criterios humanos; deja de serlo cuando se subordina a criterios puramente técnicos, al “cada vez más”. Entonces la técnica conduce directamente al nihilismo. Pero el mal no está en la técnica: está en nosotros, en el propio pecho, como dice Jünger.
La técnica tampoco es un bien en sí misma. Es un mecanismo de adaptación y supervivencia, es decir, algo tan natural y elemental como un riñón o como una borrasca. Está ahí y hemos de utilizarla. Pero no podemos sacralizarla. Sin duda la técnica nos ha permitido hacer grandes cosas. Pero primero habría que preguntar con qué criterio empleamos el término “grandes”. En líneas generales, cada paso que la técnica ha dado al servicio de los poderes de la vida ha ido acompañado de pasos incluso más fuertes al servicio de los poderes de la aniquilación. En esas condiciones identificar el progreso con la técnica es un suicidio. Quizá la técnica sea en sí misma un progreso, pero en modo alguno es, en sí misma, un avance.
Por último, tampoco la técnica es neutra. Marx pensaba que sí, que era neutra, y que por eso la técnica, en manos del capitalismo, era una fuente de opresión y de maldad, pero en manos del proletariado sería una fuente de redención y libertad. Sin embargo, la verdad es que nadie ha contaminado más ni mejor (es decir, ni peor) que los regímenes comunistas, y para comprobarlo basta ver las fotografías de lo que antes se llamaba Mar de Aral. No, la técnica no es “neutra”. Estamos condenados a utilizarla y a vivir con ella. Eso ya marca un camino, como se lo marcan al león sus garras y sus colmillos, a los que nadie pensaría en calificar como neutros: están hechos para matar y, matando, asegurar la supervivencia de su dueño. Puede pensarse que la técnica será buena cuando la empleen hombres buenos para hacer el bien y que será mala cuando la empleen hombres malos para hacer el mal, pero eso no hace a la técnica “neutra”: será una cosa u otra, pero nunca “neutra”, porque es impensable sin la mano humana que la mueve, y la mano humana tampoco es nunca “neutra”. Por otro lado, hemos de aceptar que el desafío implica su inevitable porción de dolor. Prometeo hizo un gran favor a los hombres cuando les entregó el fuego que había robado a los dioses, pero a consecuencia de ello fue encadenado en el Cáucaso para que una rapaz le royera eternamente las entrañas. La técnica es tan neutra como un barril de pólvora: la explosión mortal forma parte de su misma esencia.
Si la técnica no es mala en sí, ni buena en sí, ni tampoco neutra, entonces, ¿cómo afrontar el desafío de la técnica? A este respecto me gustaría aportar diversas respuestas: la respuesta de Martin Heidegger, la de Arnold Gehlen, la de Carl Schmitt. Todas ellas se pueden agrupar en una misma dirección, a saber, que la crítica de la civilización técnica no puede contentarse con ser tan sólo una crítica de los efectos –por ejemplo, un lamento por la crisis ecológica-, sino que debe ser, sobre todo, una crítica de las causas; no una crítica del hecho técnico, sino una crítica de la ideología y de los valores que han permitido su dominio universal y que la han acompañado en su carrera expansiva. En otros términos: es preciso elevarse por encima de los aparatos, ir más allá de la técnica y desembocar en una crítica general de la civilización occidental moderna. Todo ello sin perder de vista un hecho esencial: nuestro escenario de vida es y seguirá siendo el mundo técnico, nuestra vida concreta no ha sido nunca imaginable –y hoy menos que nunca- sin los aparatos. Se trata, en definitiva, de insertar la técnica dentro de una concepción general del orden de las cosas. Vayamos, pues, con las respuestas.
Heidegger, el filósofo de Ser y Tiempo, dice que a la técnica hay que acercarse con lo que él llama “serenidad”, Gelassenheit, y que es la serenidad para con las cosas: podemos usar los objetos técnicos tal y como deben ser aceptados; pero podemos, al mismo tiempo, dejar que esos objetos descansen en sí, como algo que en lo más propio e íntimo de nosotros no nos concierne. Podemos decir “sí” al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos decirles a la vez “no” en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo que doblegue, confundan y finalmente devasten nuestra esencia… Se trata de dejar entrar a los objetos en nuestro mundo cotidiano pero, al mismo tiempo, mantenerlos fuera, como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo superior. A ese “algo superior” que menciona Heidegger también podemos llamarlo “espíritu”.
Una visión muy parecida es la del gran jurista y politólogo Carl Schmitt, que en un cierto momento identificó al Estado Total como forma política moderna por excelencia y que no tardó en identificar el nihilismo –el nihilismo político- como consecuencia de unos órdenes políticos sometidos al imperativo de la técnica. Carl Schmitt dice que el gran reto actual –y esto lo escribió hace medio siglo, pero sigue siendo válido- es “captar la técnica desencadenada, domarla e insertarla en un orden concreto”. El verdadero desafío del hombre de hoy no sería aterrizar en la Luna o en Marte, sino que el verdadero desafío es domar a una técnica desencadenada. Hacer las cosas de tal modo que la técnica vuelva al lugar de donde nunca debió salir- y que se quede allí, a buen recaudo, sin volver a convertirse en horizonte único de la vida colectiva, sin volver a ocupar un espacio que no le corresponde. A ese espacio podemos llamarlo también el espacio del espíritu.
Quisiera terminar este repaso por posibles respuestas al desafío de la técnica con un antropólogo que dedicó muchos años de estudio al problema: Arnold Gehlen. Él vio que la técnica moderna, al convertirse en fin en sí misma, al dejar de ser medio para convertirse en fin, había alterado el orden natural de las cosas y, por esa vía, había transformado la sustancia misma del hombre en cuanto especie. Y por eso proponía un retorno a la vida, un volver a componer el escenario, para pensar una nueva técnica. Para eso hay que empezar por definir al hombre en su integridad, es decir, no sólo como individuo racional que busca su mejor interés en términos utilitarios, que es como se concibe hoy al hombre, sino también y sobre todo como ser vivo y como ser espiritual, con todas sus características tanto biológicas como espirituales, porque en ellas está lo específicamente humano. Y a partir de ahí, ver la técnica como lo que propiamente es, como un instrumento de la adaptación humana al entorno; un instrumento sometido, a su vez, a un marco general de valores comunes a un grupo, un instrumento puesto al servicio de lo humano. La pregunta es quién le pone el cascabel al gato. Y Gehlen sostiene que frente a un mundo como este de la técnica, gobernado por oligarquías técnicamente eficaces y habitado por “masas solitarias” que sirven a la máquina, debería aparecer una elite, casi ascética, capaz de distanciarse de la obsesión empírica, de la obsesión por el número, y de trascenderse a sí misma en un destino, en un proyecto común. A ese destino, a ese proyecto, también lo podemos llamar “espíritu”.
Ya les decía a ustedes al empezar que, desde mi punto de vista, esto es algo que nos concierne a todos y cada uno, “dentro del propio pecho”, como dice Jünger: en nuestra vida cotidiana, en mil decisiones que tomamos todos los días. Esa elite de la que habla Gehlen no hay que buscarla en los cuadros directivos de nuestras sociedades, sino en personas singulares, en ciudadanos que empiecen a vivir de otra manera. De momento, ya hemos visto que lo importante no es llevar una media excelente, sino contestar a la pregunta de hacia dónde vamos. En ese sentido, estas jornadas están siendo un magnífico punto de partida.